{"id":11196,"date":"1998-11-20T00:00:00","date_gmt":"1998-11-20T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11196"},"modified":"2003-03-16T00:00:00","modified_gmt":"2003-03-16T00:00:00","slug":"pozo_verde","status":"publish","type":"post","link":"https:\/\/montanismo.org\/1998\/pozo_verde\/","title":{"rendered":"POZO VERDE"},"content":{"rendered":"
Abril de 1993.<\/b>
Estamos a 820 metros bajo la superficie de la tierra. Un pequeño montículo de arena nos sirvió de plataforma para instalar el campamento dos. Mantas de plástico, algo de ropa seca y una ligera bolsa de dormir son todo el equipo que necesitamos para descansar; las comodidades no son muchas, pero hasta ahora han sido suficientes.
Llevamos casi cien horas en el interior de la caverna y todavía nos faltan muchas más de descenso continuo para alcanzar el fondo, a la sima que está ahí, a más de mil metros de profundidad y adonde sólo algunos espeleólogos extranjeros han llegado. Queremos ser los primeros mexicanos en lograrlo, pero para eso falta todavía lo último, lo más difícil.<\/i>
EL PROYECTO POZO VERDE<\/b>
Durante años, la idea de descender a una caverna de mil metros de profundidad había sido una aspiración de los espeleólogos de la UNAM hasta que esa inquietud se convirtió en meses de entrenamiento para que un grupo muy capacitado llegara y rebasara ese límite de profundidad.
Cavernas verticales (llamadas también sótanos) como el Jabalí, el Nogal y Tilaco, en la Sierra Gorda de Querétaro, por mencionar sólo algunas, proporcionaron la capacitación física, técnica y mental como para enfrentar el proyecto.
El Pozo Verde, con una profundidad total de 1,070 metros, se localiza en el poblado de Ocotempa, en una agradable hondonada donde las enormes rocas calizas son parte común del paisaje. Este tipo de roca es muy significativa para los espeleólogos porque es ahí donde se forman las cavidades subterráneas de más profundidad y, por lo tanto, las más buscadas.
UN POCO DE HISTORIA<\/b>
Los primeros exploradores de Pozo Verde fueron espeleólogos de Bélgica, quienes descendieron dos tramos verticales (tiros) hasta los 380 metros de profundidad, pero tuvieron que interrumpir la exploración, pues no encontraron la ruta que conectaba el salón al que habían llegado con el resto de la caverna.
Esto sucedió en 1983 y cuatro años después, el estadunidense Terry Raynes, al frente de un grupo de espeleólogos texanos, reinició la exploración y pudo encontrar un paso estrecho a nivel del piso y que había de pasarse a gatas. De ahí su nombre. Esta gatera fue la vía por la cual habrían de llegar hasta los 769 metros de profundidad, donde concluyeron su exploración.
Por fin, un año más tarde, una expedición internacional logró llegar a la máxima profundidad de la caverna, a 1,070 metros de la superficie, lo cual colocaba al Pozo Verde dentro de la lista de las cavernas más profundas del mundo.
Este era el reto al que nos enfrentaríamos.
“¿YA PAGÃ? LA ENTRADA?” <\/b>
Llegar al poblado de Ocotempa no fue difícil, pero requirió de bastante tiempo. De la Ciudad de México nos trasladamos a Coxcatlán y de ahí, en una vieja camioneta que subió a la parte alta de la sierra, hasta el pueblo de Alcomunga, donde termina el seco camino de terracería, por lo que fue necesario alquilar mulas de carga para transportar los 800 kilogramos de equipo y comida hasta el centro de Ocotempa.
Después de varias horas de caminata en un terreno pedregoso y rodeado de árboles, llegamos finalmente a la comunidad, donde platicamos animosamente con algunos campesinos mientras esperábamos la llegada de la autoridad.
Algo a lo que no estamos acostumbrados quienes vivimos en las grandes ciudades es el trato hospitalario, amable y desinteresado de las personas que no nos conocen, expresiones que frecuentemente nos muestran quienes habitan las comunidades rurales, sean indígenas o mestizas. En las continuas excursiones a las diferentes sierras donde hay cavernas, el espeleólogo se va acostumbrando a encontrar ese trato suave de la gente.
Sin embargo, en esta ocasión y para desconcierto de todos, el comisario, una persona bastante joven, exigió el pago de un millón de pesos (viejos, porque en la sierra se sigue utilizando la denominación que usábamos hasta 1992) para permitir la entrada a la caverna. Ahí comenzó el regateo y después de un tiempo considerable accedió a bajar el precio del “boleto de entrada” a 300 mil pesos “sólo por tratarse de mexicanos”.
Todavía no comprendo la actitud de este joven comisario y mucho menos sé si fue correcta o no. Cientos de años de abusos y engaños por parte de gente que viene de fuera, de otros mundos que no son su propio pueblo, y que se han traducido en carencias y formas insalubres de vida, de alguna manera tienen que dejar su huella en las personas.
EL CAMINO HACIA LAS PROFUNDIDADES<\/b>
Una vez cerrado el trato con el comisario, iniciamos los preparativos para emprender el descenso. Nos esperaba un fascinante mundo de oscuridad y silencio con más de veinte caídas verticales y estábamos ansiosos por formar parte de él. El acceso a la caverna es una enorme grieta dividida por un puente de piedra en el que la tierra acumulada había permitido el crecimiento de plantas y árboles. Vista desde abajo, simula tener dos entradas distintas. Los rayos solares que alcanzan parte del fondo del primer tramo vertical iluminaron majestuosamente las primeras horas del descenso y pudimos ver el fondo: 221 metros por debajo de la entrada.
“Nada hay que nos atraiga tanto como la grandeza de los abismos”, coincidimos quienes bajamos a menos 380 metros. Allí instalamos el campamento I y poco a poco fueron llegando suficientes víveres y medicamentos para mantener a más de veinte personas durante siete días. A lo largo de la caverna instalaríamos dos campamentos que servirían para descansar y comer. El primero sería mucho mayor pues era el paso obligado para todos loa que iban en busca de la sima y ahí debía comer, beber y dormir más personas y por más tiempo que en el segundo campamento.
A partir de aquí, la caverna se complicaba: cerca de diez horas duró la búsqueda del paso estrecho por el que continuaba el sótano, aquella escondida y pequeña grieta que los belgas no habían podido hallar en la pared. Cuando la hallamos, la pasamos arrastrando el cuerpo en el suelo y tras de nosotros el costal personal en que llevábamos ropa y alimento para que una vez pasado este angosto problema lo jaláramos hacia nosotros.<\/div>\n

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CIEN HORAS SIN LUZ SOLAR<\/b>
Avanzar a 820 metros de profundidad e instalar el campamento dos fue extenuante. El descenso se volvía más difícil técnicamente y permanecíamos mucho tiempo colgados de la cuerda buscando los lugares más seguros por donde dirigir la cuerda para evitar posibles roces con algún filo de la roca que pudiera romperla. Y ya se sabe que la vida de un espeleólogo depende totalmente de dos cosas: la iluminación y la cuerda.
La impaciencia por descender tiene que ser sustituida en esos instantes por la tranquilidad y concentración para conseguir un descenso seguro. Una cuerda mal colocada puede significar un serio percance.
Horas después, en un montículo de arena que era el único lugar sin piedras del enorme salón, instalamos el campamento dos mientras mirábamos sorprendidos el reloj: el último contacto con la luz del exterior lo habíamos tenido cien horas antes, ¡más de cuatro días!
El día y la noche no existen en la infinita oscuridad de las cavernas, las horas se funden en un solo tiempo: tiempo de trabajo físico y descanso ocioso, tiempo de angustias y alegrías, pero, sobre todo, tiempo de reflexiones.
La caverna brinda entonces ese sentido espiritual que no alcanza a explicarse la inconsciencia de los hombres que, allá arriba, en el exterior, están destruyendo a pasos agigantados la naturaleza.
LO ULTIMO… LO MAS DIFÃ?CIL<\/b>
En silencio, casi en secreto, reanudamos el descenso. Mientras algunos compañeros descansaban en el campamento dos, nosotros colocábamos las cuerdas que poco a poco nos conducirían a la sima. Las dificultades continuaban, el frío aumentaba conforme ganábamos profundidad, las cascadas y pozas de agua helada eran más frecuentes y el descenso por piedras mojadas y resbaladizas hacían más lento el avance.
Faltaban poco metros para llegar al fondo de la caverna cuando la cuerda que llevábamos se terminó. Calculábamos que los compañeros que venían detrás nuestro llegaría en cualquier momento con más cuerda y decidimos esperar.
Conforme pasaba el tiempo, la impaciencia se fue haciendo más patente. Luego llegó la angustia, pues habíamos esperado dos horas y la demora hacía temer un accidente.
Â?Voy a subir Â?dije resueltamenteÂ?.
Coloqué el equipo de ascenso en la cuerda y comencé a subir, pero a escasos cinco metros la luz de una lámpara iluminó la cuerda por encima de mi cabeza. Eran ellos.
�¿Por qué la tardanza?
�¿Cuál? Salimos a la hora acordada y no tardamos mucho �fue la respuesta a mi pregunta.
En el afán de llegar al fondo, habíamos descendido tan rápido que nos adelantamos bastante al otro grupo. Nada grave había sucedido, salvo que nos habíamos enfriado mucho durante la espera.
Entonces, con la cuerda necesaria, en poco tiempo llegaríamos al fondo. Y así fue. A cinco días de iniciado el descenso, pisábamos las espesas capas de lodo que marcaban el final de la caverna. Exploramos el enorme salón final hasta encontrar una pequeña fosa en la que maravillados observamos camarones diminutos que nadaban en las cristalinas aguas. Era increíble: había vida a 1,070 metros bajo la tierra. En un lugar sin sol, sin luz, las cavernas nos mostraron su propia grandeza, la de la naturaleza y la de la vida.
EL ASCENSO: DOS VENTANAS AL CIELO<\/b>
Una lata con duraznos en almíbar había sido mi compañera inseparable hasta ese lugar. Pero era hora de subir y si la lata volvió a acompañarme, no sucedió lo mismo con los duraznos. El sabor dulce de la fruta calmaba el apetito, pero no lo saciaba.
Técnicamente, descender es más difícil que ascender, pero en Pozo Verde el desgaste físico que esto último implica es, con mucho, superior, pues el cansancio acumulado de los días anteriores entorpecía el retorno. Cansancio y sueño, cansancio y hambre. Así, hora tras hora, hasta que comenzamos a ver ese par de ventanitas llenas de luz de día que delataban el exterior.
Arriba, el sol bañaba los árboles que sirvieran para amarrar la primera cuerda. El ambiente donde el bullicio de la vida exterior (gritos de hombres, sonidos de animales, viento) contrastaba con la inmensa serenidad de las profundidades.
Satisfechos, regresamos los veinte espeleólogos universitarios del fondo del Pozo Verde. Nos habíamos convertido en los primeros mexicanos que alcanzaban la sima de esa caverna y también éramos los primeros que, como grupo nacional y no como invitados de otras expediciones, rebasaban los mil metros de profundidad.
Uno a uno salimos por la grieta que días antes nos vio entrar, algunos al amanecer, otros por la noche. Fue una experiencia inolvidable. La Naturaleza se había mostrado, como siempre, tan grande como es y nosotros nos habíamos descubierto demasiado pequeños junto a ella. <\/div>\n

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