En todos los ascensos al Iztaccíhuatl que pasan por la ruta normal de las Rodillas, es común toparse con la Cruz de Guadalajara. Muchos preguntan por qué tiene ese nombre y las historias han ido variando con el paso del tiempo y con el paso de información de boca en boca.
El hecho fue uno: un grupo de estudiantes fue atrapado por el mal tiempo cuando bajaban por las rodillas. Se escondieron como pudieron entre las rocas esperando que pasara la tormenta. Pero primero llegó la noche y poco a poco, los muchachos fueron muriendo. Once estudiantes perdieron la vida por lo que ahora calificaríamos de pésimo equipo, pero en realidad su raíz fueron las malas decisiones, pero entonces las cosas se hacían así. La falta de un análisis de fondo y un informe completo impidió que el avance fuera más fructífero.
La muerte de los muchachos (de menos de 20 años) causó una gran conmoción en el ámbito nacional y el montañismo tuvo un punto de quiebre en el que comenzaron a pensarse un poco más las cosas. Por desgracia, no se fue muy lejos, pero sí hubo cambios. Los montañistas actuales se quedarían asombrados de la hora de inicio del ascenso, de la hora límite para dar vuelta atrás, de la decisión de quedarse agazapados esperando a que el mal tiempo amaine y de muchas cosas más. Pero el hecho es que las cosas se hacían de ese modo en ese tiempo.
El siguiente relato fue posteado en el Facebook del Socorro Alpino a través de su historia junto con algunas fotografías. Lo reproducimos aquí para que los montañistas actuales sepan el por qué del nombre de esa cruz. Fue tomado de la revista Life en español, vol. 31 no. 6, de fecha 25 de marzo de 1968
El rescate del los 11 jóvenes de Guadalajara en el volcán Iztaccíhuatl 1968
Crónica rescate en el Izta 11 jóvenes de Guadalajara mueren
A las 7 am del domingo, salimos a escalar el Iztaccíhuatl. por el camino se quedaron algunos compañeros, vencidos por el cansancio. Habíamos resuelto que los que no llegaran hasta "la rodilla" del volcán extinto antes de las 2 pm, se volvieran con uno de los profesores que encabezaban la excursión. Nuestro grupo llego a la rodilla antes de las 2 pm, inmediatamente llame al campamento base por radioteléfono, para avisarle al padre Luis Hernández Prieto que nos disponíamos a ponernos los spikes. De hora en hora nos comunicábamos por radio con el campamento.
Hasta el nivel de la rodilla no encontramos nieve, pues ahí, a los 5,000 de altitud, comienza apenas el manto blanco que cubre la montaña. el grupo integrado por treinta montañistas, llego asimismo al pico más alto, comúnmente llamado "el Pecho". Tomamos fotografías de la cumbre antes de emprender el descenso. Íbamos bajando cuando, alrededor de las 4:15, se desencadenó la ventisca. En cosa de cinco minutos todas las veredas, así como las huellas de nuestra ascensión, quedaron totalmente cubiertas por la nieve. El grupo, sin embargo, continuó su marcha, siguiendo los pasos del guía, el ordenando Rafael Moreno Villa, y de sus cuatro ayudantes, uno de los cuales era yo mismo.
Pasamos una cuerda de mano en mano, para mantenernos unidos, pero sin atarnos, por temor de que alguien cayera y arrastrase a los demás, avanzando casi a ciegas por entre las cortinas de nieve, llegamos a la rodilla, donde encontramos a tres compañeros. Desde ese lugar descendimos todos juntos hasta una pequeña hondonada como de 10 m. de ancho. Había tanta niebla y nieve que ya no se distinguía nada. Para no extraviarnos nos tomamos de las manos.
Alrededor de las 8 pm, corrió la voz de que uno de los jóvenes se había caído. Tomé una lámpara, una cuerda y mi piolet y bajé a buscarlo. No le había pasado nada. Lo ayudé a levantarse y lo llevé a donde estaban los compañeros. Todo estaba en tinieblas ahora, no se veía absolutamente nada. Más tarde descubrimos que nos habíamos detenido a siete metros de un precipicio y a 250 del albergue Esperanza López Mateos. Menos mal que la obscuridad y la nieve no nos dejaron avanzar.
Al amparo de las peñas de la Rodilla, nos sentamos sobre una capa de nieve de 30 cm, de espesor. Luego, empezamos a dar vueltas, mientras conversábamos, "No se duerman, muchachos —dijo el señor moreno—, tenemos tempestad para un par de horas más, pero ya bajaremos".
La ventisca se prolongó hasta las 4:30 de la mañana siguiente. Creo que durante la tempestad el viento alcanzó velocidades hasta de 30 km, nos quitamos las gafas empañadas por la nieve y se nos formaron bolas de hielo en las cuencas de los ojos. Teníamos el cabello congelado, rígido, como si fuese de madera. ¡El frío que pasamos! Unos nos acurrucamos entre las peñas y otros a corta distancia, dentro de un circulo de 10 mts.
Como a las 7 pm creímos ver a un compañero nuestro que venía a rescatarnos. ¡Si estaríamos locos todos! Le gritamos y nos comunicamos con él y él nos contestó. Al día siguiente nos enteramos de que aquel muchacho nunca salió del campamento. Creo que fue una psicosis general inducida por el miedo y el frio que padecimos. Todos nos colocamos entre las piedras y estábamos moviéndonos constantemente.
Como a las 7 am, supimos que se había caído un muchacho, Francisco Fernández del Valle, supongo que se levantó a caminar y que, cegado por la ventisca, se acercó demasiado al farallón. Aproximadamente a las 3 am, nos avisaron que otro muchacho había corrido igual suerte, más o menos en el mismo lugar. Alrededor de las 4 a.m. el guía y yo despertamos y procuramos sacar de su letargo a los demás, instándolos a no permanecer inmóviles.
Descubrimos que uno de ellos tenía los pies congelados . Le dimos masaje y lo mismo hicimos con otras víctimas del frío. Uno de los montañistas no despertó. en vano le dimos respiración artificial y masaje en el corazón: ya no revivió. Decidimos despertar a los demás a puñetazos pero ya no reaccionaron. La temperatura debía estar a 20 o 30 bajo cero.
Por fin amainó la tempestad a las 4:30, una hora después rayó el alba y buscamos la ruta de bajada. Desde la rodilla hasta el albergue la senda es empinada, peligrosa, con rocas y arena bajo la nieve, hay una sola vereda, que bordea un precipicio de afiladas aristas. Descendí por delante y encontré tirado a Miguel Mayorga Castañeda. Se había roto un dedo, tenía el cuerpo lleno de raspaduras y estaba medio loco. Platiqué con él, y dijo: "Quítate, ¿porque me interrumpes? Estoy pensando”.
Grité a otros compañeros para que me ayudaran y arrastramos a Mayorga hasta el albergue. Al entrar un muchacho me gritó "Se acaba de caer Archi". Salí y encontré a Archivaldo Lancaster Jones. Estaba muerto. Hacia un rato le había pedido que me ayudara a revivir a varios compañeros congelados, "Ya voy", respondía. Probablemente estaba en eso cuando dio el traspié mortal. Yo no lo vi caer. Poco a poco iban bajando otros del albergue.
Como a las 7:30 am., un joven se puso tan desesperado de no acabar de bajar que saltó hacia abajo y cayo de cara. Corrí hacia él. Volvió la cabeza. Me miró un instante y rodó cuesta abajo, hasta unos 30 m. de distancia. Corrí y lo encontré ya muerto. Ascendí otra vez hasta el albergue y le pedí a uno de los muchachos que fuera en busca de Jesús de Jiménez Limón, otro compañero que había perdido el equilibrio. Estaba todo raspado y medio loco de angustia porque cada vez que se ponía de pie se desplomaba como un niño chiquito.
En el albergue encontré, rodeado de sobrevivientes, al "padre" Moreno, que tenía el ojo izquierdo lesionado por un pedazo de hielo "Espera, que voy a ayudarte", me dijo. "No padre —respondi—, es preferible que permanezca aquí, si se cae usted ya somos más las bajas”. Ordené a uno de los muchachos que saliera a recoger a otro que tenía los pies congelados y poco después regresaron con él. Les pregunte "¿Y los demás?" Contestaron "Ya están muertos."
Luego salí a hacer una nueva exploración y encontré a Enrique Cortez, no muerto, pero si aletargado. Lo desperté y advertí que deliraba "¿Que hubo, donde estamos?" Le recordé que nos encontrábamos en el Izta. "No es posible —contestó—, fui a misa, desayuné, ya leí el periódico y ahorita voy al Pecho a dar una hora de gracias”. Finalmente conseguí que se pusiera de pie y lo conduje al albergue.
Poco después, como a las 7 am, logré comunicarme por radioteléfono con el padre Hernández. Le dije, porque así lo creía, que tres de mis compañeros habían muerto. Una hora más tarde lo llamé de nuevo para comunicarle que eran seis, no tres los montañistas muertos. Pero a las 9 am, cuando ya todos los probables sobrevivientes nos encontrábamos en el albergue, tuve que avisarle que faltaban 13. Poco después encontré a Enrique Cortez, y el total de bajas se redujo a 12. En esta creencia estuvimos durante algún tiempo, debido a una confusión. Había contado un muerto dos veces, una por Pardo Aceves, que sí murió y otra por Mayorga.
Entre los 57 muchachos de 13 a 20 años que integraban la expedición había dos hermanos: Martín y Miguel Mayorga. Como Miguel estaba con nosotros, le avise al padre Hernández que faltaba "uno de los Mayorga", y como Martin , el menor, estaba en el campamento base, el padre Hernández supuso que Miguel se había perdido. A las 7 pm por fin aclaramos nuestra equivocación.
Mientras, en el albergue repartíamos las provisiones... jugos, agua y naranjas que llevábamos. Teníamos un hambre y una sed atroces. Luego subí hasta donde habíamos dejado los cadáveres. Recogí la mochila y la cantimplora del infortunado Gabriel de la Torre y regresé al albergue. Después de repartir lo que había traído, salí de nuevo a identificar los cadáveres, uno por uno, para avisarle al padre Hernández, quiénes eran los muertos.
A media tarde nos preguntaron los del campamento como estaba el tiempo, pues pensaban despachar un helicóptero a socorrernos. Contestamos que había mucha niebla. Poco después llegó un helicóptero. Mas como no podía aterrizar, dejó caer unos bultos con comida y ropa. Al mismo tiempo saltó de la máquina un hombre, el doctor Luis Gallardo. Mientras otro muchacho y yo recogíamos los bultos, el médico atendió a Mayorga, Cortez, Javier Olavarría y Jesús Jiménez. Olavarría estaba entumecido de frío y Cortez apenas estaba recobrando el sentido.
Comimos, los que aún podíamos hacerlo, pero no saciamos nuestra sed porque dos de las cantimploras arrojadas por el helicóptero se rompieron al dar contra la tierra. Como sólo quedaba una cantimplora semillena, dimos de beber a los heridos y los demás nos conformamos con unos traguitos. Teníamos ahora, gracias al helicóptero, una botella de coñac Napoleón, otra de ron y de aguardiente Madero y, me parece, una más de champaña. Nos apresuramos a tomar un sorbo para entrar en calor. El frio, el cansancio y el licor me cerraron los parpados y me dormí desde las 4 hasta poco de las 6 pm.
A esa hora, más o menos, apareció el Socorro Alpino, conducido por los guías de la brigada, 15 de los sobrevivientes emprendieron el descenso. Otros miembros de la brigada me instaron a permanecer con ellos para que les indicara, al día siguiente, donde estaban los cadáveres. Orozco Torres y yo accedimos a pasar la noche en el albergue. Poco después alimentamos a los heridos y cenamos con nuestros salvadores. A las 6 am del martes llegó otra brigada de salvamento. Me pidieron que les ayudara a bajar los cadáveres, lo cual rehusé porque me sentía muy cansado. Sin embargo, los llevé hasta donde yacían mis infortunados amigos, a quienes les quitamos los spikes y los envolvimos en frazadas para evitar que cualquier golpe o tropiezo los desfigurara la cara. Minutos después llegaron como 40 paracaidistas, quienes ayudaron a los del Socorro Alpino a trasladar los cadáveres a otro refugio. El Iglú, donde aguardaba el helicóptero que los llevó a La Joya.
Mientras tanto volvimos al albergue Esperanza López Mateos, recogimos los objetos que habíamos dejado allí, y reanudamos nuestro descenso. A las 3 pm del martes llegamos al campamento base. Desde allí un "jeep" nos llevo a la Ciudad de México. Si alguien nos preguntara si seriamos capaces de repetir la aventura, le responderíamos que sí. Hemos resuelto conquistar de nuevo la montaña de la mujer dormida. Iremos a plantar once cruces en los lugares donde murieron nuestros compañeros.
Revista Life en español. 25 de marzo de 1968 vol. 31 no. 6
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