{"id":11397,"date":"1999-06-10T00:00:00","date_gmt":"1999-06-10T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11397"},"modified":"2003-03-31T00:00:00","modified_gmt":"2003-03-31T00:00:00","slug":"sierra_madre_occidental","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/1999\/sierra_madre_occidental\/","title":{"rendered":"SIERRA MADRE OCCIDENTAL"},"content":{"rendered":"
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LA GRAN CORDILLERA<\/b><\/p>\n

En el principio, la tierra era una llanura llena de agua, y por lo tanto se pudría el maíz. Los antiguos habitantes tuvieron que pensar, trabajar y ayunar mucho para conseguir un mundo en forma. Bajaron todos los pájaros á ver si podían poner en orden la tierra para que se sembrara el grano. Rogaron primeramente al zopilote de cabeza roja, la principal de todas las aves, que lo arreglara todo, pero dijo que no podía. Llamaron á todas las aves del mundo, una tras otra, para inducirlas á la obra, pero ninguno quiso emprenderla. Por último llegó el murciélago, muy viejo y muy arrugado. Tenía blancos los cabellos y la barba de tanto que había vivido, y llevaba la cara llena de polvo porque nunca se baña. Se apoyaba en un palo, porque era tan viejo que apenas podía andar. �l también dijo que no era competente para llevar á cabo tal tarea, pero consintió al fin en emprender lo que ejecutó. Esa misma noche se lanzó a volar precipitadamente, abriendo salidas para las aguas; pero tan profundos hizo los valles que era imposible recorrerlos. Las personas principales se lo reprocharon y contestó:<\/i><\/p>\n

«Volveré, entonces, á ponerlo todo como estaba».<\/i><\/p>\n

«­No, no!», dijeron ellos. «Lo que queremos es que las laderas sean un poco más inclinadas, que nos quede alguna tierra pareja y no todo sean montañas.»<\/i><\/p>\n

El murciélago consintió en hacer lo que pedían, y las personas principales le dieron las gracias. Así ha quedado el mundo hasta el presente<\/i>.(1)<\/p><\/blockquote>\n

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Así ha quedado el mundo… un mundo fantásticamente quebrado, arrugado hasta la exageración pese a los cerros que permanecen aplastados por el sol. Es un mundo que los coras se explican tan bellamente sin entrar en más detalles. No les hace falta ni les interesa porque ésta es su realidad.<\/p>\n

Hace muchos millones de años el norte mexicano era un ancho mar donde despuntaba una gran isla y un extenso y bajo archipiélago. Todo alrededor era mar: un mar interior. En el lapso de sesenta millones de años, todo ha cambiado: la tierra se elevó y dejó escapar las aguas del gran mar interior; sólo queda el viejo y sediento lecho marino donde se amontonan, escondidos bajo las raíces de pétreos mezquites e iridiscentes lechuguillas, los antiquísimos fósiles, vestigios dispuestos a relatar esa historia más antigua de la tierra a quien los encuentre y sepa leer y descifrarla.<\/p>\n

El fondo de ese lecho marino extinto se llama hoy Bolsón de Mapimí. Por un lado del extinto mar, el archipiélago se ha convertido en una Sierra Madre: la Oriental. Hacia el ocaso, la gigantesca isla también ha sufrido modificaciones y, con apariencia de vieja buena y frondosa cabellera vegetal, es ahora la cordillera más grande de la República Mexicana: la Sierra Madre Occidental que, por el sur, comienza en la tierra de los huicholes, en la Sierra del Nayar:<\/p>\n

Nómbrase esa sierra la provincia del Gran Nayar […] es tan sañuda y horrorosa la vista, que aun más que las aljovas de sus defensores tan guerreros asustó los principios los alientos de sus conquistadores; porque no solo parecen sus quiebras inaccesibles los pasos, pero aun los ojos embarazan su dilatada esfera los empinados cerros y picachos, que se encumbran de suerte que no es posible andar por aquel terreno, sin que, ó lo quebrado del camino maltrate a las caballerías, ó lo precipitado de las laderas asuste a los ginetes [sic].<\/i><\/p>\n

La sierra “tan sañuda y horrorosa” descrita por el padre José Ortega en 1754 se levanta de golpe, al norte de un río cuyo nacimiento se dio lejos, en las cercanías de Toluca. En el principio, el curso de agua se denomina Lerma, pero después del Lago de Chapala toma el nombre de Río Grande de Santiago y corre con rumbo errático hacia el Pacífico para dividir esta gran cordillera del Eje Neovolcánico, al sur, tierra ésta donde han nacido y nacerán volcanes grandiosos. A partir de ahí, en el paralelo 21 de latitud norte, la cordillera se extiende Â?ave tras estrellasÂ? con extrema voluptuosidad hacia un norte que parece nunca alcanzar y en su trayecto se aleja lenta e insensiblemente de la costa para desparramarse en una madeja cada vez más enmarañada de cañadas, barrancos y quebradas portentosas que en conjunto son la característica más conocida y reconocida de la Sierra Madre.<\/div>\n

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MUNDO DE CIMAS Y SIMAS<\/b><\/p>\n

Desde Chihuahua, Durango o Zacatecas, las prósperas e históricas ciudades norteñas, no se tiene un solo atisbo de su presencia. Los caminos se deslizan un paso hoy y otro mañana desde la llanura feliz hasta meterse a la cabellera espesa del bosque del Mohinora, el cerro más alto de la Sierra, donde la noche afila agudamente al frío con la plata de la luna. Media luz. Rocas aquí y rocas allá delatan la aparición de un terreno más escarpado. Nada sensacional. El camino serpentea.<\/p>\n

Entonces, ante los ojos pelados del viajero pasmado por el asombro, aparece un tajo enorme, océano de vértigos que revientan en rocas asaeteadas por el sol y levantadas, una tras la otra, en paredones verticales por los que resbala la vista como agua en torrente: incontenible. Barranca sonora como mar abierto: es el alma sin edad de la tierra la que quita la respiración y hermana la grandeza de la Sierra con la pequeñez del espectador:<\/p>\n

La vista era magnífica: las profundas quiebras y barrancas, resultado de prolongados deslaves y erosiones, surcaban el suelo formando grandes elevaciones, especialmente al sur y al poniente. En otras palabras, allí fue donde por primera vez observamos barrancas que desde ese punto constituyen un rasgo enteramente característico de la topografía de la Sierra Madre. […] Aun los misioneros jesuitas, con toda su intrepidez, desecharon la idea de bajar a ella, y los indios les dijeron que sólo los pájaros conocían la profundidad de aquel abismo. Cuando uno se detiene la orilla de tales boquerones, se pregunta sorprendido si sería posible atravesarlos. […] La región, desde donde abarcaba la vista, parecía olvidada, solitaria, intacta de huella humana. (2)<\/i><\/p>\n

Sierra Madre Occidental… El viajero que se presenta es ya un explorador en potencia porque la encuentra inaccesible y no sabría por donde comenzar de no ser porque la Sierra misma ofrece, cándida como niña recién nacida, su corazón silvestre e impenetrable, con sempiternos árboles gigantescos y multicolores que, presas del vértigo, se aferran a los riscos como queriendo arañar el cielo o sostenerlo. Clamor de centurias, de milenios. El viajero se convierte en un explorador, un descubridor de la furia con que se ven atacados los ojos en un continuo ir y chocar con un cerro, con otro. Descubridor de la sensación de tenerlo todo bajo los pies y observar el crepúsculo que le permite a la noche entrar de puntitas con su manto de estrellas mientras deja un poco de algo que se muere sin estruendo en las rocas sangrantes de sol. Las dos distancias, aquí y allá, están presentes en el mismo lugar. Mundo laberínticamente complejo que se reduce a dos direcciones: arriba y abajo.<\/p>\n

Cerro arriba, río abajo… cerro abajo, río arriba… Entre el mar y esa altura se desarrolla una serie de montes que parecen formados por una mano colosal que hubiera arrugado con sus dedos la costra de la tierra. Sentidos descubridores del paisaje todo, energúmeno que hace arrodillarse a la conciencia más tranquila para pensar a media voz y con los párpados caídos:<\/p>\n

Fue tal el espanto al descubrir los despeñaderos, que luego pregunté al gobernador [de Cerocahui, comunidad tarahumara] si era tiempo de apearme. Y, sin aguardar respuesta, no me apeé, sino me dejé caer de la parte opuesta al precipicio, sudando y temblando de horror todo el cuerpo, pues se abría, a mano izquierda, una profundidad que no se le veía fondo y, a la derecha, unos paredones de piedra viva que subían línea recta. A la frente estaba la bajada de cuatro leguas por lo menos, no cuesta a cuesta, sino violenta y empinada; y la vereda tan estrecha que a veces es menester caminar a saltos, por no haber lugar intermedio en que fijar los pies. (3)<\/i><\/p>\n

[…] fuimos a dar a una profundidad de unas peñas que, estando como una pared de un muro, puestos desde arriba, aun antes de llegar, desde lejos desvanecía la cabeza. Y se vían montes abajo que parecían a la vista más azules por la distancia que verdes por la cercanía. Allá abajo dijeron que había gente y sembraba; pero era tanta la profundidad, que ni casas, ni milpas, ni rastro de gente vimos; que no parecía que era sino una imagen viva del infierno. (4)<\/i><\/p>\n

El infierno… Sí, se puede pensar eso. En las cimas, el verano comienza la lluvia despacio, como temiendo despertar al silencio. Tras los goterones, el viento azota las nubes violentando los bosques hasta que se esconden las bandadas de guacamayas y los solitarios carpinteros que se comen al silencio. Entonces, a toda prisa, la sierra se echa encima las mantas mojadas de la bruma y los primeros relámpagos iluminan el paisaje: se desata con una furia incontenible para hacer crecer ríos, borrar veredas y sembrar vida en las milpas.<\/p>\n

Es increíble la fuerza de la lluvia. Hace veinte minutos nos bañábamos a pleno sol y en segundos se desató una tormenta que nos apedreaba con granizos descomunales. Huimos de regreso al pueblo pero el riachuelo casi ridículo que apenas habíamos visto a la ida, al regreso era todo un torrente desatado que había roto una presa y nos impedía pasar. (5)<\/i><\/p>\n

La luz del sol suele aparecer en medio de las lluvias torrenciales; fulge por algún vacío de las nubes ribeteándolas de colores de arco iris para resaltar la sierra y brillar el agua. Atrapado en las fuerzas de la naturaleza, el hombre contempla indeciso el mundo así dispuesto. “Imagen viva del infierno”, muchas veces la simiente del agua no toca el suelo fértil de las simas; entonces, las sedientas siembras agonizan. El sol infunde silencio cuando cae, al mediodía, al fondo de estos abismos de piedra y de arbustos. Para silencios, ése. Sólo un vientecillo quiere silbar a lo bajito, temeroso de ser molesto.<\/p>\n

En invierno las trombas recorren las altas cimas en pasos despeñados para coronarlas de blanco. Entonces la noche pare pumas o fábulas escapados de las alturas para devorar por sus hocicos espumeantes de hambre la lana de los borregos, la leche de las cabras, la carne de las reses y los relinchos de las mulas. Alguna vez tuvieron de colosal adversario, en la carrera interminable por el venado, al oso. Oso temido, oso venerado, oso exterminado. Ahora el “lión” no se preocupa mas que del hombre que lo arrincona con ladridos de perros y rifles para matarlo. Con eso tiene. Lo que toma ahora son sustitutos nada desdeñables del que también ha huido de las nevadas con sus astas. En invierno, el hambre aparece en los animales cimarrones.<\/p>\n

Desde ahí, desde las altas cimas que se yerguen casi dos kilómetros por sobre el fondo de la barranca, se dejan escurrir las aguas por los peñascos, los peñoles, las patillas y los relices para llegar al fondo y ver nacer al Fuerte, al Yaqui, al Mayo, al Sinaloa… ríos que correrán por leguas, cientos de ellas, para prodigar vida en las planicies donde la vista se desliza hasta el horizonte sin tropiezos.<\/p>\n

Para entonces, el viajero se ha percatado que las medidas de distancia, peso y tiempo también son antiguos en la Sierra y se almacenan las leguas, las varas, los almudes…<\/p>\n

El río baja de las alturas. Al rumor sucede el silencio; al precipicio, las extensiones amplias y desérticas de la costa del Pacífico, del Mar de Cortés, allá donde el océano lame y relame sus sedientas playas con esas aguas sabor de montaña fresca. Extensiones sin limite. Pródiga, la bravura de la sierra también brinda su sangre cristalina a las llanuras de oriente, a los prósperos campos menonitas, a Chihuahua, a Durango, a Zacatecas, a Jalisco.<\/p>\n

El viejo y seco mar donde los fósiles esperan ser hallados, todavía cobra tributo y sorbe algunas aguas como si tal cosa; el desierto las almacena en “lagunas” que tienen más sal que agua. Otras venas serranas, más atrevidas y sin temor a cuajarse en nada, lanzan su sangre en viaje aventurero en kilómetros hacia el norte, hacia el río Bravo, para dar de beber al Golfo de México. Tres Mares. Ninguna otra sierra de nuestro país alimenta a tantos.<\/p>\n

Por la ubicación que tiene, la Sierra Madre Occidental representa un paraíso. De no existir esa barrera montañosa que obliga a precipitarse al agua en ligeras brisas o furiosas lluvias y nevadas para un mar o para el otro, el norte de México sería un terreno árido y tórrido como la tierra de los seris. Sola y escueta en hombres.<\/div>\n

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INACCESIBILIDAD<\/b><\/p>\n

Impenetrabilidad y descubrimiento por mil doscientos cincuenta kilómetros hasta desvanecerse de a poquito casi al límite de Sonora y Chihuahua, allá donde una vez hubo una frontera más necesaria que la internacional: presidios para detener los continuos y devastadores ataques de los chichimecas o de los apaches, aquellos indómitos que asolaron toda la frontera norte.<\/p>\n

Colosal barrera geográfica, desde antes que se alejara el mar ha aislado de manera natural a los animales, a las plantas. Y ahora, también los hombres y los estados. Por la costa se alinean, Sonora, Sinaloa y Nayarit; por la parte del Bolsón de Mapimí, Chihuahua, Durango, Zacatecas Aguascalientes y Jalisco. Ocho entidades, entre ellos tres de los más extensos de la república, se enorgullecen de tener una parte de la antigua isla.<\/p>\n

La inaccesibilidad proverbial, ha hecho de la Sierra Madre un obstáculo para quienes han querido penetrar a ella en busca de almas que salvar, de naciones que conquistar o de oro para llevar:<\/p>\n

Por muy difícil nos habían pintado esta sierra, y hemos hallado ser más de lo que pensábamos… (5)<\/i><\/p>\n

Seis días nos tardamos en el camino. Decir de él que es malo es nada; que es pésimo, parece poco, es pesimísimo. Basta decir que en tres leguas se empleó día y medio y aun dos, y hubimos de pasar viernes y s bado con unos cardones agrestes, que buscaron para sí los indios, y un poco de miel y atole […] Bendito sea Dios que todo nos supo muy bien. (6)<\/i><\/p>\n

Los caminos tan intransitables, las cuestas, peñascos y reventones; una cuesta se tarda en subir, empinada, un día natural. El río tan caudaloso, que tan hondo y fuerte se mantiene en tiempo de secas como en tiempo de aguas. (7)<\/i><\/p>\n

La orografía de la Sierra Madre, la más compleja y abrupta de nuestro país, no es aliada de los hombres, pero tampoco su enemiga. Ã?spera como es, da vida. Serena como parece, da muerte. Desde que el maíz es maíz de cinco colores y el jícuri (8), planta sagrada, el hombre ha estado ahí. Así lo atestiguan Paquimé, Cuarenta Casas, La Quemada, Chalchihuites… Barrera como la mejor, ha sido al mismo tiempo un camino para los primeros mesoamericanos que en su peregrinación hacia el sur en busca de la tierra prometida por los dioses tuvieron que evitarla por las actuales tierras de Nayarit o cruzarla por Topia u otro camino natural.<\/p>\n

Inabordable, por sus lados, primero, y hacia el interior, después, se escurrieron el principio y el fin de los pobladores originales de la sierra: el maíz, su alimento esencial, y los exploradores españoles, promesa de una ruptura con su pasado y seguridad de incertidumbre en el futuro.<\/p>\n

TIERRA DE NATIVOS<\/b><\/p>\n

Impenetrabilidad y descubrimiento, ha sido un refugio para los indígenas quienes, considerados como “salvajes” y “bárbaros”, huyeron de la superioridad tecnológica de los conquistadores. Ellos, conocedores de cada rincón de la sierra, huyeron de las cabalgaduras y armas europeas y se esconden ahora de los mestizos y hombres blancos que llegan para hacerse, por la buena o por la mala, del territorio que desean ocupar. La Sierra Madre ha sido una tierra de invasiones y refugios, de conquistadores y refugiados. Primero los grupos olmecas, los mayas, las hordas aztecas. Todas han ido desplazando a los habitantes originales. Después, hacia 1350, cuando Tenochtitlan apenas era una idea, los atapascanos hicieron huir a los indios pueblo creadores de la cultura Paquimé. Al final, los europeos. No pasar mucho tiempo antes que los apaches sean una amenaza latente que quitar la respiración con solo su nombre.<\/p>\n

“Bárbaros”… “chichimecas”… Sinónimos de un mismo concepto europeo: peligro importado por los extranjeros que llegan a tierra ajena. Pero para los conquistadores ellos mismos no son, ni pueden ser, lo uno ni lo otro. Bárbaros y salvajes son los indios faltos de cultura, chichimecas como nadie en el mundo. Por eso son indios. Por es son bárbaros.<\/p>\n

…los indios que sublevados hostilizaban la tierra, se retiraron muchos rebeldes la sierra del Nayarit, que est en el centro del dicho reino de la Galicia: es áspera por la profundidad de sus barrancos, y por lo intrincado de sus riscos, tanto que en dos siglos se ha dificultado su allanamiento, y ha sido albergue de la gentilidad, y refugio de los malvados apóstatas… (9)<\/i><\/p>\n

Los “apóstatas” no han hecho más que ser portavoces del alma milenaria de sus pueblos para rechazar aquello que no consideran propio de su cultura: tratan de sobrevivir como los “antiguos” porque han descubierto que es mejor de esa manera. Así les han enseñado porque son hijos del mismo medio y los dioses de los extranjeros no pueden ser los dioses de los hombres de la sierra porque ellos Â?los dioses extranjerosÂ? no tienen las manos recias de labrar la tierra ni los labios duros como cecina seca por la sed.<\/p>\n

Los hombres sobreviven con mucha mayor dificultad ahora porque los abuelos y los dioses nunca dijeron qué hacer ante la tenacidad del hombre blanco por inculcarles el abandono de sus costumbres, de sus leyendas, de los ritos que los han hecho sobrevivir durante tanto tiempo. “Nuestros hijos olvidan su lengua nativa y sus antiguas creencias. Cuando vienen a la escuela ya no quieren adorar al sol ni a la luna.”(10) El tiempo es el mejor aliado de los invadidos en todo el planeta y con él se han vuelto impenetrables, como la tierra donde habitan. Tercos, dicen los mestizos.<\/div>\n

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EL TESORO DE LA SIERRA MADRE<\/b><\/p>\n

Los nativos, los oriundos de la sierra, han visto caer sus antiguos y fértiles dominios en otras manos: las de los extranjeros que han venido a marcar sobre un papel cruces múltiples y diminutas. Cruces de dioses y cruces de minas. Los extranjeros han rascado y arañado las arrugas de la Sierra hasta hacerle inmensos boquerones de más de tres kilómetros de profundidad en busca de metales. Sin sospecharlo siquiera, habitaban en una región rica en metales preciosos, aquellos que hacen cambiar la balanza económica de un país. Y si lo sabían supieron darle su merecido valor: el oro no da de comer, la plata no da de beber. No en la Sierra Madre.<\/p>\n

Los mineros de Tayoltita [Durango] dicen que la veta de oro que trabajan es de dos a tres metros de ancho y que pese a haberla explotado durante varios años, parece no acabarse. Oro puro, nada de mezclas. Oro que deslumbra de sólo verlo, que altera la serenidad y que ha cobrado vidas para salir a deslumbrar al sol. Vidas muertas que reviven en espeluznantes relatos. Por supuesto, esto da lugar a la fantasía pues llegan a decir que si se pudiera seguir su rastro durante algunos años, se uniría con la de San José de Bacís, a muchos kilómetros de aquí. La antigua fantasía de riquezas inagotables todavía existe después de varios siglos y al parecer morirá con el hombre (11)<\/i><\/p>\n

TODAS LAS SIERRAS<\/b><\/p>\n

La Sierra Madre es un abanico de quebradas que se ramifica de sur a norte en pequeñas sierras con diferentes nombres: sierra del Nayar, sierra de Tepehuanes, Espinazo del Diablo, sierra de Topia, sierra Tarahumara… Todas, hijas de una misma madre. Barrancas con nombres exóticos y líquidos: Alica, Tayoltita, Bacís, Urique, Batopilas, Munérachi, La Candameña, Huérachi. Barrancas anchas en kilómetros o centenares de metros.<\/p>\n

La profundidad de la barranca de Huérachi es tal que se necesitan tres días para bajar por un lado y llegar al otro por caminos que son verdaderos desfiladeros. Cuando se va a subir a la “otra sierra” (a tal grado llega el aislamiento biogeogr fico), se tiene que gritar para saber si no hay quien baje porque de encontrarse en el camino dos recuas de mulas una de las dos tendría que regresar por donde vino. Sin embargo, no es tan impresionante como la del Cobre o Batopilas, pese a ser más honda, quiz por su anchura. (12)<\/i><\/p>\n

Flujos impetuosos de agua adolescente en busca del mar: Basaseachi con sus 276 metros de agua blanca en caída vertical o Piedra Volada, con más de 400.<\/p>\n

La Sierra Madre es inaccesible, es cierto, pero el hombre ha encontrado caminos para forzar su impenetrabilidad. O los ha hecho. A fuerza de pasar una y otra vez primero las fieras, luego los hombres, después las bestias y finalmente las carretas, los caminos reales fueron los primeros. Por eso son reales. Son caminos angostos porque allí los hombres y las bestias no necesitan más para salvar las rijosas montañas. Los “desechos”, que les llaman en algunos lados. Como los ríos siempre dificultaron el paso al otro lado, lado promisorio, se tendieron primero cables Â?la “maroma”Â? sobre los que hay que pasar sentados igual que hace doscientos años. Finalmente llegaron los puentes.<\/p>\n

El siglo veinte vino y amplió los caminos añejos para dejar pasar las máquinas que van en busca del oro verde de los bosques, caminos que ahora se pasean por toda la sierra desgarrando su vestido de vegetal, su vestido de tierra, para simular túneles de polillas gigantes en la espesura. El hombre todavía fue más lejos: muy al norte, construyó una gigantesca bestia de metal capaz de atravesar cerros de piedra, una bestia que debía ser como el río para cruzar la tierra, cortar las rocas, pasar, indetenible y tranquila, entre bosques y montañas y dirigirse al mar. Bestia que desdeña las profundidades.<\/p>\n

Como decir cuchillo caliente en manteca, así está ya del otro lado de la montaña, salta que brinca barrancos profundos y amplios. El ferrocarril (13) �así se llama este monstruo� ha cambiado el alma de la sierra. Muchos caminos reales que antes eran recorridos en un par de horas están ahora sepultados de olvido porque el hombre prefiere llegar a su destino en veinte minutos.<\/p>\n

Los antiguos caminos son ahora pueblos de aves.<\/p>\n

A cada paso del ferrocarril, las ardillas voladoras del eco saltan, corren y vuelan para perforar la muralla milenaria del silencio. Y al final, llegaron las alas de acero. Cientos de personas dicen conocer las barrancas porque han llegado en minutos y se han puesto a ver en segundos las llagas de la Sierra Madre. Ilusión. No se puede llegar al corazón que ofrece la Sierra Madre con la velocidad del avión ni del tren. Para conocerla es preciso enamorarla… quitarse el reloj y la vestidura de citadino… esperar… esperar… y seguir esperando. Los indios han vivido así toda su vida y la conocen. Por eso: porque carecen del apresuramiento del tiempo.<\/p>\n

Hemos caminado varios días siempre al noroeste desde Guachochi [Chihuahua], por lo alto de la sierra para llegar a la ranchería El Cuervo. Estábamos buscando uno de esos lugares tan poco comunes donde pudiéramos tener un contacto directo con tarahumares en su medio y no en poblaciones mestizas. Sin civilización, sin intermediarios. Nos habían dicho que esta ranchería es uno de los lugares donde est n más aislados del chabochi(14) y toda su civilización. Es cierto: rodeado de peñas y por palos trepones por donde el cielo baja de rama en rama, es uno de los lugares hasta donde el “hombre barbado”, sea blanco o mestizo, tiene poca o nula presencia, quizá porque hay que caminar por un camino malo y difícil para llegar. Hay que buscar un perdedizo sendero y seguirlo. Las máquinas, afortunadamente, todavía no llegan aquí. Ni las mulas pasan por los pasillitos que sirven de caminos a través de la roca maciza.<\/i><\/p>\n

El lugar es una llanura grande, demasiado para el lugar donde está: en lo alto de la sierra. Barrida por los vientos, apenas puede crecer el maíz sembrado con esfuerzo y sudor. Se divisan casas lejos y lejanas entre sí. Chabochis desconocidos en tierra de tarahumares, había que pedir permiso, acaso sólo por cortesía, para pasar la noche en el lugar, así que me dirigí a la casa más cercana, mientras dejaba a mis compañeros estacionados en un lugar esperando la respuesta. Por supuesto, no era conveniente presentarnos todos y como yo sabía un poco de rarámuri, fui el elegido para recorrer esos trescientos metros. En el camino recordé que estaba en el país de la tradición y, sobre todo, de la diplomacia.<\/i><\/p>\n

Para ellos, los “corredores-de-pies-ligeros”, éramos unos extraños y, como chabochis, podríamos aprovecharnos de ellos en cualquier momento. Centurias de acoso y despojos les han enseñado la sabiduría de ser cautos y temer a los extranjeros como el puma al hombre. La vereda me recordó, también, una de sus costumbres más extraordinarias y que hacen de cada uno de ellos un diplomático en toda la extensión de la palabra. La conocía porque la había leído y platicado. Me parecía asombrosa y decidí seguirla paso a paso. ¿El tiempo la habría modificado?<\/i><\/p>\n

A diez metros de la casa a la cual me dirigía, me planté en el suelo y comencé a jugar con piedrecillas, a ver el cielo y las nubes, a examinar las plantas y sus colores, como si la casa no existiera y yo no tuviera otra cosa que hacer que dejar pasar el tiempo. En efecto: el tiempo pasaba y llegué a pensar que realmente no había nadie en la casa porque no se escuchaba un solo ruido. Quince largos minutos después (¡qué largo se nos hace el tiempo cuando esperamos!) comencé a ver las palabras de un libro convertidas en realidad: el dueño de la casa salió, me saludó con un <\/i>Kuira-bá<\/b> muy atento, demasiado formal, y comenzó a examinar el techo de su vivienda, sus utensilios de labranza, a medir el día con el sol… mientras yo continuaba haciéndome el desentendido. El tiempo se deslizó entonces con una suavidad asombrosa, sin sentirlo casi, en una espera ansiosa por parte de los dos, como un enamoramiento. Y era cierto: me había enamorado, a través de ese hombre, del Indio y todo lo que le pertenecía. Finalmente se acercó a mí, se sentó en cuclillas, como yo, y me hizo la plática.<\/i><\/p>\n

Entre rarámuri, «castilla» y el lenguaje universal de las señas y los gestos, hablamos sobre el tiempo, sobre la cosecha, sobre cualquier tema, menos del asunto que me llevaba ahí. «Hay que ser extremadamente pacientes con ellos porque tienen otro reloj que no corresponde al nuestro. Pueden dejar morir a alguien gravemente enfermo pero para ellos es más importante realizar todo el ritual de presentación», me había advertido el doctor Luis González. Tiempo era lo que me sobraba entonces y valía la pena ajustarse a ese reloj: vi el rostro moreno inundarse de una sonrisa de gozo y seguridad.<\/i><\/p>\n

«Hablas como yo, piensas como yo, actúas como yo: eres un rarámuri». A partir de ese momento yo no era ya un chabochi ni era potencialmente peligroso: el sabía que yo conocía sus costumbres y, sobre todo, las respetaba. Le estaba dando a un tarahumar su lugar como hombre y él me concedía ser un poco tarahumar. Eramos iguales, como hermanos. Dos hombres de diferente cultura coincidíamos allí, en ese momento. Un instante.<\/i><\/p>\n

Durante ese tiempo, del otro lado de la llanura, había alcanzado a ver a mis compañeros levantar el campamento, encender el fuego y preparar la comida. Habían decidido ya nuestro lugar de permanencia nocturna. Me reprocharían mi tardanza pero, comparado con el momento m gico que vivía en esos momentos, ¿qué importaba?” (15)<\/i><\/p>\n

Sierra Madre Occidental, tan diversa que uno no acaba por explicarse porqué el escenario impresiona tanto al viajero que llega en busca de un prometido descubrimiento en ruedas o alas metálicas. Nadie lo comprende hasta que se está de pie al borde del abismo, en el fondo de la sima, frente a un indígena o un mestizo serrano. Entonces el descubrimiento está a la vuelta de la roca, de la casa, del pino, del río, de uno mismo. O del mestizo, aquellos que han perdido hasta la memoria de conquistadores, hasta los dioses de los conquistados, porque cuando estos hombres abren sus bocas, aparecen jirones de épocas pretéritas que vuelven a cobrar su frescura y su propio sabor; han hilvanado muchas arrugas en sus caras cetrinas. Su vida se mide por los caminos andados y los amigos obtenidos, porque las leguas andadas juntos les dan intimidad indeleble. Se han hecho a la sierra y ahora ellos son los dueños de extensiones increíbles de barrancos, cerros, luz y estrellas con promesas de vida.<\/p>\n

En el horizonte, siempre el cielo con sus nubes de escenario; atrás y arriba, los gigantes de piedra se yerguen con brusquedad para hurgar con sus aristas la zona hacia la cual los hombres miran en busca de todos los dioses, con ojos llenos de preguntas. Hay tanto y de tanta calidad que pronto se percata uno que ese mundo está lleno de rincones ocultos donde todo está por descubrirse. Es el mundo de los rincones, de las esquinas, de los descubrimientos…<\/p>\n

Y si en un principio no parece más que un vacío lleno de silencio y desolación es porque no se ofrece a los amantes de un día.<\/p>\n

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REFERENCIAS<\/b><\/p>\n

(1) Lumholtz, Carl. 1981. El México Desconocido<\/i>. Instituto Nacional Indigenista, México. Tomo I, p. 500.<\/p>\n

(2) Idem. Tomo I. p. 141-143.<\/p>\n

(3) Carta de Juan María Salvatierra en 1680. González Rodríguez, Luis. “Las barrancas de la tarahumara” Estudios de Historia Novohispana<\/i>. Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México. Volumen V, p. 122. <\/p>\n

(4) Relación de José Tardá y Tomás de Guadalajara en 1676. González Rodríguez, Luis. “Las barrancas de la tarahumara” Estudios de Historia Novohispana<\/i>. Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México. Volumen V, p. 122.<\/p>\n

(5) Carta del padre Juan del Valle en 1611. González Rodríguez, Luis. Crónicas de la Sierra Tarahumara<\/i>. Colección Cien de México. Secretaría de Educación Pública, México. 1987.<\/p>\n

(6) Annua de 1676, citada en González Rodríguez, Luis. Op. Cit.<\/p>\n

(7) Carta del padre Francisco María Domínguez del 23 de octubre de 1739. citada en González Rodríguez, Luis. Op. Cit. <\/p>\n

(8) Jícuri: Peyote (Lophophora williamsi<\/i>)<\/p>\n

(9) Matías de la Mota Padilla, 1742. en Meyer, Jean. El Gran Nayar. Colección de documentos para la historia de Nayarit<\/i>. Vol. III, p. 15.<\/p>\n

(10) Lumholtz, Carl. op. cit.<\/i><\/p>\n

(11) Rangel Plasencia, Carlos. Expedición a la Sierra Madre Occidental del estado de Durango, 1987<\/i>. Bitácora del jefe de la expedición.<\/p>\n

(12) Rangel Plasencia, Carlos. Expedición Sierra Tarahumara, 1985. Bitácora del jefe de la expedición<\/i>. Inédito. <\/p>\n

(13) La línea del ferrocarril Chihuahua al Pacífico atraviesa la Sierra Madre Occidental por lugares que fueron, como todavía lo son ahora, en su tiempo todo un reto para sus constructores; el resultado es una obra maestra de la ingeniería en México. La línea del “Chepe” (por sus siglas Ch-P) fue terminada en 1965 e inaugurada en 1961. Tiene 410 puentes que miden un total de 11,375 metros y 99 túneles que suman más de 21 kilómetros de longitud. De los túneles, uno mide más de kilómetro y medio y atraviesa una montaña de roca; de los puentes, el más alto está sobre el río Chínipas Â?aquel que se unirá más adelante al río FuerteÂ?, a noventa metros de altura sobre el nivel del río, mientras el más largo est construido sobre el río Fuerte, con una longitud de 500 metros.<\/p>\n

(14) Chabochi<\/i>: Hombre barbado. Así llaman los tarahumares a los mestizos y blancos que no son extranjeros, a quienes llaman con el apelativo general de “gringos”.<\/p>\n

(15) Rangel Plasencia, Carlos. 1985. op. cit.<\/div>\n

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La Sierra Madre Occidental es la cordillera más grande de México. Un breve ensayo sobre esta sierra.<\/div>\n

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