Estoy con dos compañeros de mi expedición. Cian es irlandés, con 30 años, hombre fuerte y buen amigo para escalar. Phill es un inglés de casi dos metros de altura pero muy amigable y con un gran humor. Los tres llegamos —tras seis horas de ascenso desde el campo 3— a esta planicie helada y barrida por el viento. Son ya 7,950 metros de altitud y finalmente estamos en el Campo 4 del Monte Everest, la montaña más alta del planeta, en la zona de la muerte, donde nadie puede vivir por mucho tiempo.
Nos metemos a la tienda para descansar antes del ataque final a la cumbre.
Han pasado varios años desde que conocí la nieve en la montaña a los cinco mil metros de altura en el Iztaccíhuatl (México). Ahí comencé a prepararme. Le siguieron los largos años de subir y bajar montañas nevadas en América del Sur, años de entrenar mi cuerpo, mi mente, mi voluntad. El mayor problema siempre había sido conseguir el financiamiento. Quizá vencer todo forjaba más la voluntad, pero bien me hubiera gustado que en ese plano todo hubiera sido más sencillo. No lo fue.
Ahora sólo faltan unas horas para que comencemos a ascender. Los últimos metros hasta el techo del mundo. Para muchos todo esto es sólo un sueño que no se han aventurado a realizar. Para nosotros habían quedado atrás los problemas del financiamiento, las tormentas, los días de incertidumbre, las largas horas de caminar, las avalanchas con sus sonidos que envolvían todo y hacían temblar todo. Muchas otras cosas más, por supuesto, pero estoy aquí para subir el Everest, no para recordar el pasado.
Faltan pocas horas y hay que dormir, pero no puedo hacerlo. La cumbre está cerca. Asomo la cabeza por la entrada de la tienda y veo la Cumbre Sur tan cerca que parece broma que uno deba tardar una jornada entera para llegar allá. Un ascenso duro y exigente. Debo dar lo mejor de mí, entregarme por completo durante la escalada de esta montaña, de sentir su espíritu y de reconocer que es un ser, un ser superior a mí. Chomolungma. Si no la trato con cuidado y respeto, puede pasar lo peor. Debo estar muy atento. ¿Es posible dormir así?
A las 20:20 aún no he dormido pero nos preparamos para el ascenso. Fuera de la tienda nos damos un abrazo deseando lo mejor para todos y comenzamos a subir. Mingma Sherpa y yo vamos a la cabeza de nuestro grupo. Hace viento pero es llevadero y no nos impide subir, tanto que me quito la primera capa de los guantes porque no siento frío en las manos y porque son muy incómodos.
Subimos despacio, muy despacio. Es increíble qué tan lentos caminamos por la falta de oxígeno, pese a las mascarillas. Algunas ocasiones damos 70 o 90 pasos y nos detenemos a recuperar el aliento un par de minutos; después, otros 70-90 pasos. A pesar de sentir que vamos lento, rebasamos a varios escaladores. Es de noche y no sabemos quiénes son. Sólo vemos sus frontales. No es momento de ver los precipicios que nos rodean sino de mirar las estrellas, tan cercanas, cada vez más. Pero vamos con la mirada fija en el suelo que pisamos. Arriba de nosotros hay más luces de otros escaladores que salieron más temprano.
Cuando la pendiente se hace más fuerte, en el inicio de una enorme pared oscura, nuestro ritmo disminuye. Este año la montaña no tiene mucha nieve y la subida es prácticamente sobre roca. Es más complicado subir en la oscuridad.
Mi frontal sólo abarca unos cuantos metros alrededor de mí pero en algún momento ilumina algo que en un principio no distingo bien. Quizá un maniquí. “¿Un maniquí? ¡Qué tontería!” Pronto me doy cuenta que son cuerpos de montañistas que han fallecido ahí. Una realidad brutal. Después encontramos más cuerpos a lo largo del ascenso. Cuerpos, unos recientes y otros que debían tener varios años ahí. “La zona de la muerte” es un nombre que le queda a la perfección.
Pienso en sus familias. Igual que Mingma, que Cian, que Phill, que yo y que todos los que ahora estamos subiendo, ellos también se habrán despedido de sus familias y esperaban regresar para contar una historia, su historia en la cumbre del Everest, pero no la contaron ellos y no fue precisamente de victoria, quizá tampoco de cumbre. Pese a lo embotado que se puede estar aquí, ver cuerpos de otros que intentaron lo mismo que uno, da mucho que pensar. Yo tengo claro que debo regresar a mi familia para estar con mi familia. Vivo. Estoy atento a todo porque a cualquier situación que haga peligrar mi vida, daré la vuelta. No es cobardía, no es miedo. Es una promesa que hice a mi esposa y a mis hijos. Pienso cumplirla. Cuando llegamos al Balcón ya no veíamos cuerpos.
Comenzaba a teñirse de luz el cielo. Comenzaban a ser innecesarias las frontales. El Balcón es una angosta arista de 300 metros de largo, tal vez más, tal vez menos. Al lado izquierdo está la impresionante pared suroeste del Everest y —muy abajo— el Campo 2 del que algún día salimos. Del otro lado está la no menos impresionante pared del Kangchung. Cientos de metros se transforman en miles cuando de detenerse con algo se trata. Así de alto estamos. Así de aéreo es este paso. Una cuerda sobre la tierra. Si hubiera viento fuerte sería muy difícil pasar.
Desde ahí también vemos luces del otro lado de la montaña: montañistas que están subiendo por el lado chino y su larga arista. Estamos tan cerca en este aire tan nítido y tan carente de oxígeno que podemos ver a algún escalador. Al final del Balcón, comenzamos el ascenso a la Cumbre Sur, con pasos cada vez más lentos pero sin que el ánimo disminuya, con las ganas de seguir siempre a tope, cada vez más cerca de la cima.
Golpeo la nieve con la bota porque los dedos de los pies comienzan a sentirse dormidos por el frío. Quiero estimular la circulación. Hace rato que me puse de nuevo la primera capa de las manos porque el frío es cada vez más crudo. Alcanzamos la Cumbre Sur a las cinco de la mañana.
Amanece.
Todo es espectacular. Sin nubes y con poco viento, es el día adecuado para estar aquí. Uno puede quedar extasiado aquí, contemplando las montañas lejanas o las estrellas o el amanecer o el mundo debajo de los pies. Pero la cumbre es un imán poderoso y la voluntad de estar a salvo es ser más fuerte.
Delante de nosotros está la arista final que lleva a la cumbre principal. Se ve perfectamente el Escalón Hillary. Es el último problema técnico a superar. Hoy no tiene nieve y sólo es una gran roca. Me percato de nuevo que no siento los dedos de los pies. De nuevo algunos golpes. Sé que la cumbre está a sólo unos pasos. Sé que llegaré. Me siento muy bien físicamente y el ánimo está muy elevado. Un sorbo de agua y continúo.
Ya en el Escalón Hillary veo que lo que debo escalar no es muy difícil. Su paso es en roca con tramos de hielo cristalino, pero pese a no ser técnicamente muy complicado, estamos a 8,800 metros, casi en la cumbre de la montaña más alta del mundo, caminando sobre un filo de navaja que es el encuentro entre dos paredes gigantescas de roca y hielo a ambos lados. Cuesta mucho esfuerzo pasar esos pocos metros. Cuando me falta el aire, tomo un respiro y sigo. De un tirón termino encima de la roca.
Lo que sigue es más sencillo y voy dando paso tras paso sobre este angosto filo. El viento ya sopla con más fuerza y hace que vayamos con más cuidado. De repente veo la cima: el punto más alto del planeta, ahí donde termina. Sigo caminando… con la emoción a punto de salir por mi garganta reseca. Pienso en mi esposa, en mis hijos, en los amigos y todas las personas que estuvieron involucradas en esto, que ya es un hecho. Pienso en mis patrocinadores.
Son las 5:57 del viernes 25 de mayo de 2012 cuando la cumbre del Everest es alcanzada por primera vez por un costarricense. Tengo el mundo a mis pies. ¡Qué maravilla! ¡Qué esfuerzo! Todo ha valido la pena para estar aquí. Le doy un gran abrazo a Mingma. Para mí y para Costa Rica es la primera vez que llegamos a la cima del Everest. Para él este ascenso representa su décimo octava ocasión en pisar el techo del mundo. ¡Qué honor compartir estos momentos con él, estar con él!
Pero el mayor de los honores es poder extender la bandera de mi país en este punto, ahí donde termina la tierra, desde donde se la puede ver toda. El Makalu, el Cho Oyu, el Kangchenjunga, el infinito… Tenemos un día espectacular. Pienso que este es un acto que demuestra que los sueños y las metas que se proponen seriamente se pueden realizar. Nunca es fácil, pero aunque el camino sea arduo, la cumbre es el símbolo de haber triunfado. Ahora nos hace falta bajar.
Nos tomamos fotos y esperamos a que otros tres compañeros de nuestra expedición lleguen y cuando lo hacen los recibimos con un gran abrazo. Aquí se siente la camaradería de otra forma. No hay nadie más por encima de nosotros y el esfuerzo ha sido gigantesco para cada uno. Ese simple abrazo representa mucho para quien lo recibe y también para quien lo da.
Bajamos porque hace frío, porque tenemos que bajar. Las sirenas de las alturas no deben atraparnos. Bajar es tan duro como subir. Los pasos son igual de lentos. Tardamos seis horas en llegar al campo 4. Estamos agotados y nos metemos a la tienda para descansar y beber. Rehidratarnos. Cinco minutos después, tomo el teléfono satelital y llamo a mi esposa:
—Estoy bien, ¡Misión cumplida!
Ver Everest, lado sur en un mapa más grande