{"id":11402,"date":"2000-06-01T00:00:00","date_gmt":"2000-06-01T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11402"},"modified":"2003-04-01T00:00:00","modified_gmt":"2003-04-01T00:00:00","slug":"la_sierra_de_cuchumatanes","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/2000\/la_sierra_de_cuchumatanes\/","title":{"rendered":"LA SIERRA DE CUCHUMATANES"},"content":{"rendered":"
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Era ya de noche y el pueblo se hallaba cerca. Por lo menos se escuchaba cerca. Ladridos, sonidos de pueblo que llegaban a los oídos en ese crepúsculo largo. Pero ningún olor. Kilómetros atrás, habíamos llegado por fin a un lugar con rapadas colinas suaves y verdes por cuyo fondo corría un hilo de agua. Era el atardecer y queríamos descansar, poner las tiendas y tirarnos a preparar la comida y dormir después de la larga caminata del día. Un hombre que andaba tras de su recua nos dijo: “No es seguro que se queden ahí. Por la noche pasa la patrulla y echa bala. Mejor váyanse a la escuela. Está dando la vuelta a esa curva del camino.” <\/p>\n

Y caminamos más kilómetros de los que ya habíamos andado allá arriba en esa superficie enorme, amplia hasta el horizonte y sin un solo árbol, sólo zacatón creciendo por todos lados cuando el ganado lo dejaba crecer y con agujeros que parecían formar parte de un paisaje lunar y se sumían nadie sabe cuántos metros en la tierra. Fue una planicie de kilómetros largos y arduos por el aire helado por el aire que soplaba libre de estorbos vegetales, a más de tres mil metros de altura, en la Sierra de Cuchumatanes, Guatemala. Por el paisaje, parecía más bien una provincia de Perú: las mujeres llevaban sombreros y sólo faltaban las llamas y alpacas. Por eso había sido tan reconfortante ese paisaje de pastos ralos y agua corriendo por un cauce natural adonde las grandes manadas de ovejas y las mulas iban a beber. <\/p>\n

Pero no queríamos saber nada de balas ni de advertencias. Así que caminamos. Dimos la vuelta al camino y vimos que se extraviaba entre más curvas. Miguel nos dijo que escuchaba un altavoz. Paco lo escuchó y yo también. Por eso es que ahora seguimos caminando en busca de ese sonido, aunque poco a poco me he preguntado qué es lo que en un pueblo tienen que anunciar al anochecer sino el sueño. Han pasado kilómetros desde entonces y aunque la luz del día se acabe y nuestras piernas pidan descanso, aunque el grupo se haya dividido en dos (el más rápido delante), debemos llegar y pedir permiso para quedarnos en el pueblo y que la gente no recele de personas extrañas llegadas con la oscuridad. Después de todo, es la tierra del nahual y de las leyendas. <\/p>\n

TODOS SANTOS<\/b><\/p>\n

Un día antes, habíamos subido desde Todos Santos Cuchumatanes por una aguda pendiente llena de vegetación y con la esperanza de encontrar un paraíso allá arriba. Pero con los metros subidos, la vegetación cedió y nos encontramos con un paisaje andino donde la gente trabajaba la tierra y cultivaba papas en vez de maíz, porque éste, la materia de la que fue hecho el hombre, se “quema” por las noches. Abajo, Todos Santos parecía un valle visto desde una alta montaña, entre las nubes. ¿Dónde estaba la “tierra de la eterna primavera”? Se había quedado abajo, metida entre los preparativos para las celebraciones de la próxima Semana Santa, con los bullicios de gringos metidos en el pueblo, con los olores a pom [incienso], los rezos en pame y los trajes multicolorados de la gente de Todos Santos o de Huehuetenango. <\/p>\n

Allá abajo habíamos descansado medio día esperando que la fiebre que tenía Lalo no le hubiera mermado las fuerzas considerablemente. Una gripa aquí era un serio problema y ninguno queríamos que se fuese al apenas haber tocado la primera población. Fue una noche de cuidados. Cuando íbamos a cenar, Paco le colocó un escapulario en la frente mientras decía: “para que lo cuide mientras no estamos”, mientras Miguel decía que sería mejor que le diera los santos óleos. También abajo habíamos ido a lo que la gente llama una “pirámide” y que no era más que un conjunto de colinas en miniatura que no pasaban de los dos metros de alto. Alguien había desplumado una gallina negra ahí, junto a los restos de varias candelas de cera quemadas recientemente, mientras del otro lado de la colina olía a orines. Y se veía al pueblo con su mercado blanco y sus techos de teja y lámina. Al pie de una montaña impresionante de la cual no se podía ver el fin: las nubes la tapaban. <\/p>\n

Sí: estábamos muy alto, a más de tres mil metros de altitud. Un año antes habíamos estado apenas a pocos metros, en la Alta Verapaz y el calor hacía polvo todo lo que tomábamos. Cuchumatanes es la sierra más alta de Guatemala y hacía frío. A la mañana siguiente, la cisterna de la que nos proveíamos de agua mostraba un engrosamiento de hielo: cinco centímetros. La noche había pasado casi sin notarlo porque en cuanto oscureció totalmente, todos nos metimos a las tiendas de campaña. Allí comencé una ronda que después se haría común: visitaba a todos de tienda en tienda y platicaba con ellos. “La Visita de las Siete Casas”, le llamábamos. <\/p>\n

¿Dónde andábamos? En cualquier parte al oriente de todos Santos Cuchumatanes. Los nombres de los lugares no los entendíamos con claridad y había confusión cuando queríamos ponernos de acuerdo. Además, no llevábamos más mapa que una fotocopia de uno a escala 1:250,000 que nos servía de referencia, pero nunca como modo para orientarnos. Lalo sobrevivió a esa primera noche helada en medio de la tos y de la fiebre, ahora disminuida.<\/div>\n

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UNA PLANICIE INTERMINABLE<\/b><\/p>\n

Caminamos siempre hacia el oriente, hacia Sacapulas, único lugar identificable en la fotocopia que cada vez iba quedando más ilegible. Al principio, el caminar fue moderado pero en cuanto vimos la enorme superficie plana que se extendía a nuestros pies, caminamos más rápido con los ojos sorprendidos de no encontrar árboles. Sólo pasto y viento. Los árboles han desaparecido del todo. “Yermo” fue la palabra que me vino a la mente cuando lo vimos desde una colina.<\/p>\n

Bebimos agua y nos metimos al yermo caminando hacia oriente. Ni ovejas había allí de tan ralos que estaban los pastos. Una vez nos detuvimos a descansar y comer algo. Un hombre salió de entre unas colinas con una impresionante carga de leña a la espalda cargada con mecapal: 30 kilos. Alguien dijo: “Por eso se están acabando los árboles.” “Ajá”, y fue lo único que se dijo porque nos urgía caminar y llegar a la base de aquellos cerros al final de la planicie. Más tarde, Amílcar, un hombre que pasaba en bicicleta por uno de los amplios caminos que parecían no ser transitados, se detuvo a preguntar hacia dónde íbamos.<\/p>\n

�¡¿Sacapulas?! ¡Uuuuuu! �fue su respuesta y la expresión se nos quedó todo el viaje cuando nos decíamos que aquel punto al que íbamos estaba muy lejos.<\/p>\n

Amílcar nos mostró los atajos que debíamos seguir: llegando al pie de aquel cerro, el que se veía al final de la planicie (“si es que había un final”; “claro que lo había: él lo decía y había vivido ahí toda su vida, salvo una época en que fue a trabajar de ilegal a México en la construcción<\/i>“) debíamos seguir hacia la izquierda y bajar por el camino hasta llegar a una peña y dar vuelta a la izquierda. Ahí encontraríamos agua, que era lo más importante en este páramo de piedra caliza lleno de cavernas ocultas donde nuestros intentos de encontrar la entrada de una caverna importante se vieron todos cortados desde el principio por lodo y tierra ahí donde creíamos haber hallado una entrada diminuta.<\/p>\n

Horas después, alcanzamos la base de los cerros. Efectivamente el yermo tenía un final y dimos vuelta a la izquierda. Bajamos y hallamos todo como nos lo habían explicado. Pero no contábamos con la noticia de que la policía echara bala por puro gusto. Así que ahora caminamos de noche, con los ojos bien abiertos, en busca de los perros que se desprendan de la oscuridad para ladrarnos y mordernos. No encendemos la luz porque nos deslumbraría. Sólo abrimos los ojos hasta que tenemos que se nos escuecen de lo áspero y parpadeamos, pero sólo un momento. <\/p>\n

La llegada a la escuela fue extraña: en la oscuridad, me dirigí a la casa del juez del pueblo y pedí permiso para quedarnos mientras dos de nosotros regresaban por los demás para mostrarles el camino. Miguel se quejó. “¡Pero si tú fuiste quien nos dijo que se escuchaba el altavoz!” Le replicamos. Y él lo negó: no recordaba haberlo dicho. Al otro día, después de que aquellos que llegaran directamente a su tienda de campaña a dormir sin probar un bocado por lo cansados que estaban después de 12 horas de caminata, despertaran, descubrimos que el pueblo no tiene altavoces.<\/div>\n

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EL SALVADOR<\/b><\/p>\n

Llegamos a El Salvador como a cualquiera de los otros pueblos: rodeados de las miradas de interrogación de la gente. Porque cada vez había más gente. Ahora nos preguntaba no una persona, sino varias. Las mujeres nos e escondían, sino que mandaban a los muchachos a averiguar qué es lo que hacíamos con semejantes mochilones y en medio de la nada, ahí donde sólo los huehuetecos y la pepsi entran. <\/p>\n

Stella, Sergio y Roberto llamaba mucho la atención por su cabellera rubia. Eran “gringos” para la gente y lo sabíamos. Así que procurábamos pasar de largo por las comunidades y dejar de lado las delicias del café servido a la mesa del campesino. Queríamos avanzar mucho y rápido. Sacapulas estaba muy lejano aún y me temía que no estuviera realmente en el sitio en el que lo colocaba nuestro astroso mapa.<\/p>\n

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Así llegamos a El Salvador, tras una empinada bajada de las colinas de donde veníamos. Algunos comenzaron a quejarse de ampollas pero nada importante. Seguimos y acampamos al lado de un caserío donde habitaban sólo varias niñas pequeñas que se la pasaban todo el día cuidando su rebaño de ovejas. Sus padres habían ido a algún lado. Quizá al pueblo a comprar mercancía o a su labor, lejana. Y por supuesto, no podrían descuidar a las ovejas. Por eso estaban ahí las niñas. <\/p>\n

El paisaje había cambiado nuevamente. Parecía ya una sierra como la conocíamos. Seguía sin árboles, pero conforme disminuía nuestra altitud, había más posibilidades de encontrarlos, sobre todo en alguna cañada, por demás infrecuente. El Salvador está en una “vega” (cañada) que se dirige hacia Huehuetenango completamente libre de árboles. Verdaderamente asolador. <\/p>\n

Esa noche, en nuestro campamento en una cuenca de 200 metros de diámetro, descubrí que la mayoría tenía ampollas en los pies. Sacapulas quedaba a unos inciertos cuatro días de camino. No podrían llegar, así que cambiamos de rumbo y nos dirigimos a Aguacatán. Todo el camino era de bajada y aunque suponía un esfuerzo grande para los pies, sería el último. <\/p>\n

Por la tarde, llegábamos a un lugar caliente y árido: Chechén. Habíamos caminado, corrido, tropezado y finalmente ahí estábamos, al final de la sierra, como asomándonos de la Sierra Norte de Puebla al Valle de Tehuacán. Todavía estábamos alto, pero esta vez lleno de calor. Allá abajo se podían ver las poblaciones, el cauce de un río. El río. La bendición para quienes tienen los pies ampollados de caminar muchos kilómetros y echarse a dormir sólo de cansancio. <\/p>\n

Detrás nuestro quedaba la sierra de Cuchumatanes mientras bajábamos a Aguacatán para presenciar el Viernes Santo. <\/div>\n

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Al norte de Huehuetenango y al sur de la Alta Verapaz, la Sierra de los Cuchumatanes se eleva por encima de todos los pueblos serranos con extensas planicies parecidas a las peruanas: también ahí se cultiva y vive de la papa. Y también se padece el frío todo el año.<\/div>\n

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