{"id":11401,"date":"1999-03-15T00:00:00","date_gmt":"1999-03-15T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11401"},"modified":"2003-04-01T00:00:00","modified_gmt":"2003-04-01T00:00:00","slug":"caminata_de_las_californias","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/1999\/caminata_de_las_californias\/","title":{"rendered":"CAMINATA DE LAS CALIFORNIAS"},"content":{"rendered":"
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A TRAVÃ?S DE LA SIERRA DE LA GIGANTA<\/b><\/p>\n

Finis Terrae.<\/p>\n

Es aquí donde termina Baja California: Cabo San Lucas, considerado como su punto más austral. Es aquí donde comienza nuestra caminata. Son las siete de la mañana y estamos a un metro de donde rompen las olas. Primero de enero de 1989. Nos esperan muchos kilómetros por delante porque queremos consumar nuestro sueño de muchos años atrás: caminar a todo lo largo la península. “¿Toda? ¿Caminando? ¿Por qué?” Preguntas que menudean y no podemos acabar de explicar. ¿Aventura? Hay mucho de eso, pero nuestro objetivo no es puramente deportivo pues ya al querer recorrer toda la península a pie no pensamos hacerlo por la carretera o por un camino ya establecido. Será diferente porque tras mucho tiempo de investigación y preparación, decidimos seguir un camino nunca hollado en su totalidad: “las primeras entradas” que marcaron los exploradores jesuitas en las tres Californias” [Bitácora: enero 1, 1989].<\/i> <\/p>\n

La noche anterior Â?última del añoÂ? preguntamos si llovería. “Pues verá: puede llover mañana o dentro de un año; aquí tiene cinco años seguidos sin caer una gota de agua, así que usted dirá”. Tras 32 kilómetros, arribamos a San José del Cabo. Era nuestra primera jornada y nos sentíamos molidos… en agua, porque cayeron sobre nosotros los cinco años de agua escatimada a la tierra: llovió durante 36 horas continuas. Durante la prolongada sequía, mucha gente había perdido sus rebaños de cabras, sus cosechas y hasta sus tierras porque terminaban a la venta. ¿Quién soporta el hambre por cinco años? “Será un buen año para Baja California Sur”. <\/p>\n

Fueron cinco meses de experiencias que jamás se repetirán. Aquí sólo mencionaré los aspectos que, por una u otra razón hicieron de la Caminata por las Californias, expedición de México Desconocido<\/i> algo sumamente especial. <\/p>\n

LAS PRIMERAS ENTRADAS<\/b><\/p>\n

Una vez descubierta la California en el siglo XVI, se pretendió, como es lógico, explorarla y colonizarla. Muchos intentos se hicieron pero todos terminaban en el fracaso. Los exploradores españoles tenían ante ellos un territorio completamente desconocido, con sierras y desiertos que les dificultaban el paso, con indígenas de los que nada sabían, con una carencia de agua a la que no estaban acostumbrados. Los primeros resultados fructíferos fueron obtenidos por los jesuitas, quienes realizaban incursiones tierra adentro a partir de un punto fijo, levantaban mapas y sobre estos planos trazaban la ruta que habían seguido, a la cual le dieron la denominación de “primera entrada”, nombre que les vino a la perfección porque con frecuencia estas rutas presentaban dificultades tan arduas que no podía pensarse en ellas como una ruta definitiva. Con expediciones posteriores Â?a veces, incluso, en la misma exploraciónÂ? se hallaban mejores terrenos sobre los cuales podrían transitar las caravanas de exploradores, las recuas de mulas con alimentos, el ganado: eran los primeros caminos de las Californias, caminos que nos parecen verdaderas locuras porque ahora existe la carretera transpeninsular. <\/p>\n

Estas primeras exploraciones, las primeras que dejaron una huella tanto en la historia como en la geografía de la península más grande de nuestro país, tuvieron una secuencia en el tiempo, uno o más protagonistas, un sentido y un objetivo. Lo que ahora nos interesa es la secuencia tanto geográfica como temporal de estas primeras entradas. Las describiremos en orden temporal: <\/p>\n

1683<\/b>.
El jesuita Eusebio Francisco Kino funda la primer misión de Baja California en la Bahía de San Bruno y que llevó el mismo nombre. Precursora de Loreto (Conchó), sólo funcionó durante unos meses y sus restos pueden verse a la orilla del mar tapadas de vegetación. <\/p>\n

1684-1685<\/b>.
A partir de la misión de San Bruno, el padre Kino y el almirante Isidro de Atondo y Antillón realizan el primer cruce de la península desde Mar de Cortés �entonces llamado Mar Bermejo� hasta la Mar del Sur. Pasan por donde estarán fundadas las misiones de Comondú (el Viejo porque después fue trasladada a su actual sitio) y La Purísima y regresan a San Bruno. <\/p>\n

1697-1717<\/b>.
Durante veinte años se explora sistemáticamente al poniente por la ruta que recorrieran Kino y Atondo y se fundan las misiones de Comondú, La Purísima y Mulegé. <\/p>\n

1718<\/b>.
El P. José María Píccolo llega desde la misión de Mulegé hasta el lugar que detuvo durante muchos años los esfuerzos exploradores de los jesuitas: San Ignacio. Esta misión fue la última frontera durante muchos años. <\/p>\n

1720<\/b>.
Clemente Guillén, jesuita mexicano, realiza el primer viaje por tierra desde la misión de Ligüi hasta la Bahía de la Paz, para lo que tiene que cruzar en dos ocasiones la Sierra de la Giganta y pasar por donde fue fundada la misión de Dolores (Apaté). <\/p>\n

1721<\/b>.
El padre Nápoli llega al Cabo San Lucas (Yenecamú) desde la misión de La Paz (Airapí) pasando el actual San José del Cabo (Añuití). <\/p>\n

1751<\/b>.
Fernando Consag, infatigable y destacado explorador jesuita, cruza el Desierto Central y llega al paralelo 30. El diario de esta exploración se ha perdido y sólo se sabe aproximadamente su itinerario por las notas de Wenceslao Link. Fue él quien comenzó a trasladar la última frontera cada vez más al norte. <\/p>\n

1753<\/b>.
Consag llega a la bahía de San Luis Gonzaga en lo que fue su última exploración. <\/p>\n

1766<\/b>.
El jesuita Wenceslao Link, en un intento por alcanzar la desembocadura del Río colorado, llega a unos kilómetros al norte de la actual bahía de San Felipe, a unos 160 kilómetros al sur de Mexicali. Esta importante exploración decidió el curso de las siguientes pues se evitaría el tórrido Desierto de San Felipe y la abrupta sierra de San Pedro Mártir. <\/p>\n

1769<\/b>.
El Comandante Fernando Rivera y Moncada y el franciscano Juan Crespí llegan a la bahía de San Diego en una expedición de gigantescas proporciones que precede un mes a Junípero Serra. <\/div>\n

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EL CAMINO PERDIDO<\/b><\/p>\n

Tres días caminando hacia el norte nos dejaron en Las Animas, a la mitad de la distancia de la enorme bahía de La Paz. Frente a nosotros se extendía una muralla rocosa de proporciones gigantescas a través de la cual debíamos cruzar la Sierra de la Giganta porque así lo había hecho el padre Clemente Guillén en 1720. Pero… ¿cómo? Todo era vertical. Habíamos platicado con don Guillermo Almaraz, un anciano conocedor de toda la zona y nos explicaba que por donde queríamos pasar no existía vereda alguna. Sin embargo… el diario de Guillén Â?que habíamos leído varias vecesÂ? mencionaba el paso de mulas. Lo volvimos a leer. No había lugar a dudas: debía ser por ahí; esa pared había sido el itinerario de su primera entrada. El mismo don Guillermo nos mandó con Rafael Amador y éste nos mencionó que sí había un paso: el “Testerazo de las Animas”, un camino para borrego cimarrón que se delineaba apenas por entre las rocas, pero solamente cuando se estaba junto a él. <\/p>\n

Al otro día, subíamos por el arroyo hasta donde comienza la montaña. Rafael era nuestro guía y era difícil seguirle el paso tanto por lo empinado del terreno como por el peso de las mochilas. “Yo puedo subir corriendo, pero si los dejo solos, ¿qué hacen?”. Apenas lo había dicho, se arrepintió de ello. Era una falta de modestia; lo sabía y se puso colorado Â?era de tez blancaÂ? por su error. Pero era cierto. Cuando llegó el momento de dejarnos, lo vimos bajar con una velocidad impresionante, saltando de roca en roca y sin atender apenas la rapidez que daba a sus piernas, saltaba de roca en roca y sus huaraches se adherían al piso en la vertiginosa carrera por alcanzar el fondo. Entonces recordé un detalle de su plática: “Al borrego cimarrón lo alcanzo y lo derribo en plano. Pero si toma la pendiente, nadie lo alcanza. Ni el lión.” <\/p>\n

EL TESTERAZO DE LAS ANIMAS<\/b><\/p>\n

Lo que teníamos por delante era un estrecho pasillo de apenas un metro de ancho. Ahí se le habían desbarrancado algunas mulas a Guillén y no supimos antes de ahora el porqué. Era la primera vez en la expedición que nos alejábamos de caminos transitados. Pero, ¿era éste el verdadero camino por donde había pasado el explorador jesuita? Muchos derrumbes han ocurrido en esas paredes desde entonces, uno de ellos tapó la Cuesta de Federico, un camino que el hombre hizo a fuerza de brazos para bajar el palo blanco con que curte las pieles. El camino exacto tal vez no, pero la ruta general sí que lo era: estaba ahí el manantial en el que habían bebido hacia la una de la tarde, después de haber bajado por la montaña. Desde entonces, el camino no volvió a ser recorrido. Era una vereda perdida… una primera entrada. <\/p>\n

Alfonso Cardona, nuestro compañero de apoyo, nos acompañó un tramo bastante largo para realizar una grabación de nuestro ascenso. Desde arriba lo veíamos empequeñecer conforme subíamos y el terreno era cada vez más aéreo, más espectacular, más del noroeste de México: espacios abiertos hasta el infinito donde la mirada no tiene más barreras que su propio alcance. Ahí se comprende mejor que cada quien tiene un mundo no más grande que lo que alcanzan a recortar sus ojos. <\/p>\n

En la parte superior de la sierra todo era diferente: si en el lado de la costa el terreno era árido, ahí era una coraza de espinas y ramas que dificultaban el avance. Caminamos hasta el atardecer, hasta que la luz nos lo permitió. En realidad no habíamos tenido un solo problema técnico desde nuestra salida de Cabo San Lucas y nos pudimos dar el lujo de ese derroche de energía. Al día siguiente lo resentimos: el sol, por primera ocasión durante el año Â?y era ya 23 de eneroÂ?, nos hizo callar mientras caminamos; el diálogo que habíamos sostenido desde el inicio se convirtió, por obra del calor y el esfuerzo, en plática interna con nuestro propio yo. Así tendríamos muchos días, muchas conversaciones que nos llevarían a… ¿dónde? <\/p>\n

MISION DE LOS DOLORES<\/b><\/p>\n

Del lado occidental de la sierra, habíamos seguido el Camino Real hasta llegar a un caserío llamado Primera Agua. A partir de ahí, el camino era, nuevamente, difícil de encontrar porque ya no se usa mucho. Tardamos todo un día en cruzar una zona llena de cerros, cañadas y espinas para llegar a los Llanos de Kakiwí, donde los “llaneros”, como se nombran a sí mismos un tanto en broma, nos recibieron con mucha cortesía. Nos esperaban y eso era una sorpresa para nosotros, pero ellos estaban informados de nuestro viaje. “Nos dijeron que iban a pasar y que no nos espantáramos ni pensáramos que venían en mala forma. Aquí nos tienen para cuando gusten. Esta es su casa y pueden regresar cuando quieran”. “Nos regalaron con un desayuno exquisito: machaca de pescado y frijoles con sus respectivas tortillas de harina y el indispensable café. ¡Con qué pocas cosas puede el hombre ser feliz!” [Bitácora: enero 29 de 1989]. ¿Regresar? Pero… ¿quién se quería marchar? <\/p>\n

Al otro día, don Porfirio Amador Higuera, uno de los llaneros, nos llevó hasta Los Burros, un caserío de pescadores en el que viven once familias. “Lo sabemos con exactitud porque cantamos once mañanitas el 10 de mayo pasado”. Hasta la misión de Los Dolores Â?muchas veces confundida en los mapas como Los BurrosÂ? nos acompañó Lucio Romero. La añeja misión fue abandonada y después rehabilitada como hacienda, por lo que pueden verse algunas construcciones y una gran bodega con una reja de acero que servía de cava, pues se producía mucha uva, y que ahora es utilizada para almacenar cebollas y otros productos que cosecha la gente. Estando en la misión, toda rodeada de riscos y peñas verticales y, sobre todo, conociendo ya la ruta que había seguido Guillén, se nos hizo del todo obvia: debía ser por ahí y por ninguna otra parte. Habíamos vuelto a recorrer un camino completamente olvidado. Lo que faltaba de camino hasta Loreto era prácticamente por la costa, impresionante por su magnitud, por su soledad, por sus pescadores. Loreto, el objetivo final de la segunda etapa de la caminata, lo alcanzamos el 5 de febrero. <\/div>\n

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COMONDU VIEJO<\/b><\/p>\n

El 20 de febrero habíamos regresado a La Purísima, luego de llegar caminando a la costa del Pacífico, a la desembocadura del único río, digno de tal nombre, en toda la península. Habíamos seguido el camino que Isidro Atondo y Antillón, junto con el conocido jesuita Eusebio Francisco Kino, realizaron en 1684-1685. Aunque, a decir verdad, no lo hicimos por completo porque faltaba por ubicar un punto extremadamente importante: la antigua misión de Comondú o Comondú Viejo, como se ha dado en llamarla para distinguirla de su sucesora. Seguimos el camino que había sido trazado por investigadores anteriores y sólo comprendimos el error al releer por enésima ocasión el diario de Atondo. <\/p>\n

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Comondú Viejo es un paraje donde sólo hay un rancho y los restos de la misión son utilizados actualmente como chiquero, un triste destino para tan gran esfuerzo del siglo XVIII. Pero nadie conocía la ubicación de este lugar y nos costó todo un día dar con él, pues le llaman ahora de otro modo. Ahí conocimos a don Leopoldo Perpuli, una persona mayor, pero de ninguna manera anciano porque todo él irradiaba juventud y fue la única persona que conocía bien la historia de Baja California. Lejos, en una casa donde no hay energía eléctrica y donde se tiene que trabajar de sol a sol, había aprendido la historia de su tierra, había adquirido poco a poco una pequeña biblioteca y era quien más comprendía lo que hacíamos. Con él nos transportamos al pasado cuando vimos una cuera y todas las “armas” (aperos) que usan los vaqueros de la Baja California Sur, instrumentos de utilización cotidiana que ya se creían parte de la historia irrecuperable. <\/p>\n

EL RIO<\/b><\/p>\n

El 16 llegamos a Cuba. “Sí: Cuba. Es un poblado pequeño de casas construidas con paredes de petates y techos de palma porque el lugar es sumamente árido. De esa aridez y calor se baja una pendiente suave y en cosa de 30 ó 40 metros nos vimos rodeados de palmeras, naranjos y todo tipo de árboles frutales. ¡Una verdadera maravilla! A un lado está el río, cada vez más ancho y profundo” y unos kilómetros después arribamos a La Purísima. Lo que primero buscamos fue, por supuesto, la misión, pero lo que de ella queda es sólo el recuerdo, pues en el lugar donde debía estar, hay ahora una refaccionaria automotriz. Nos mencionaron que los dueños del negocio hicieron pasar máquinas para destruir lo poco que quedaba de la misión y sólo se pueden ver un par de tumbas muy antiguas que parecen más un monumento a lo que fue el lugar. ¿Cuánto tiempo sobrevivirán? Una mujer salió a platicar con nosotros acerca de las tumbas y de la importancia que la misión tenía para el lugar, pero alguien dentro de su casa le gritaba para que se metiera y no siguiera dándonos informes. <\/p>\n

Para no faltar a la costumbre de un explorador que recorre tierras que no les son propicias y sin un objetivo claro para las personas del lugar, nos confundían con “gringos”, fayuqueros o buscadores de tesoros. En La Purísima, Carlos Lazcano se dio el placer de hacer creer a un señor que buscábamos tesoros. Por supuesto, se trataba de alguien que “conocía” muy bien los lugares donde estaban los entierros, que sabía de personas que se habían vuelto ricas por sacar “apenas un poco” y que sólo esperaba nuestra participación para llevarnos al lugar y compartir las fabulosas riquezas “como no se han visto antes en el mundo”. La única condición era, por supuesto, tener una buena máquina para buscar los tesoros. En La Purísima hay una formación a la que denominan Los Siete Tesoros y se cuenta que en ellos hay o hubo riquezas inconmensurables. <\/p>\n

Lo más imponente de este lugar es el río, que llega a tener más de cien metros de anchura en la Poza del Cantil, un verdadero paraíso en esta tierra de calor. “Como a las 11:00 fuimos a desayunar a la Poza, un lugar precioso al que se llega siguiendo una vereda; se trata de una gran roca que recibe los rayos del sol todo el día y que sirve de plataforma para echarse un buen clavado. Para desgracia de los muchachos, ellos no se metieron y sólo me vieron nadar a mis anchas y en traje de rana. El agua estaba fría pero el calor lo ameritaba, así que nadé cosa de media hora, me bañé y luego salí a lavar trastes, mi participación en la comida.” <\/p>\n

A partir de La Purísima iniciamos, los tres, nuestro primer viaje juntos. Hasta el momento Alfonso había manejado nuestro vehículo la mayor parte del tiempo; cuando el terreno no significaba gran dificultad para el chofer, conducía yo. Era Carlos Lazcano quien habría de caminar toda la península y más allá aún: hasta la misión de San Diego de Alcalá. Así que era la primera ocasión que caminábamos los tres juntos. Nuestro objetivo era “la mar del sur”, el Pacífico, el océano que alcanzaron Atondo y Kino en 1685 en el primer recorrido transversal de la península. <\/p>\n

LA BOCANA<\/b><\/p>\n

Durante un par de días seguimos el curso del arroyo (le llaman así a cualquier curso de agua, lleve o no el vital líquido) y alcanzamos el rancho San Gregorio, último punto habitado antes del mar. Pero sólo tomamos agua e informes y seguimos hacia la costa. Bordeamos todo el estero y, al mediodía, tocamos las aguas del Pacífico. Ahí, entre agua salada y dulce, está la Bocana, un pueblo de pescadores digno de verse porque subsiste pese a no tener agua potable y si lo hace es porque “exporta” lo pescado a Ciudad Constitución. Pero la vida ahí no es fácil, uno puede percatarse de ello al estar ahí media hora tan sólo. Alfonso, amante de pescados y mariscos, consiguió un par de peces fritos que rompieron nuestra monótona dieta de comida deshidratada. Pero lo importante era que ya habíamos cruzado Baja California. Habíamos hecho una aportación importante al establecer la ruta original de Atondo y Kino sin los errores que los investigadores habían colocado en numerosos estudios. <\/div>\n

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EL VOLCAN DE LAS VIRGENES<\/b><\/p>\n

El 3 de marzo llegamos a San Ignacio, aquella misión que los mismos jesuitas consideraron “frontera” durante mucho tiempo porque al norte se extendía el árido Desierto Central, el lugar donde no hay agua y donde todo aquello que tiene líquido es exprimido hasta deshidratarse. Pero junto a San Ignacio está el volcán más alto de toda la península: Las Tres Vírgenes. A un ranchero le habíamos preguntado si había un camino para ascender. “Sí; yo subí una vez hasta arriba porque todas mis chivas se treparon al monte y a’i voy a bajarlas”. El dato quedó en mi mente hasta que decidí ascender el volcán durante uno de los días que tomamos de descanso en San Ignacio. <\/p>\n

Cuando atravesé el larguísimo pie de monte del volcán quedé completamente espinado por la falta de vereda y la abundancia de defensas vegetales. Pero, finalmente, hallé una senda que me adelantó hasta un pequeño puerto. Ahí me desvié hacia el volcán, pues había ido ascendiendo entre el volcán El Azufre y el de Las Tres Vírgenes. Fui a dar a un extenso campo de lava en el cual se debe andar con mucho cuidado porque un tropezón ahí significa con toda seguridad una fractura. En la antecumbre, la vegetación se hizo más densa y me dificultaba el paso al grado de avanzar 10 metros por minuto. Ahí, mi pulso ascendió a 190 por minuto. Estaba cansado. […] A las 15:00 horas llegué a la cima. Esperaba el cráter típico de un volcán pero me encontré con que lo que había sido un cráter se había destruido y sólo quedaban dos cumbres; en la principal había una cruz en la que se leía: “Volcán de las Tres Vírgenes. 1994 m. En memoria de los heroicos mineros de Santa Rosalía.” Sólo me faltaba el regreso y por eso me desesperó no poder hallar el camino que había abierto de subida. Más abajo me di cuenta que la noche vendría antes de que llegara al vehículo. Podía vivaquear pero de cualquier forma trataría de llegar.<\/i> <\/p>\n

Con el atardecer vinieron las infinitas tonalidades del crepúsculo y en un descanso Â?había guardado la cámaraÂ? nos encontramos frente a frente un borrego cimarrón y yo, a menos de cinco metros. Ambos nos sorprendimos y él salió huyendo. Yo me quedé quieto y maravillado por mucho tiempo. Caminé mucho tiempo de noche y finalmente localicé el vehículo. Al hotel donde descansaban mis compañeros llegué a las 12:20 de la noche. Mi aspecto era desastroso porque estaba todo rayado y el rompevientos estaba totalmente desgarrado, pero en esos momentos era el hombre más rico del mundo: un borrego cimarrón que no había podido olfatearme Â?porque el aire estaba a mi favorÂ? era algo que bien valía la pena todo el cansancio que llevaba. No se trataba de ascender sólo para buscar paisajes hermosos, sino de todo un reencuentro con la naturaleza. ¿Había valido la pena subir durante un día de descanso? ¡Por supesto! ¿qué más podía pedir?” [Bitácora: marzo 6, 1989]. <\/i><\/p>\n

Estábamos contentos porque todo estaba saliendo bien. Nos quedaba todavía bastante tiempo por caminar, muchas experiencias que obtener (quizá la más difícil sería el Desierto Central), pero, estábamos seguros, llegaríamos a nuestro objetivo si seguíamos trabajando como lo habíamos hecho hasta entonces: juntos. <\/div>\n

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LA ULTIMA FRONTERA<\/b><\/p>\n

Caminar.<\/p>\n

Caminar y caminar. Parecía que bajo ese tórrido sol una pierna tuviera que pedir permiso a la otra para poder continuar la marcha. Estábamos penetrando en la zona mas árida de Baja California: el Desierto Central. Aunque bastante retirado de lo que es el extremoso Desierto del Vizcaíno, aquel donde el sol produce millones de toneladas de sal en las salinas naturales de Guerrero Negro, el calor era muy elevado en esas “regiones alejadas de la mano de Dios”. Treinta, cuarenta grados. No se trataba de una cifra más. Ese era calor, un calor verdadero con el que tendríamos que vivir todo el tiempo que nos llevara atravesar este desierto. Esto afrontaron los exploradores jesuitas del siglo XVIII al querer trasponer lo que ellos mismos denominaron “la última frontera”: una tierra áspera, seca, con aullidos de silencio envolviendo cada centímetro de este páramo donde se puede escuchar caer el sol sobre las incontables rocas sobre las que andamos. <\/p>\n

EL CAMINO REAL<\/b><\/p>\n

En San Ignacio comenzamos a andar por el increíble Camino Real: miles, cientos de millares de rocas calcinadas por el sol fueron movidas de su sitio original para dejar una vereda limpia por la que pudieran transitar los burros, bestias conducidas por el hombre a lugares donde jamás se habrían metido solas. Todo fue hecho a mano. Ya nadie lo transita porque existen brechas y carreteras de terracería en buenas, regulares o malas condiciones, ¡no importa! El camino por el que andábamos entonces tardó muchos años en construirse y rompió la “ultima frontera” de esos exploradores infatigables en su avance al norte de una península que desconocía el mundo europeo. Hoy está cubierto de matorrales, a veces borrado, pero siempre magnífico. <\/p>\n

La primera impresión es de soledad. Nada hay en muchos kilómetros a la redonda. Nada, sólo viento, plantas espinosas erizadas al sol y auras que esperan de cada animal escondido en la sombra su próximo alimento. Y sin embargo, andábamos sobre una vereda construida por el hombre hace cientos de años. ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo? ¿Es que fue tan importante? Sí, lo fue. <\/p>\n

Muchas jornadas después de haber comenzado a caminar por esa senda increíble, donde cada día me preguntaba el porqué de su existencia, acabé por abandonar el problema al viento. El calor se vino sobre nosotros. Nos levantábamos a las cuatro de la mañana para comenzar a caminar. Paso tras paso, veíamos palidecer las estrellas en el firmamento hasta que el sol saltaba por sobre el mar y las colinas para caernos encima y arrancarnos las largas sombras que poco a poco (demasiado aprisa para nuestro gusto) se empequeñecían para demostrar que en el desierto sólo el astro rey podía ser grande en un país de sombras cortas. Salto temible. <\/p>\n

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Entonces nos ocultábamos en la sombra más próxima y esperábamos que su poder disminuyera. Un par de veces fue desesperadamente ridícula: alrededor de una pitahaya, los tres nos alineamos y fuimos girando conforme el sol ganaba terreno. Era gracioso. Parecíamos manecillas de reloj: la hora, los minutos, los segundos… Una de esas madrugadas el viento era muy fuerte y no podíamos caminar bien. Durante un alto que obligatoriamente teníamos que hacer, fijé mi atención en unas hormigas que, como si el torbellino que a todos nos envolvía no les hiciera nada, andaban ya con su carga rumbo a un hormiguero desconocido. (“Si a nosotros nos derriba casi, ¿porqué a ellas no?”). <\/p>\n

Descubrí entonces algo que me dejó sorprendido: en el suelo de gruesa y compacta arena, habían construido una especie de canal de dos centímetros de profundidad por dos de ancho en el que podían moverse sin dificultad alguna. Su pequeño gran camino se extendía por cientos de metros, se ramificaba, se volvía a unir. Era una labor de titanes. Los misioneros e indígenas que construyeron el Camino Real que seguíamos eran igualmente grandiosos. Todo un monumento a la tenacidad del hombre. <\/p>\n

Entonces entendí.<\/div>\n

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EL LLANO DE SAN GREGORIO<\/b><\/p>\n

Habíamos pasado ya casi tres meses en Baja California Sur y aunque sabíamos que teníamos en nuestro haber más de la mitad del recorrido Â?ya la habíamos atravesado a lo anchoÂ?, sentíamos la necesidad psicológica de estar ya en la mitad norte de la península. En Santa Marta, al pie de la Sierra de San Francisco, que mantiene escondidas en sus barrancas innumerables pinturas rupestres, encontramos un problema serio: hacia el norte se extendía el Llano de San Gregorio y, muchos kilómetros después, se hallaba la misión de Santa Gertrudis, apenas a ocho kilómetros del paralelo 28. Pero esa extensa zona no tenía un solo abrevadero; nadie vivía ahí. “No se metan ahí solos, lleven un guía”, nos recomendaron los habitantes de Santa Marta. Pero nadie conocía bien esa zona, excepto don Bonifacio Arce. <\/p>\n

Cuando éste se vio un poco más libre de sus compromisos, el amanecer de cuatro días después nos sorprendió caminando delante de dos burros y don Bonifacio montado en su mula. El llano es enorme. Nada hay ahí que denote vida, al menos no como estamos acostumbrados a notarla. Ahí el silencio era profundo. Ahí experimenté algo muy curioso: el zumbido que venía escuchando desde enero �el que todos escuchamos cuando nos quedamos en un lugar solitario y sin ruido� desapareció. Así nomás, de repente. Entonces comenzó el silencio a tener voz. Escuchaba aleteos, cantos de aves, carreras de liebres, cada pisada de las mulas, de nosotros mismos, el roce de la ropa. Sorprendido por la agudeza de mi oído, dudé. Mas todo era como lo percibían mis oídos y con el paso de los días acabé disfrutando cada descubrimiento auditivo. <\/p>\n

Tras todo un día de camino, dormimos al pie de un cerro pedregoso, como todos los demás. Bonifacio nos contaba del pueblo, de su familia, de su vida mientras cenábamos alrededor de una fogata; vida de ranchero sudcaliforniano. ¡Qué poco se necesita para ser feliz! <\/p>\n

Al otro día subimos por “El Culebreado”, el mismo Camino Real que, precisamente en ese cerro bajo el cual habíamos acampado, tomaba una forma tan enredada que parecía laberinto. En lugares completamente expuestos, los constructores habían puesto auténticos muros para que el camino siempre fuera transitable. Todavía lo es. <\/p>\n

Recordé a las hormigas. <\/p>\n

Dos días después llegamos a la misión de Santa Gertrudis. Nos recibieron varios amigos que habían hecho el largo viaje desde Ensenada para visitarnos. ¡Amigos!… ¡Cuán lejos resultaba el hogar, la familia! Durante tres meses nos habíamos dedicado a vivir exclusivamente como aquellos exploradores del siglo XVIII. A nuestros amigos, una parte de nosotros mismos, platicamos del pequeño monumento que construimos en el sitio donde el paralelo 28 Â?la división entre los dos estados bajacalifornianosÂ? cruzaba el Camino Real. <\/p>\n

Así, Santa Gertrudis pasó a ser un punto especialmente importante para nosotros. El retorno emocional al desierto sería duro, pero había valido la pena.<\/p>\n

EL PARÃ?ISO<\/b><\/p>\n

Al norte de Santa Gertrudis se extiende un espacio terriblemente vacío. Estábamos ya acostumbrados al encuentro casi cotidiano con los habitantes de la península y ahora nos sentíamos en medio de la nada. Teníamos tres días caminando al norte, siempre al norte, rumbo a la misión de San Borja, y no habíamos hallado una sola persona. Casas abandonadas, agua escasa, chacuacos, que emprendían el vuelo apenas nos acercábamos, y viento. Era una sensación de vacío esa de caminar sin gente, sin ruido casi, limitándonos en el agua Â?a veces, siguiendo a las aves o escuchando su canto, podíamos encontrar el precioso líquidoÂ?, protegiéndonos por las noches en fascinantes cuevas diminutas donde sólo cabíamos los dos Â?Alfonso nos esperaba en San BorjaÂ? o en los esqueletos de los “ranchos” usados una vez al año, cuando se reúnen a “vaquerear” 30 ó 40 rancheros. Entonces sería casi una ciudad, pero por el momento no comprendíamos cómo esos lugares podían albergar tantas personas. En cada sitio hallábamos el típico calentón y algún otro trasto; a veces, herraduras nuevas, signo de que regresarían este año. <\/p>\n

De repente, la tierra se abrió ante nosotros de una manera abrupta: era el cañón El Paráiso, con acento en la a. Así le llaman los rancheros. Abajo Â?¿cuántos metros tendría de profundidad?Â? se veía un hilo que dejaba sembrado el verdor junto a él. La sed nos atosigaba; por eso nos preocupaba descender. “No hay bajada de este lado”, nos habían dicho, pero teníamos que encontrarla porque del otro lado se delineaba muy bien el camino real trazado hace cientos de años. Pero, primero, accionamos nuestras cámaras para tomar unas fotos. <\/p>\n

Fue precisamente en una de las tomas que hallamos una vía a través del muro rocoso, una ruta que tardamos en recorrer un par de horas �!y eran apenas 200 metros!� pero que nos evitaba un rodeo de todo un día. Con las mochilas en la espalda, sin soltarnos de la roca, rompíamos ramas y arbustos secos que nos detenían. Cuando bajamos toda la pared, sólo nos faltó caminar �y parecía que corriéramos� un poco para llegar al fondo. El Paráiso es un edén hecho realidad gracias al agua que tiñe de verde los monótonos tonos de gris y café que habíamos atravesado los últimos días. <\/p>\n

Los momentos en que habíamos salido de la rutina visual eran los crepúsculos: si había algunas nubes, el cielo se teñía de la sangre de las pitahayas; si estaba claro, el azul deslumbrante se tornaba lentamente más profundo, hasta que las estrellas salpicaban la noche. Era un verdadero descanso volver a reposar la mirada en el verde vivo y en el espejo del agua; pero lo mejor era beber sin restricciones. <\/p>\n

Comimos en el rancho abandonado, donde había “de todo: manteca, cebolla, varios kilos de sal, cuchillos y sartenes”. Mientras preparaba el desayuno, Carlos se esfumaba; ese había sido el trato para que ambos descansáramos de preparar la comida una vez al día. “Esto me sirvió para comprobar que las aves van a beber en la mañana y la tarde. Me sentía muy bien rodeado de pajarillos de todos colores que me miraban desde el mezquite casi preguntándose cómo soportaba el humo. Y como por acuerdo entre nosotros, nunca les tomé una fotografía”. Era un paraíso que no debía ser perturbado. <\/div>\n

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CALOR HUMANO<\/b><\/p>\n

Bruma. Sólo bruma y nada más; después, el sol ribeteaba sus bordes para asombro nuestro. Fantasmal, recién parida por la tierra que pisábamos, aparecían labradas una roca tras otra. La cantera inverosímil que delineaba una estructura: rocas bien ordenadas hacían un verdadero monumento que surgía ante nuestros ojos: la misión de San Borja. Habíamos llegado por la noche, caminando bajo la luz de las estrellas, y no nos habíamos percatado de la grandiosidad de la misión. Hay quienes dicen que San Javier es la misión más hermosa de toda la península; para mí, San Borja no tiene igual. <\/p>\n

Sus habitantes nos entregaron víveres y correspondencia que algunos amigos de Ensenada les habían dejado para nosotros desde hacía más de una semana. Todo para alimentar para el hambre física y moral. Antes de dormir, navegamos otros mares que no eran los nuestros con personas que no éramos nosotros y un poco al margen de nosotros mismos. Al amanecer recuperé mi capacidad de asombro: piedra sobre piedra en una sucesión interminable, los misioneros habían levantado una construcción impresionante en medio de una tierra tan pelada de gente que volvíamos a sentirnos empequeñecidos ante tan monumental obra. La pila de bautismo, la escalinata de caracol, el coro, el púlpito… todo era de roca, como el exterior de eso tan intangible… <\/p>\n

“Era un muchacho de apenas nueve años y en un par de horas éramos grandes amigos. Nos bañamos en la poza de aguas tibias y sulfurosas, cortamos alfalfa para los becerros, corrimos, comimos Â?¡cómo se maravillaba de la sopa instantánea!Â?, reímos…” En la lejana Sierra de San Francisco me sucedió algo similar. Estábamos visitando la importante zona de pinturas rupestres de la Sierra de San Francisco y teníamos un par de guías que conducían los burros mientras nosotros nos dedicábamos a tomar fotografías montados en nuestras respectivas mulas. Oscar Arce, el más joven (tenía 19 años), cantaba o platicábamos con él. Descubrimos que ambos cumplíamos años el mismo día. Tres jornadas después, al subir el empinado Cañón de Santa Teresa, me dijo con el tono más solemne que tenía: “¿Sabe ‘migo? Cuando m’case y tenga m’primer hijo, le voyponer su nombre y usté vaser mi compadre porque l’voyscribir paque venga a conocer a su tocayo”. Me quedé sin habla. El compadrazgo es una relación sagrada para ellos y ese pequeño monólogo Â?sólo acerté a decir “Si, cuando se case.”Â? me honraba. Por supuesto, no dejamos de nombrarnos compadres en adelante. <\/p>\n

Esa estrecha relación volvió a surgir en San Borja, un lugar donde apenas hay siete habitantes, dos de ellos de más de sesenta años, frente a la espléndida misión tallada en cantera (¡caramba, si parecía una sola roca!). Pero no era un sitio frío: había calor humano. Estábamos lejos de cualquier sitio pero ahí podíamos contar con verdaderos amigos. <\/p>\n

OTRO EDEN<\/b><\/p>\n

En tres meses y medio que llevábamos caminando desde Cabo San Lucas, nos vimos enfrentados a diversos problemas que teníamos que resolver de inmediato. Al salir de San Borja me encontré con uno que antes ni había pensado. Atravesábamos entonces el Cañón “El Principio” y para romper el silencio en el que caminábamos, dije en voz alta: “Todo lo que hemos pasado y apenas estamos en el principio”. Carlos rió, pero yo me vi envuelto en un torbellino de lugares, rostros, comidas y hambres, sed y baños… Era una espiral absorbente que me regresaba a cada momento a Cabo San Lucas y me regresaba instantáneamente al sitio donde seguía caminando. Una y otra vez. Era la historia interminable, una pesadilla que terminó al caer el día. <\/p>\n

Fue entonces que se nos vino encima el calor. En la anotación del 8 de abril, escribí en mi bitácora: “Por la mañana la temperatura el tal que uno bien puede andar desnudo sin sentir apenas frío (¿frío?, ¿acaso existe?) […] En ocasiones el viento sopla y, si tiene uno suerte, el viento es refrescante, pero con más frecuencia es tan caliente que parece una bofetada enorme y deshidratante. ¿Bañarse? ¡Cómo añoramos hacerlo! Pero está prohibido porque cualquier gota de agua es para beber. <\/p>\n

Anoche, mientras cenábamos, se acercó un pequeño ratón canguro, un pequeño animal del desierto que nunca bebe agua. Primero se paseó alrededor, después hacía viajes al centro de nuestro «comedor» por entre nuestras piernas y terminó hurtando pedazos de tortilla. En un rato teníamos a varios de ellos haciendo de las suyas. El cielo nocturno también tiene lo suyo: la luna está en creciente y la hemos seguido con binoculares; al atardecer baja hacia el horizonte lentamente y se vuelve rojiza, como el sol. Y el silencio… es exquisito, grandioso. Hay un momento en el crepúsculo vespertino en que cualquier sonido se apaga. Incluso el viento. A la izquierda del centro de la nada no llega sonido alguno y hay una sensación de pesadez en los oídos que parece quitar el aliento.<\/i> <\/p>\n

Días después, entrábamos al Cañón de Santa María, en busca de la misión jesuítica más septentrional de la península y nos topamos con otro Edén: la arena que habíamos ido pisando se convirtió gradualmente en roca y sobre la roca corría el agua, pero no cenagosa, como la que ya habíamos tomado varias veces, sino cristalina; a poco, apareció una poza, luego otra y otra. Cada vez eran más grandes. “En esta sí nos bañamos” “No, mejor más arriba”. Fuimos ganando altura hasta que el cañón se volvió vertical y no pudimos pasar. Pero no nos importó mucho Â?ya después pensaríamos cómo subir por ahíÂ? porque junto teníamos una poza de cincuenta metros de largo. Nuestro descanso no fue ese día una siesta, sino un sublime chapuzón de casi una hora donde dejamos la mugre de diecisiete días. Un récord que nunca quisimos establecer. <\/p>\n

De la misión sólo quedaban ruinas y junto a ellas desayunamos. La misión de Santa María fue muy importante en su tiempo y para nosotros representó un símbolo: en una tierra completamente estéril, difícil, los exploradores jesuitas habían roto el mito de “La Ultima Frontera” porque no se detenían ante nada. Después de todo, ¿qué eran unos años para ellos? Sólo se requería paciencia y mucho esmero. Estábamos cerca de Cataviñá y la onda cálida iba en descenso. Entonces pensamos en nuestra siguiente meta. Tendríamos vivencias diferentes entonces, pero lo más importante: irremediablemente, nos acercábamos a la frontera y, por lo tanto, al fin. Por el momento, lo que teníamos en mente era la Sierra de San Pedro Mártir, adonde nos dirigíamos.<\/div>\n

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UNA NUEVA FRONTERA<\/b><\/p>\n

Llegamos a vivir por etapas, disfrutando de cada momento porque, si hemos de decir la verdad, hubiéramos fracasado desde el inicio de haber pensado siempre en el objetivo final, increíblemente lejano. Al menos así parecía a veces. San Fernando Velicatá Rey de España, un nombre tan largo como la cantidad de polvo que se ha acumulado en el lugar durante tantos años, es la única misión franciscana en toda la península; no quedan de ella mas que unos cuantos muros de adobe que difícilmente podrían identificarse de no ser por el letrero que la señala como tal y porque algunas personas, muy pocas en realidad, conocen el lugar y su historia. Todo ello a unos cientos de metros de la carretera transpeninsular. San Fernando marcaba el inicio de una nueva etapa en la que nos adentraríamos por las “primeras entradas” que habían hecho Wenceslao Linck, Juan Crespí y Junípero Serra.<\/p>\n

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RECOMPENSAS<\/b><\/p>\n

Siempre hacia el norte, dejando deslizar los kilómetros bajo nuestros pies y el sol sobre nuestras cabezas, nos adentrábamos en la sierra de San Pedro Mártir. En un momento se nos antojó que estábamos al final de la expedición. ¿Al final? Debíamos estar soñando otra vez porque faltaba mucho todavía. La frontera con Estados Unidos era nuestra meta principal. <\/p>\n

Por el momento, todavía estábamos en las cercanías de San Fernando. El Cartabón nos mostró una vez mas que Baja California tiene una historia escrita muy antigua. Los petroglifos aparecían sobre numerosas rocas, en numerosos diseños, con una antigüedad de cien siglos o cien años, ¿quién podría afirmarlo? Un poco más adelante, otro vestigio del pasado: una enorme hoja de pedernal tallado, del tamaño de la mano. A partir de ahí, todo era una incógnita porque, incluso, carecíamos de uno de los mapas de la zona. <\/p>\n

Al paso de los días habíamos perdido la noción de los días; al cabo de varias semanas, caminar era algo tan automático como respirar �igual que sucedía con muchas otras cosas�; cuando los meses se acumularon también habíamos perdido la noción de las distancias. Nos habíamos escondido del eterno sol en el Llano de San Gregorio y en todas partes habíamos pasado sed. Incluso, ya que andamos en confesiones, experimentamos las fricciones internas que se dan en toda expedición, sobre todo en aquellas donde no se puede ver a otras personas que a los compañeros, ni se puede platicar con nadie más y se tiene que vivir junto a ellos día y noche. Día tras día, sin tener otra cara que ver ni otra persona con quien platicar. <\/p>\n

Pero las superamos y obtuvimos nuestras pequeñas grandes recompensas: el susurro del viento, la barrera inconmensurable del mar, la sangre de los crepúsculos sobre el cielo y nuestra cotidiana cobija de estrellas, indicando nuestra ruta a seguir. Nos sentíamos dispuestos a comernos el mundo a mordidas. <\/p>\n

CUATREROS Y VENADOS<\/b><\/p>\n

Al entrar al Cañón del Arroyo Grande (que, por supuesto, sólo lleva el agua suficiente como para ser considerado como tal) encontrábamos ganado vacuno que se espantaba con nuestra presencia y esto mismo nos permitió una diversión que no esperábamos: pronto aprendimos que en su carrera escogían la vereda más corta y que resultaban excelentes guías, así que adquirimos la costumbre de gritarles una vez que las veíamos y solas corrían como escapando de un carnicero. De esta sencilla manera nos convertimos en un par de cuatreros modernos, con mochilas a la espalda y como única arma una cámara fotográfica, azuzando a cualquier vaca para encontrar la vereda mejor. Alguna vez tuvimos más de cuarenta cabezas reunidas, pero a la siguiente vuelta del arroyo sólo había tres. Fácil llegan, fácil van. <\/p>\n

Días después tuvimos una plática muy interesante con los rancheros que se habían establecido temporalmente en el paraje El Pozo: una vez al año, se reúnen a “vaquerear” los cientos de reses que hay en los alrededores y que son de diferentes propietarios. La plática giraba alrededor de la extinción de especies cinegéticas. <\/p>\n

“Aquí viene mucha gente. Los que no vienen a la Baja 500 y dejan destrozos, vienen a cazar un venadito o un borrego. Si cazaran uno solo, no habría problema, pero vienen en sus carros y aviones [helicópteros], con sus rifles automáticos, los lamparean de noche y matan uno o doce o veinte o cien y mientras más, mejor. Si los fueran a comer, ni qué decir porque uno ya sabe lo que es andar con la tripa amarrada. Pero no: los dejan allí a que se pudran y engorden las auras y los gusanos. Les importa matar y sacarse fotos con los animalitos asesinados. No saben que el venado y el borrego se acaban y no respetan a las hembras ni a las crías. Por eso a ustedes les preguntamos que era lo que hacían (no vaigan a creer ques porque somos gente maleducada), porque cuando estamos por aquí procuramos que no se cometan injusticias con los animales”. <\/p>\n

En efecto: el encuentro había comenzado un poco violento cuando nos preguntaron con mala cara de dónde veníamos y cuántos éramos. Nos hicieron muchas preguntas antes de invitarnos a pasar (señal de que algo fuera de lo normal estaba pasando) o invitarnos agua o café. Incluso, llegamos a creer que se trataba de narcotraficantes. Pero con esa plática no nos quedó más que sentir una honda simpatía por los vaqueros que defendían tanto como podían los enormes territorios en los que vivían a pesar de estar tecnológicamente en desventaja. <\/div>\n

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LA MISION DE SAN PEDRO MARTIR<\/b><\/p>\n

Tuvimos una primera impresión de la grandeza de San Pedro Mártir cuando divisamos la Sierra de San Miguel, que es la porción meridional de San Pedro Mártir. Sabíamos que detrás de esos primeros flancos rocosos se encontraba una región sumamente difícil. Nuestro camino era el seguido por Wenceslao Link y, muchos años después, por Juan Crespí, quien antecedió en un mes a Junípero Serra. Poco a poco nos fuimos quedando con el viento, lejos de las carreteras. <\/p>\n

Decidimos visitar la misión de San Pedro Mártir y para ello tuvimos que subir un pedazo de sierra. Unos amigos Â?uno siempre puede encontrar amigos en los rancheros de los lugares más recónditosÂ? nos hablaron de la vereda que conduce a lo alto, hacia la misión más alta de la península: una vereda como una cinta que se enredaba en los pedrones, se sostenía tras los arbustos y subía, subía… quizá la más solitaria también. Seguimos el arroyo pero perdimos la senda y tuvimos que seguir a fuerza de orientarnos con el mapa y hubiera sido todo perfecto de no ser por la densa vegetación de matorrales que nos atajaba el paso a cada momento. <\/p>\n

Casi al atardecer, llegamos a la meseta superior donde alguna vez estuvo la misión. De ella no queda nada. Pudimos saber que estábamos en el sitio indicado por la lámina que una vez fue el letrero que colocó don Tomás Robertson junto a una gran zona donde se resaltaban diferentes prominencias que alguna vez fueron los cimientos de la misión. En el suelo había pedazos de porcelana fina, huella de los recipientes donde se tomaba el chocolate. <\/p>\n

Ahí comencé a darme cuenta de lo débiles que estábamos. El esfuerzo había sido fuerte, pero no demasiado, y sin embargo estaba agotado y por la tarde tuve fiebre. El descenso no lo hicimos por el mismo lugar �ya sabíamos lo que era atravesar muros de verde vegetal y no queríamos repetirlo�, sino por el cauce vertical del río, entre cascadas de todas formas y que no habían de fallarnos con el suministro de agua ni con impresiones visuales tan hermosas como sólo pueden serlo las cascadas en un desierto. <\/p>\n

SALTO DE SAN ANTONIO<\/b><\/p>\n

Fernando Jordán, en su libro El Otro México: biografía de Baja California había llamado nuestra atención al mencionar una cascada de 900 metros de altura en la Sierra de San Pedro Mártir. ¡Casi un kilómetro! Como quedaba cerca de nuestra ruta, decidimos investigar de cerca. A partir del rancho San Antonio caminamos hacia el este, siempre subiendo y brincando de roca en roca hasta que apareció frente a nosotros una muralla blanca por donde se dejaba escurrir un tremendo chorro de agua desde muchos metros arriba. El canal por donde se deslizaba seguía una espiral y no podíamos ver desde qué altura comenzaba el Salto de San Antonio. “El Chorro”, le decían los rancheros. ¿El agua? Helada. Era una cascada muy alta, es cierto, pero no creíamos que tuviera 900 metros de altura; 300, 400, tal vez, pero no de un solo salto. Así que el problema quedaba sin solución inmediata. Faltaba una exploración más profunda de la zona. <\/p>\n

Hicimos un hallazgo más en el lugar: Junípero Serra habla en su diario de una rosa silvestre de la siguiente manera: “Parece que se acabaron las espinas y las piedras de California, pues estos tan altos montes son cuasi pura tierra. Flores muchas y hermosas, como ya tengo antes anotado, y para que nada faltase en esta línea, hoy [2 de junio de 1769] al llegar al paraje hemos encontrado con la reina de ellas, que es la Rosa de Castilla. Cuando esto escribo tengo ante mí una vara de rosal con tres rosas abiertas, otras en capullo y más de seis deshojadas. Bendito sea el que las crió.” Era el mismo lugar y aunque para nosotros era el primero de mayo de 230 años después, también teníamos ante nosotros varias rosas de Castilla en botón y en capullo. Fascinante. <\/p>\n

HAMBRE<\/b><\/p>\n

Mientras los dos Carlos ascendíamos por la cascada, Alfonso y un muchacho del rancho, otro amigo, pescaron veinticinco truchas en tres horas. Nunca hasta entonces habíamos hecho un sincero homenaje a Mr. Hutt, un “sembrador de truchas” en los ríos de la sierra: asadas sobre las brasas, las truchas inundaron nuestra hambre. Las hubiéramos comido hasta crudas porque nuestros alimentos estaban escaseando desde hacía mucho y no habíamos comido lo suficiente. <\/p>\n

Debo aclarar que no se trataba del hambre común y corriente que sentimos todos los días, cuando se nos antoja llenar el estómago de algo que se nos antojó. No señor. Se trataba de la verdadera hambre. Hambre, para ser más exactos. Crónica, como la noche de todos los días. Estar lejos de zonas habitadas implica muchas dificultades, pero quizá la más insidiosa era esa hambre que, pese a estar prevista desde el principio, nos rodeaba cotidianamente. Cada uno veíamos enflaquecer al compañero poco a poco e irremisiblemente. Antes de ascender a la misión de San Pedro, un nopal completo había desaparecido por las aberturas que teníamos por bocas y desde hacía tiempo que teníamos sueños gastronómicos donde aparecían platillos de todos tipos. <\/p>\n

Una mañana me había despertado con mucha hambre y después de nuestra escueta ración Â?algunas galletas y una ridículamente pequeña porción de comida deshidratada que ya nos tenía hartosÂ?, se me antojó un pan. “Llegando a Ensenada te invito a un lugar donde hacen unas donas riquísimas”, dijo Carlos. Desde ese día, y faltaban muchos, despertaba sintiendo a Ensenada cada vez más lejos porque la dona que satisfaría mi hambre era cada vez más grande. Por supuesto, una dona no bastó. Fueron doce las engullidas sin descanso apenas.<\/div>\n

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DE VUELTA A LA CIVILIZACION<\/b><\/p>\n

Estábamos a diez kilómetros de Ensenada (quisiera decir de las donas, pero no sería correcto) o, mejor dicho, a la entrada de ella. Nos recibieron familiares y amigos. Caminarían hasta el centro de la ciudad con nosotros. Hallamos otra sorpresa agradable: pocos metros después de este primer grupo, un señor nos alcanzó, nos hizo la plática de la caminata (¿cómo sabía de nosotros?) que habíamos hecho y después nos pidió de favor que saludáramos a un familiar que no podía andar y estaba en su automóvil. Esta persona había seguido todo el desarrollo de la expedición, desde la primera entrevista por radio, dos meses antes de haberla iniciado, y a través de los pequeños informes que mandábamos al programa de radio del señor Luis Lamadrid. La noche anterior no había dormido porque sabía que pasaríamos por el lugar y quería recibirnos. ¡Y nosotros que llegamos a sentirnos un tanto solos, en un mundo totalmente aparte, sin presentir siquiera que lo que hacíamos era parte de la vida de otras personas! <\/p>\n

Al caminar kilómetros y kilómetros �llegarían a ser 2,346� casi nos habíamos olvidado del mundo. De alguna manera, nos habíamos envuelto en un manto de soledad porque sólo así tendríamos éxito. Pero Ensenada nos mostró que no había sido un evento meramente individual porque muchas personas acudieron a recibirnos sin habernos conocido antes. Todo el sentimiento de los bajacalifornianos se volcaba en muestras de adhesión: caminando a nuestro lado, saludándonos desde sus carros y recibiéndonos con una auténtica fiesta. <\/p>\n

Yo no soy explorador por buscar el reconocimiento de la gente, sino porque, sencillamente, es mi forma de vivir. Es más: hubo un tiempo en que llegó a molestarme cualquier manifestación de este tipo. De alguna manera, soy introvertido. Lo mismo pasa con Carlos. Pero entonces nos sentíamos muy bien. Dos grupos musicales de gran categoría habían acudido a alegrar el ambiente sin cobrar un centavo. Horas y horas pasamos frente a la gente, contestando cientos de preguntas que jamás nos molestaron porque de una manera sencilla nos hicieron regresar del siglo XVIII al XX. Estuvimos, en cuestión de horas, en la civilización nuevamente. <\/p>\n

UNA NUEVA FRONTERA<\/b><\/p>\n

Descansamos algunos días en Ensenada y después establecimos una verdadera carrera hacia Tijuana porque deseábamos terminar la expedición. En un día avanzamos cincuenta y siete kilómetros y un par de días después llegamos a la frontera. ¿Cuál frontera? Algunos kilómetros antes de Tijuana visitamos un monolito rocoso que es prácticamente desconocido: la mojonera de Palou. Ella marca el lugar donde estuvo la frontera original entre la Alta o Nueva y la Baja o Antigua Californias: una separación entre los dominios que pasaron a ser de franciscanos y dominicos, respectivamente, una vez que fueron extrañados de los territorios españoles los jesuitas. Entonces se podía hablar de “la península” y “el continente”, como se hace todavía. La mojonera no es más que un promontorio rocoso y cuando Estados Unidos se anexó la Nueva California, la frontera política se tuvo que mover para que la península no quedara aislada. <\/p>\n

Un nuevo recibimiento nos hizo sentir orgullosos �sí: más� de ser mexicanos. Ahí, en Playas de Tijuana, terminaba el territorio nacional y la península de Baja California. Pero debíamos ir más allá porque seguíamos el diario de Juan Crespí. El fue quien realizó la primera entrada y Serra lo siguió un mes después, y su expedición concluía en la Bahía de San Diego. <\/p>\n

La Sociedad de Historia de la Misión de San Diego de Alcalá, en la ciudad de San Diego, nos había invitado a terminar la expedición precisamente en la primera misión franciscana que fundara Junípero Serra. Allá llegaríamos un par de días después. También nos harían un recibimiento, pero en el fondo los tres sentíamos que no podía haber otro como el de Ensenada, con la espontaneidad de la gente. Nos abrazamos los tres y de esa callada manera sabíamos darnos las gracias por una experiencia como jamás se repetiría después. ¿Héroes? Nos dijeron que éramos tales, pero sólo hicimos cumplir un sueño común que tenía mucho tiempo añejándose. <\/p>\n

Una hora antes de llegar a la “línea” internacional (¿porqué debían existir barreras entre los hombres?) veíamos desde una colina de Tijuana la Bahía de San Diego. Desde ahí volvimos la vista hacia atrás: toda esa distancia se había deslizado bajo nuestros pies en cinco meses, en cientos de litros de sudor, en una cantidad increíble de kilos perdidos. Pero toda esa extensión recorrida era nuestra. El sol… la tierra… el agua… la sed… el camino real… las primeras entradas… el mar… las misiones… la gente… Todo estaba ahí, dentro de nosotros. <\/div>\n

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La peninsula de Baja California siempre ha sido un imán para viajeros y aventureros. Recorrida de todas las formas imaginables, ¿quedaba algo que hacer nuevo? En 1989, Carlos Lazcano, Carlos Rangel y Alfonso Cardona recorren la ruta de las <\/a><\/p>\n","protected":false},"author":1001,"featured_media":0,"comment_status":"open","ping_status":"closed","sticky":false,"template":"","format":"standard","meta":{"jetpack_post_was_ever_published":false,"_jetpack_newsletter_access":""},"categories":[1007],"tags":[],"jetpack_featured_media_url":"","jetpack_shortlink":"https:\/\/wp.me\/p51GhY-2XT","_links":{"self":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts\/11401"}],"collection":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts"}],"about":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/types\/post"}],"author":[{"embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/users\/1001"}],"replies":[{"embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/comments?post=11401"}],"version-history":[{"count":0,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts\/11401\/revisions"}],"wp:attachment":[{"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/media?parent=11401"}],"wp:term":[{"taxonomy":"category","embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/categories?post=11401"},{"taxonomy":"post_tag","embeddable":true,"href":"https:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/tags?post=11401"}],"curies":[{"name":"wp","href":"https:\/\/api.w.org\/{rel}","templated":true}]}}