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Montañismo y Exploración
Tai Ki, viaje al país del que no se regresa
17 febrero 2012

En 1974, ocho hombres se hacen a la mar en un junco: una réplica de un antiguo junco chino. Su propósito era llegar a América, tratando de demostrar así que los chinos bien pudieron haber llegado a América.







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Kuno Knöbl. Tai Ki. Viaje al país del que no se regresa. Editorial Juventud, Barcelona. 1978. 274 páginas más ilustraciones. ISBN: 84-261-1514-4

 

Sobrepasar los propios límites. Primero, con la imaginación; y luego, en la realidad. Sí; realizar lo que hemos soñado, transformarlo en algo tangible.

En 1974, un grupo de ocho hombres se hacen a la mar en un junco construido expresamente para ellos. Se trata de una réplica de un antiguo junco chino. Su punto de partida es Hong Kong y su propósito es llegar a América, tratando de demostrar así que los chinos bien pudieron haber llegado a América antes que los españoles.

Sus fundamentos son escasos y muchos no son más que hipótesis, pero eso les da el pretexto para viajar. Quieren llegar a México y cruzar hacia el Tajín, para hacer un “redescubrimiento” de lo que ellos creen que hicieron los chinos. Una de sus afirmaciones es:

“La extracción del estaño, la aleación del cobre y el estaño que forma el bronce, el tratamiento del oro por medios químicos, técnicas varias del tejido y los colorantes, no podían haber sido descubiertos repetidas veces y de forma independiente.” (p. 27)

La pregunta que no se resuelve es: ¿por qué no?

Su viaje se aplaza porque construir un junco de esa época no es fácil, porque los chinos tienen sus propios tiempos (diferentes a los europeos) y porque se les viene encima la temporada de tifones. Cuando la prensa comienza a dudar que el viaje se haga, ellos se hacen a la mar, aunque remolcados lejos de tierra para que el viento los empuje.

El grupo se compone de ocho elementos y sólo dos de ellos se conocían desde el principio.

“¿No es indispensable que, primero, todos nos conozcamos bien? ¿No sería primordial entrenarnos antes para constituir un equipo en que que cada uno esté acostumbrado a los demás? Ésa resultaría sin duda la solución ideal. Desgraciadamente, no está a nuestro alcance.” (p. 63)

Así que los ocho hombres son en realidad desconocidos a quienes ha unido el interés por cruzar el mar a bordo del junco.

Sorprendentemente, los tifones giran antes de llegar a ellos, pero cuando los agarra el primero, saben lo que les pudo haber pasado desde antes. Uno de ellos, Kuno Knöbl, el autor del libro y líder del proyecto, tiene que ser evacuado:

“…yo no permaneceré en el Tai Ki. Es una sentencia muy dura a la que he intentado sustraerme durante estos últimos días. No me resignaba a capitular. No me encontraba dispuesto; mi voluntad tenía que ser más fuerte que mi cuerpo. Debía aguantar. Durante años había perseguido un sueño. ¿Iba ahora a escabullirme por la escalera de servicio como en los sainetes malos, abandonando a mis camaradas? Pero con el movimiento del barco, mi estado ha empeorado y mi sentido del equilibrio es tan precario que apenas puedo andar. A cada momento tengo vahídos, vértigo, ausencias.” (p. 171-172)

Sin él, comienza otra etapa del viaje para el Tai Ki. Una etapa llena de sucesos. En cuanto baja del barco, la tripulación descubre que el barco hace agua y días después descubren que son los terredos, unos moluscos que gustan comer la madera de los barcos. Van perforanco el casco poco a poco, cavando túneles y haciendo que día a día el Tai Ki sea más débil y deje más expuestos a los tripulantes.

“Ahora la tripulación actúa como un solo hombre. ¿Será por la aventura, el riesgo que sus miembros han deseado y buscado, por la proximidad de un peligro concreto que puede combatirse? No, no se trata de aventura, sino de un trabajo duro y penoso que no acaba nunca, un trabajo embrutecedor a fuerza de monotonía. Es una tarea detestable en la que, sin embargo, los hombres hallan una euforia completamente paradójica. Todos trabajan con la mejor voluntad, se echan una mano en cuanto problema se plantea, no protestan de nada, ríen, cumplen como los buenos. Donde antes eran necesarias largas explicaciones y discusiones, hoy basta con un gesto breve para comprenderse. Cada unos abe lo que tiene que hacer y lo hace. Es curioso comprobar hasta qué punto las circunstancias pueden cambiar a los hombres.” (p. 205)

Las labores del barco se multiplican pero es básicamente achicar, achicar y seguir achicando. Pasan días y saben que la batalla está perdida pero ninguno de ellos menciona la palabra abandonar. Deciden dirigirse a San Francisco, a más de mil millas náuticas de ellos. De cualquier manera, están a esa distancia de cualquier sitio.

Al final, el Tai Ki es abatido por un temporal y los tripulantes se ven salvados gracias a su llamado de auxilio a la patrulla costera de Estados Unidos, quien enlaza a los barcos que estén en las cercanías. Esa es la aventura del Tai Ki.

De entrada, el libro es aburrido. El autor se complace en presentar una situación desde el punto de vista de varios de sus compañeros y la narración parece estancarse como si estuviera en mar calmo. Lo curioso es que en cuanto se baja, la narración comienza a tener vida propia. Aunque sigue siendo narrada en un “nosotros”, es obvio que Knöbl no estuvo ahí y que alguien más escribió esa parte, corregida y aumentada por las entradas múltiples de los diferentes diarios y con un tono en el que parece que nadie se hubiera ido. Sin embargo, el libro logra captar la atención del lector a partir de ahí y hasta su naufragio.

Y se trata precisamente de eso: del relato de otro naufragio, pese a todo lo que pretendían demostrar. Justo cuando se inicia la narración de la pérdida del junco, es cuando la narración vale más. Hasta la rata que tuvieron de polizón y que posteriormente regalaron a alguien, parece simpática.

Esa segunda parte muestra uno de los peligros del mar para embarcaciones de madera y, sobre todo, las cambiantes situaciones de comportamiento entre los tripulantes, desde la indiferencia a la camaradería y a la tensión extrema producida por el cansancio.

Y he de ser sincero: me costó dos meses leer la primera parte y sólo un día la segunda.



 



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