{"id":11416,"date":"1999-03-25T00:00:00","date_gmt":"1999-03-25T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11416"},"modified":"2003-04-03T00:00:00","modified_gmt":"2003-04-03T00:00:00","slug":"amor_a_la_vida","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/1999\/amor_a_la_vida\/","title":{"rendered":"AMOR A LA VIDA"},"content":{"rendered":"
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Los dos hombres descendían por el ribazo cojeando dolorosamente; de repente, el hombre que iba en cabeza se tambaleó entre el caos de rocas. Ambos personajes estaban fatigados y débiles; sus contraídos rostros tenían aquella expresión de paciencia que confieren las privaciones largo tiempo soportadas. Iban pesadamente cargados de mantas enrolladas y sujetas a sus hombros por unas correas; otras correas pasaban sobre su frente y les ayudaban a sostener el fardo. Cada uno de los hombres llevaba un rifle y caminaba encorvado, con los hombros hacia delante, la cabeza inclinada y la vista clavada en el suelo. <\/p>\n

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—Quisiera tener un par de los cartuchos que perdimos en nuestro escondrijo —dijo el segundo hombre. <\/p>\n

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El que iba delante no contestó. Estaba cruzando la corriente que espumeaba, lechosa, entre las rocas. No se habían quitado las botas, ya que el agua estaba helada hasta el punto de que les dolían los tobillos y sus pies se entumecían. En algunos lugares el agua discurría contra sus rodillas y los dos vacilaban buscando dónde asentar el pie. <\/p>\n

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El hombre que iba detrás resbaló sobre una piedra lisa y estuvo a punto de caer, pero recobró el equilibrio con un violento esfuerzo. En el mismo momento profirió un grito de dolor. Se sintió débil y la cabeza empezó a darle vueltas; tambaleándose, extendió su mano libre como si buscara un apoyo en el vacío. Cuando se recuperó, avanzó, pero de nuevo resbaló y estuvo a punto de caer. Entonces se mantuvo inmóvil y miró al otro, que no había vuelto la cabeza ni una sola vez. <\/p>\n

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Durante un buen rato permaneció sin moverse, como si hablara consigo mismo. <\/p>\n

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Luego gritó: <\/p>\n

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—¡Bill! ¡Me he dislocado un tobillo! <\/p>\n

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El interpelado, sin volverse, continuó oscilando a través de la corriente lechosa. El hombre que se había parado le vio avanzar y aunque su rostro permaneció tan inexpresivo como antes, sus ojos parecían los de una cierva herida. <\/p>\n

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Bill subió cojeando el ribazo opuesto y continuó andando, sin volverse. El otro, que estaba aún en medio de la corriente, le miraba. <\/p>\n

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—¡Bill! —volvió a gritar. <\/p>\n

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Pero Bill no volvió la cabeza. El otro le vio alejarse cojeando y titubeando. Sus ojos le fueron siguiendo hasta que aquel hombre hubo alcanzado la cresta de la colina y desapareció. Entonces volvió la mirada y contempló lentamente el círculo de mundo en el cual quedaba completamente solo, ahora que su compañero se había marchado. <\/p>\n

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El hombre sacó su reloj mientras apoyaba todo su peso sobre la pierna. Eran las cuatro y, ya que se encontraban a últimos de julio o primeros de agosto, calculó que el sol debía señalar aproximadamente hacia el noroeste. <\/p>\n

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Miró hacia el sur. Sabía que en algún sitio, más allá de aquellas sombrías alturas, se encontraba el lago de los Grandes Osos y que, en aquella dirección, el círculo polar ártico cortaba su camino inaccesible a través de los desiertos canadienses. La corriente en la cual se hallaba alimentaba el río Coppermine, que a su vez discurría hacia el norte y se sumergía en el Golfo de la Coronación. Jamás había estado en aquel sitio, pero un día lo había visto en un mapa de la Compañía de la Bahía de Hudson. <\/p>\n

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En aquel momento, de pie, en medio de aquella agua lechosa, se empequeñeció como si la inmensidad le oprimiera con una fuerza aplastante, le aniquilara brutalmente con su alma aterradora. Empezó a temblar como poseído por un acceso de fiebre hasta el punto de que la carabina se le cayó de la mano, salpicándole. Esto hizo que recobrara el dominio de sí mismo. Luchó entonces contra su miedo, se recuperó y, tanteando dentro del agua, encontró el fusil. Ladeó un poco el fardo, haciéndolo descansar más sobre su hombro izquierdo a fin de aliviar un poco el peso del tobillo dislocado. Luego avanzó con prudencia hacia el ribazo, con una mueca expresiva de dolor en el rostro. <\/p>\n

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No se detuvo ni un solo momento. Con una desesperación próxima a la locura, sin preocuparse por el dolor, se apresuró a subir la pendiente detrás de la cual había desaparecido su compañero. Cuando llegó a la cima vio un valle poco profundo y sin vida. De nuevo combatió su terror, lo dominó y descendió la pendiente, cojeando. <\/p>\n

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El fondo del valle estaba saturado de agua que el espeso musgo retenía en la superficie como una esponja. Cada vez que levantaba un pie, el movimiento terminaba con un ruido de succión como si el musgo soltara la presa con desgana. Prosiguió el camino, paso a paso, siguiendo las huellas del otro hombre. Ya no estaba muy asustado. Sabía que, más lejos, llegaría a un sitio donde los pinos y los abetos muertos rodeaban la orilla de un pequeño lago. Y en aquel lago desembocaba un arroyuelo que no era lechoso. Había cañas, de esto se acordaba perfectamente. Lo seguiría hasta que su primer hilillo saliera de la colina. Franquearía aquella colina hasta la fuente de otro riachuelo para llegar al río Dease. Allí encontraría un escondrijo debajo de una canoa volcada y cubierta con un montón de piedras. En el escondrijo hallaría municiones para su vacía carabina, anzuelos con su correspondiente sedal y una pequeña red; en fin, todo lo necesario para proporcionarse alimento. <\/p>\n

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Bill le estaría esperando allí y juntos descenderían por el Dease remando, hacia el sur, hasta el lago de los Grandes Osos. Llegarían finalmente a Mackenzie y, siempre hacia el sur, continuarían hasta el puesto de la bahía de Hudson, donde uno puede calentarse, donde los árboles proporcionan abundante leña y donde no escasean los víveres. <\/p>\n

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Estos eran los pensamientos del hombre mientras seguía adelante. Al luchar con todas las fuerzas de su cuerpo, también luchaba con las de su espíritu, tratando de convencerse de que Bill no le había abandonado y que le esperaría en el escondrijo. De no haber tenido aquella convicción hubiera renunciado a luchar y se habría tumbado en el suelo esperando la muerte. <\/p>\n

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Llevaba dos días sin comer y había mucho más tiempo que no había comido hasta hartarse. A menudo se inclinaba y recogía las pálidas bayas de muskeg, se las había metido en la boca, las masticaba y las tragaba. <\/p>\n

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A las nueve tropezó con el borde de una roca, dio un traspié y cayó de fatiga y debilidad. Permaneció tumbado sobre un costado, sin moverse; luego se libró de las correas de su fardo y, finalmente, se incorporó sobre sus rodillas. Todavía no había oscurecido y, a la claridad del crepúsculo, se arrastró entre las rocas para encontrar unas hilachas de musgo seco. Reunió un pequeño montón y le prendió fuego. En ese fuego puso a hervir agua en un pote de hojalata. <\/p>\n

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Deshizo el saco y su primer acto fue contar los fósforos que le quedaban; tenía sesenta y siete; los contó tres veces para asegurarse; los repartió en varios montoncitos y los envolvió en papel engrasado, introduciendo un paquete en su petaca vacía, otro en su sombrero y un tercero debajo de la camisa, contra su pecho. Cuando terminó, se vio invadido de una especie de pánico: deshizo los tres paquetes y volvió a contar los fósforos; seguían siendo sesenta y siete. <\/p>\n

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Secó sus mojadas botas cerca del fuego. Confeccionadas con trozos de mantas de lana, las botas estaban llenas de agujeros y sus pies sangraban. Notó que su tobillo daba zumbidos; lo examinó, viendo que se había hinchado hasta adquirir el tamaño de su rodilla. Desgarró una larga tira de una de sus dos mantas y la enrolló, bien apretada, alrededor de su tobillo. Desgarró otras tiras, con las que envolvió sus pies a guisa de mocasines y de botas. Luego se bebió el pote de agua humeante, dio cuerda a su reloj y se deslizó bajo sus mantas. <\/p>\n

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Durmió como un tronco. A las seis, el hombre se despertó. Miró rectamente hacia el cielo gris y se dio cuenta de que tenía hambre. Cuando volvía sobre su codo. Se sorprendió al oír un sonoro ronquido y vio un caribú macho que le miraba con una mezcla de curiosidad y de alarma. Maquinalmente, el hombre alargó la mano hacia la rifle vacía, apuntó y apretó el gatillo. El caribú dio un salto y se alejó con precipitación, haciendo resonar sus pezuñas contra las rocas mientras huía. <\/p>\n

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El hombre gruñó y tiró el fusil lejos de sí. Gimió en voz alta mientras intentaba ponerse en pie. Era una tarea lenta y difícil, ya que sus articulaciones estaban como oxidadas; cada flexión exigía un enorme esfuerzo. Cuando estuvo ya de pie, necesitó todavía un par de minutos más para sostenerse. <\/p>\n

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Fue hacia un pequeño montículo y miró ante sí. No había árboles ni matorrales; sólo un mar gris de musgo apenas moteado por unas rocas también grises, unos pequeños lagos y arroyos grises. El cielo estaba también gris. El hombre no tenía la menor idea de dónde estaba el norte y había olvidado la dirección que tomó la noche anterior para llegar a ese lugar. Pero sabía que no estaba extraviado. Tenía la sensación de que debía dirigirse hacia la izquierda. <\/p>\n

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Volvió sobre sus pasos a fin de poner su equipaje en orden para el camino. Se aseguró de la existencia de los tres paquetes distintos de fósforos, aunque sin contar esta vez su contenido. Pero vaciló a propósito de una bolsa de piel de ante que pesaba mucho… No era muy grande, ya que podía ocultarla bajo sus dos manos, pero pesaba quince libras, tanto como el resto del equipaje. Aquella bolsa era su tormento. Finalmente, la dejó a un lado y la recogió apresuradamente, mirando a su alrededor con aire desafiante como si alguien pretendiera robársela. Cuando se puso de pie para iniciar la marcha, la bolsa formaba parte del equipaje que llevaba a la espalda. <\/p>\n

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Fue hacia la izquierda, parándose de vez en cuando para comer unas bayas de muskeg. Su tobillo estaba anquilosado, aunque el dolor que le proporcionaba no era nada comparado con el de su estómago vacío. Las bayas no lograron amortiguarle la sensación de hambre. <\/p>\n

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A medida que avanzaba el día, el hombre llegó a unos valles donde la caza era abundante. Una manada de caribúes, más de una veintena, pasó al alcance de su carabina. Experimentó un loco deseo de perseguirlos, seguro de poderlos alcanzar. Vio un zorro negro que llevaba una perdiz entre sus fauces. El hombre gritó, pero el zorro, aunque asustado, no dejó por ello su presa. <\/p>\n

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A última hora de la tarde siguió un arroyo de aguas lechosas que discurría a través de unas dispersas matas de juncos. Cogió aquellos juncos fuertemente por su parte inferior, cerca de la raíz, y sacó lo que parecía un pequeño manojo de cebollas tiernas, muy delgadas. <\/p>\n

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Sus dientes se clavaron en uno de los tallos, pero éstos eran muy fibrosos y resistentes y, al igual que las bayas, estaban saturados de agua y no tenían la menor sustancia. <\/p>\n

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Estaba agotado, pero se sentía apremiado y no quería descansar. Se dedicó a buscar alguna rana entre los pequeños charcos y excavó en la tierra en busca de lombrices, aunque sabía que ni ranas ni lombrices existían tan hacia el norte. <\/p>\n

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Finalmente, y después de intentar coger un pequeño pez que se le escurrió entre sus dedos y ya no pudo atraparlo, encendió una pequeña fogata y se entonó bebiendo un cuartillo de agua caliente; luego instaló su campamento sobre un borde rocoso como había hecho la noche anterior. Lo último que hizo fue comprobar si sus fósforos estaban secos y dio cuerda a su reloj. <\/p>\n

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Al día siguiente se despertó aterido y con muy mal aspecto. Tampoco lucía el sol y soplaba un viento áspero. A su alrededor, el aire se había espesado mientras hacía hervir el agua. Caía aguanieve, grandes copos blancos mezclados con una mansa lluvia. Al principio los copos se fundían apenas tocaban el suelo, pero luego el terreno quedó cubierto de ellos. El fuego se apagó y la provisión de musgo seco quedó empapada. <\/p>\n

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Para el hombre, aquella fue la señal de ponerse de nuevo en marcha, aunque no sabía hacia dónde. En aquel momento ya no pensaba en nada más que no fuera comer. Estaba como loco de hambre. No le importaba la dirección que tomara, con tal que siguiera el fondo de los pequeños valles. Anduvo a través de la nieve para llegar a las bayas de muskeg y se arrastró hasta las cañas. Pero aquello no le satisfizo. Encontró una hierba amarga y comió todo lo que pudo de ella, que no fue mucho, ya que la planta quedaba fácilmente oculta por unas pulgadas de nieve. <\/p>\n

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Aquella noche no tuvo fuego ni agua caliente. La nieve se convirtió en lluvia helada y el hombre se despertó varias veces sintiéndola caer sobre su rostro. De nuevo se hizo de día, y de nuevo no lució el sol. En aquel momento volvió a interesarse por el escondrijo junto al río Dease. <\/p>\n

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Desgarró una de sus mantas y confeccionó unas vendas con las cuales se envolvió sus ensangrentados pies. Apretó el vendaje de su tobillo herido y se preparó para una jornada de marcha. <\/p>\n

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La nieve se había fundido bajo la lluvia y sólo las crestas de las colinas aparecían blancas. Salió el sol. Consiguió orientarse y ahora sabía que se había extraviado. Posiblemente se había desviado demasiado a la izquierda, por lo que caminó hacia la derecha para corregir la posible desviación. <\/p>\n

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Los retortijones del hambre no eran tan agudos, pero el hombre se sabía débil. Tenía que pararse a menudo para recobrar el aliento y entonces la emprendía con las bayas de muskeg y las raíces de caña. <\/p>\n

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Tenía la lengua reseca, hinchada; le amargaba la boca. Su corazón empezó a inquietarle ya que, cuando andaba un buen rato, empezaba a latir violentamente y luego se desbocaba en una serie de latidos dolorosos que le ahogaban. <\/p>\n

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A media jornada encontró dos pececillos en una larga charca. Pero no podía vaciarla, aunque esta vez consiguió atraparlos con su pote de hojalata. No eran más largos que su dedo meñique , pero no tenía demasiada hambre. Comió el pescado crudo, masticándolo cuidadosamente, ya que comer era un acto de pura razón. Sabía que necesitaba comer para sobrevivir. <\/p>\n

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Por la tarde atrapó otros tres peces, de los cuales comió dos y se guardó otro para el desayuno de la mañana siguiente. <\/p>\n

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Transcurrió otra noche. Por la mañana, sintiéndose más capaz de razonar, deshizo el lazo de cuero que cerraba la bolsa de piel de ante. Por la abertura salió un hilo amarillo de polvo de oro con pepitas. Dividió el oro en caso dos mitades y ocultó una debajo de una roca, envuelta con un trozo de manta, y volvió a guardar la otra en la bolsa. Conservó su fusil, ya que en el escondrijo, junto al río Dease, había municiones. <\/p>\n

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Aquel día el hambre se despertó de nuevo en él. Estaba muy débil y padecía vértigos que a veces le cegaban. No era raro que tropezara y cayera y una vez cayó de lleno sobre un nido de perdices blancas. Había en él cuatro crías recién nacidas. El hombre utilizó su fusil como una maza para golpearla, pero el ave se mantuvo fuera de su radio de acción. Le lanzó unas piedras y por casualidad le rompió un ala; entonces, la madre huyó revoloteando, corriendo, arrastrando su ala rota, perseguida por el hombre. <\/p>\n

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La persecución le llevó a un terreno pantanoso y percibió unas huellas en el blando musgo. Tenían que ser las de Bill. Pero no podía detenerse, ya que la perdiz continuaba huyendo; primero le daría caza y luego regresaría para examinar las huellas. <\/p>\n

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Cansó al animal, pero también se cansó él. La perdiz se paró en el suelo, jadeando; también él jadeaba tumbado en el suelo, a una docena de pies de distancia, incapaz de arrastrarse hacia el animal. Y, mientras él recuperaba fuerzas, el animal también las había recuperado y voló lejos de su alcance. En el momento en que su mano iba a alcanzarla. La caza volvió a empezar; se hizo de noche y la perdiz escapó. El hombre, debilitado, cayó con la cabeza hacia delante, cortándose la mejilla con el equipaje atado a la espalda. <\/p>\n

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No se movió durante un buen rato; luego rodó sobre un costado, dio cuerda a su reloj y permaneció acostado hasta la mañana siguiente. <\/p>\n

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Amaneció otro día de niebla. No pudo encontrar las huellas de Bill. Pero, ¿qué importaba eso? Tenía demasiada hambre. <\/p>\n

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La fatiga producida por su carga se hacía insoportable. Dividió de nuevo el oro en dos partes; esta vez esparció una de ellas por el suelo. Por la tarde, tiró el resto. Se quedó únicamente con media manta, el pote de hojalata y su rifle. <\/p>\n

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Entonces empezó a sufrir alucinaciones. Duraban poco rato ya que los mordiscos del hambre le devolvían rápidamente a la realidad. Al salir de uno de sus ensueños presenció un espectáculo que le hizo desvanecerse. Delante de él había un caballo. ¡Un caballo! No podía creer lo que estaba viendo. Se frotó furiosamente los ojos para aclarar su visión y entonces vio no un caballo, sino un enorme oso pardo. El animal lo contemplaba con una belicosa curiosidad. <\/p>\n

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El hombre casi había empuñado su rifle antes de volver a la realidad; lo soltó y sacó el cuchillo de caza de la funda que colgaba de su cadera. ¡Delante de él había carne! <\/p>\n

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Su desesperado valor fue arrastrado por un gran remolino de miedo; débil como estaba, ¿qué haría si un animal le atacaba? Se irguió en toda su estatura, apretando su cuchillo, con los ojos clavados en el oso. Este, torpemente, avanzó un par de pasos, se irguió sobre sus patas traseras y profirió un gruñido. Si el hombre huía, le perseguiría. Pero el hombre no huyó; ahora estaba animado por el coraje que infunde el mismo terror. <\/p>\n

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El oso se alejó de costado gruñendo amenazas, asombrado ante aquel ser misterioso que aparecía de pie y sin temor. Pero el hombre no se movió; permaneció como una estatua hasta que el peligro hubo pasado; entonces se echó a temblar y cayó sobre el húmedo musgo. <\/p>\n

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Volvió a ponerse en marcha, presa ahora de otro temor. Quedaban los lobos; sus aullidos cruzaban la desolación y parecían tejer el propio aire en un velo amenazador, tan tangible que el hombre se sorprendió con los brazos en el aire, apartándolo lejos de sí como las paredes de una tienda derribada por el viento. <\/p>\n

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De vez en cuando, los lobos se cruzaban en su camino en grupos de dos o tres. Pero pasaban a alguna distancia. No eran suficientes en número. Además, atacaban al caribú que no se defendía , en tanto que aquel extraño animal que andaba sobre dos patas era capaz de arañar y de morder. <\/p>\n

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A última hora de la tarde se encontró unos huesos dispersos en el lugar en el que klos lobos lo habían matado: aquellos restos habían sido una hora antes un caribú lleno de vida. Contempló los huesos limpios y bruñidos. ¿Sería posible que quedara lo mismo de él antes de que terminara el día? Así era la vida. <\/p>\n

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Al cabo de poco, estaba sentado en el musgo, con un hueso en la boca, chupando los restos de vida que le conferían un color levemente sonrosado.. El agradable sabor a carne le enloqueció. Cerró las mandíbulas sobre el hueso y apretó: a veces partía el hueso, a veces sus dientes. <\/p>\n

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Siguieron días terribles de nieve y lluvia. Ya no sabía cuándo había acampado, cuándo había reemprendido la marcha; viajaba tanto de noche como de día. Reposaba cada vez que caía y se arrastraba hacia delante cada vez que la vida moribunda que había en él se reanimaba y ardía un poco más. Ya no sufría: sus nervios estaban embotados, paralizados, en tanto que su cerebro se llenaba de visiones extrañas y de deliciosos ensueños. <\/p>\n

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Siguió maquinalmente un gran río que discurría por un valle ancho y poco profundo. No vio el río ni el valle. No veía nada, aparte de sus visiones. <\/p>\n

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Al día siguiente, se despertó con la mente sana, tumbado boca arriba, junto a un peñasco. El sol brillaba claro y cálido. Pensó que aquel era un hermoso día. Con un penoso esfuerzo, rodó sobre un costado. Debajo de él discurría un río ancho y de curso lento. Le turbó no reconocerlo. Lenta, deliberadamente y sin demostrar más que un interés pasajero, siguió el curso del extraño río hasta la línea del horizonte y lo vio desembarcar en un mar resplandeciente. Permaneció completamente impasible. Aquello era muy raro. ¿Se trataba de una visión? Sin duda debía serlo. La idea se confirmó cuando vio un barco anclado en medio del resplandeciente mar. Cerró los ojos un instante y luego volvió a abrirlos. La visión persistía. Sin embargo, no podía ser. Sabía que no había mares ni barcos en el corazón del país estéril. <\/p>\n

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Oyó un gruñido detrás de él, una especie de suspiro o de tos semiahogada; rodó sobre el otro costado muy lentamente. De momento no pudo ver nada. De nuevo oyó el gruñido y la tos. Entonces vio la cabeza gris de un lobo, una silueta entre dos rocas hendidas., a menos de veinte pies de distancia. Las orejas puntiagudas no estaban tan rectas como las había visto en los otros lobos; los ojos aparecían veteados de sangre; la cabeza semejaba colgar sin voluntad. El animal parpadeaba continuamente bajo el sol y parecía estar muy enfermo. Mientras el hombre lo miraba, el lobo resopló y volvió a toser. <\/p>\n

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Aquello, al menos, era real, pensó. Se volvió para ver la realidad del mundo que la visión le había ocultado. Pero el mar continuaba allí y el barco se veía claramente. ¿Sería la realidad, después de todo? Cerró los ojos durante un buen rato. Pensó y luego comprendió. Había marchado en dirección noreste, alejándose de la cordillera Dease y adentrándose en el valle Coppermine. Aquel deslumbrante mar era el Océano Ártico; aquel era un barco ballenero que se había desviado muy al este de la desembocadura del MacKenzie y que esyaba anclado en el Golfo de la Coronación. El hombre recordó el mapa de la Compañía de Hudson, que había visto hacía mucho tiempo… Estaba ahora claro. <\/p>\n

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Intentó prepararse para lo que parecía que sería un viaje terrible hacia el barco. Sus movimientos eran lentos. Se dio cuenta de que no podía sostenerse sobre sus piernas. Finalmente se limitó a arrastrarse sobre las manos y las rodillas. Pudo calentarse un cuartillo de agua y, después de esto, comprobó que le era posible sostenerse en pie e incluso andar como podría hacerlo un moribundo. A cada instante se veía obligado a descansar. Sus pasos eran débiles e inseguros, como lo eran los del lobo enfermo que le seguía. Cuando el mar desapareció en la oscuridad de la noche, no había andado más de cuatro millas. <\/p>\n

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Durante la noche oyó la tos del lobo enfermo y de cuando en cuando los mugidos de los caribúes. El sabía que el lobo enfermo seguía los pasos del hombre enfermo con la esperanza de que el hombre sería el primero en morir. Por la mañana, al abrir los ojos, observó en efecto que el lobo le miraba con ojos ávidos y hambrientos. <\/p>\n

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Por la tarde encontró otras huellas, las de otro hombre que se había arrastrado a cuatro patas. Pensó que podía tratarse de Bill, pero lo pensó de un modo vago y desinteresado. Siguió las huellas del otro hombre y no tardó en llegar al final. Vio unos huesos recientemente descarnados en un lugar donde el musgo empapado estaba marcado por las patas de una manada de lobos. Vio una pequeña bolsa de piel de ante, hermana de la suya, que los dientes agudos habían desgarrado. La recogió, aunque su peso fuera casi excesivo para sus débiles dedos. Bill había cargado con ella hasta el fin. Ahora era él quien podía reírse de Bill. Él sobreviviría y llevaría la bolsa hasta el barco sobre el resplandeciente mar. El hombre se interrumpió bruscamente. ¿Cómo podía reírse de Bill, si aquellos huesos tan blancos, sonrosados y limpios eran el propio Bill? <\/p>\n

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Siguió su camino y llegó a una charca. Se inclinó para buscar algún pececillo, pero echó bruscamente la cabeza hacia atrás. Había visto su rostro reflejado en el agua. Eran tan terrible que su sensibilidad se despertó el tiempo suficiente como para quedar impresionada por el espectáculo. Después vio que en la charca había tres pececillos, pero eran demasiado grande para vaciarla, y después de varias tentativas inútiles para atrapar a los peces con el pote de hojalata, renunció a ello. Temía caer en la charca y ahogarse, debido a su gran debilidad. <\/p>\n

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Aquel día había disminuido en tres millas la distancia entre el barco y él. Al día siguiente, en dos, ya que ahora se arrastraba como lo había hecho Bill; al final del quinto día calculó que el barco se encontraba aún a una distancia de siete millas. <\/p>\n

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Sus rodillas estaban en carne viva, lo mismo que sus pies, y dejaba tras de sí un rastro rojizo sobre el musgo y sobre todas las piedras. Una vez, mirando hacia atrás, vio al lobo que lamía, hambriento, sus huellas ensangrentadas y comprendió cuál sería su final, a menos que pudiera dar cuenta del lobo. <\/p>\n

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Entonces empezó una tragedia feroz como nunca la hubo: un hombre enfermo que se arrastraba, un lobo enfermo que cojeaba. Dos seres arrastrando sus esqueletos moribundos, uno persiguiendo la vida del otro. <\/p>\n

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Una vez, un jadeo junto a su oído le despertó de un desvanecimiento. Al verle moverse, el lobo retrocedió, ridículo de debilidad. Pero aquello no divirtió al hombre; ni siquiera le asustó, falto de fuerzas para sentir temor. <\/p>\n

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De cualquier forma, su mente se había despejado; se tumbó en el suelo y reflexionó. El barco ya no estaba a más de cuatro millas. Pero nunca podría arrastrarse a lo largo de aquellas cuatro millas. Lo sabía y, sin embargo, estaba tranquilo. Sabía que no podía arrastrarse media milla más, y sin embargo, quería vivir. <\/p>\n

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Cerró los ojos y se quedó tumbado de espaldas, sin moverse. Podía oír, acercándose lentamente, cada vez más, la aspiración y espiración del lobo enfermo. Sin embargo, no se movió. El animal estaba junto a su rostro: la lengua áspera y reseca rascó su mejilla. El hombre echó las manos hacia delante; sus dedos se encorvaron como garras, pero se cerraron en el vacío. La paciencia del lobo era terrible; la del hombre no lo era menos. Permaneció acostado medio día, sin moverse, esperando la cosa que quería alimentarse con él y que él quería comerse. <\/p>\n

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Al salir de un sueño no percibió el aliento, pero sí la caricia áspera de la lengua subre su mano. Esperó. Los dientes apretaron suavemente. La presión aumentó. El lobo aplicaba sus últimas energías al intento de hundir los dientes en el alimento que esperaba desde hacía tanto tiempo. Pero también el hombre había esperado mucho tiempo y la mano lacerada se cerró sobre la quijada. <\/p>\n

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Lentamente, mientras el lobo luchaba sin fuerza, la otra mano libre del hombre se arrastró para apresarlo. Cinco minutos después, todo el peso del cuerpo del hombre estaba sobre el lobo, pero las manos no tenían bastante fuerza para ahogar al animal. El hombre mantenía la boca apretada contra la garganta del lobo y su boca estaba llena de pelos. Al cabo de media hora, el hombre experimentó la sensación de que algo cálido penetraba en su garganta. Una sensación poco agradable. <\/p>\n

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Más tarde, el hombre rodó sobre la espalda y se quedó dormido. <\/p>\n

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A bordo del ballenero Bedford se hallaba una expedición científica. Desde el puente, los observadores divisaron un extraño objeto sobre la playa. No pudieron precisar qué era, por lo que montaron en una lancha y desembarcaron en la playa. Vieron algo que apenas podía reconocerse como un hombre. Estaba ciego e inconsciente. Se arrastraba por el suelo como una monstruosa lombriz. La mayor parte de sus esfuerzos eran inútiles, pero persistentes. <\/p>\n

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Tres semanas más tarde, el hombre estaba tendido en una de las literas del ballenero y contaba con lágrimas lo que había sufrido. Habló de su madre, del soleado sur de California y de una casa entre naranjos y flores. <\/p>\n

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Pocos días después estaba en la mesa con los científicos y los oficiales del barco. Devoraba con los ojos la comida y contemplaba con ansiedad cómo desaparecía en la boca de los otros. Le acosaba el temor de que los víveres escasearan. Se informó acerca de las provisiones que había en la despensa y le dieron toda clase de seguridades, pero él no podía creerlo y encontró motivos para husmear en la despensa, a fin de comprobarlo con sus propios ojos. <\/p>\n

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Los tripulantes y los científicos observaron que el hombre engordaba visiblemente. Los sabios sometieron al hombre a una especie de racionamiento, pero el hombre continuaba engordando. <\/p>\n

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Los marineros ya estaban al corriente. Y cuando los sabios se dedicaron a vigilar al hombre, lo estuvieron también. Le vieron dirigirse a proa, terminado el desayuno, y acercarse a un marinero con la mano extendida, como un mendigo. El marinero sonrió y le dio un trozo de bizcocho salado. El hombre lo cogió, lo miró como un avaro mira el oro y lo ocultó en su seno. Los otros marineros, sin dejar de reírse de él, le entregaron limosnas semejantes. <\/p>\n

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Los hombres de ciencia fueron discretos y dejaron tranquilo al hombre. Pero registraron su litera en secreto. Estaba alfombrada de bizcochos. La colchoneta estaba rellena de ellos; los había en todos los huecos, en todos los rincones. <\/p>\n

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El hombre tomaba precauciones contra otra posible época de hambre. Los sabios convinieron que sanaría de aquella obsesión, cosa que ocurrió antes de que la cadena del ancla del ballenero chirriase en la bahía de San Francisco. <\/p>\n

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\"\" Quizá el cuento más famoso de Jack London, se ha convertido en un símbolo de la supervivencia y en él se encuentran todos las facetas de querer seguir vivo a como dé lugar. <\/div>\n

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