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Montañismo y Exploración
Una dura travesía por Península Mitre, Tierra del Fuego, Argentina
12 mayo 2010

En donde termina el continente americano, dos exploradores se adentraron para recorrer la península Mitre, en territorio argentino. Su recorrido tuvo que suspenderse debido a las congelaciones en los pies de la autora.







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Fui invitada a documentar en video esta tierra tan inhóspita. Acepté sin dudarlo. Dejé a un lado todos los comentarios negativos que empezaron a caer sobre mí y el proyecto. ¿Estar 40 días durmiendo en una carpa, sin bañarse? ¿Tomar agua de turba en todo ese tiempo? ¿Cruzar el río López (que se adueñó ya de muchas vidas) y todos los otros ríos y los acantilados?

Perla Bollo y Sergio Anselmino en la Península Mitre.
Fotos, cortesía de Perla Bollo.
Click para agrandar.

Génesis de una aventura y el plan

Quedaban tres meses para la fecha prevista. Partiríamos desde Estancia Moat hasta Cabo San Pablo, siempre por la costa. Sergio Anselmino ya había caminado desde la ciudad de Ushuaia hasta Río Grande, en el Atlántico, durante 45 días. Solo. Con ese viaje Documentó toda la península en más de 3,500 fotografías y luego se encargó de mostrarlas a toda la provincia de Tierra del Fuego. Presentó una muestra fotográfica con más de 400 imágenes a la que llamó La Tierra del Fuego desconocida.

Después de trabajar durante 6 años en un lento y exigente proyecto pudo cumplir un sueño más: publicó dos libros de la fauna existente en la provincia, con todas sus fotografías y sus textos creó Fauna del Canal Beagle y Fauna de Tierra del Fuego, que luego fueron declarados de Interés Educativo-cultural por el Ministerio de Educación de la Provincia, entre otros.

Así, la idea de documentar fílmica y fotográficamente la Península Mitre estaba principalmente destinada a tratar de contribuir con material al proyecto que impulsa la creación del Área Natural Protegida Península Mitre.

Comenzamos el plan de entrenamiento psicofísico. Lloviera, nevara, hubiese viento o no tuviéramos ganas, durante dos meses corrimos una hora diaria. A un mes de la partida dejamos de correr y Sergio sugirió que, al igual que él, tratara de aumentar de peso lo más posible.

Ubicado en el extremo más sur de Argentina, pensé que el Faro San Pió y su imponente paisaje de acantilados, rompientes y los increíbles vientos, sería el lugar más lindo que conocería en esta travesía. ¡Qué equivocada estaba!

Llegamos a la Bahía Sloggett. Sergio me contaba algo de su historia: en cierta manera, el oro había logrado poblar esa bahía; una gigante draga aurífera que todavía pelea con el viento y la humedad es lo único que queda de esa etapa. Sergio no me había hablado mucho del río López y cuando estuvimos viendo su fuerte correntada me explicó que esa desembocadura era muy profunda, que trabajaba con la marea y cuando ésta subía el río aumentaba en aproximadamente seis metros su anchura.

El río López era el peaje para ingresar a la Península Mitre. Luego de dos intentos fallidos de cruzarlo, Sergio cruzó a nado y luego cruzó las dos mochilas atadas con la cuerda. Después de prender un gran fuego se acercó a la costa y me gritó las ya repetidas y exigentes recomendaciones sobre el shock que me iba a provocar el agua helada durante esos aproximados 30 metros que nos separaban. Estaba atada a la cuerda que Sergio sostenía en la otra orilla del río y eso me daba seguridad.

Ese fuego que Sergio había encendido fue el lugar donde temblé como nunca. Pero sabíamos que en abril el clima es calmo con respecto a lluvias y vientos pero lo que más nos preocupaba era la comida. La armada argentina accedió con amabilidad y responsabilidad cuando les solicitamos que nos llevaran una caja con alimentos, medicinas y equipo fotográfico. Así nos reabasteceríamos y seguiríamos sin problema hasta Cabo San Pablo.

Adolfo Imbert, quien realiza las únicas travesías a caballo por la península, partía hacia allí en una fecha cercana a la nuestra. Él, también muy amablemente, agregó a sus alforjas el peso extra que luego dejó en Policarpo. Un velero que iba a realizar una travesía a una zona cercana a Bahía Aguirre se ofreció a llevar alimentos para reabastecernos cuando llegáramos ahí. Así, pocos días de salir, el problema de la comida estaba más que solucionado.

Adentrándose en lo desconocido

Martín Lawrence nos llevó hasta Estancia Moat. Los nervios que me venían atormentando desde hacía tres meses se quedaron ahí. El 16 de abril a las 15.30 horas cargamos las mochilas y empezamos a caminar. Ese día fue más oscuro que los anteriores y el viento también fue diferente: muy frío, no respetaba una dirección.

El 21 de abril dejábamos atrás Bahía Sloggett y también el buen clima. Antes del atardecer, la nieve y los vientos ya se habían encargado de blanquear el interior del bosque donde habíamos decidido dormir. Al día siguiente todo se encontraba cubierto por una capa de 15 centímetros de nieve. Ahora estaba aun más oscuro que el día anterior. El mar muy agitado formaba una espuma que era arrastrada por el viento hasta casi 300 metros de la costa.

Nos pusimos la ropa mojada del día anterior y comenzamos a caminar. El viento traía nieve y en ocasiones granizo. El agua sobre la turba cubría nuestros pies. En dos ocasiones prendimos un pequeño fuego para hacer circular la sangre en nuestros helados pies. Nos costó mucho trabajo.

A la tercera noche me dolían los pies y se los mostré a Sergio: tenían un color oscuro y el dolor aumentaba. Esa noche fue terrible: no pudimos dormir ni un momento. Sergio apenas me habló para recordarme que tomara otro antiinflamatorio. No, no estaba enojado; sus pensamientos estaban fijos en qué decisión teníamos que tomar.

A las 10 de la mañana el viento sacudió la carpa con ráfagas fuertísimas como lo había hecho toda la noche. No necesitábamos abrir la puerta para adivinar qué día existía afuera. Las gotas caían del techo de la carpa, la bolsa de dormir estaba empapada y apenas se podía ver por la luz gris oscura que pasaba por las paredes. Todo seguía igual.

Sergio pidió que le mostrara mis pies. Los vio con calma y luego señaló el mapa: estábamos casi entrando en la Punta Kinnaird. Me explicó (tratando de no transmitir preocupación) que había dos posibilidades. La primera era continuar hacia Puerto Español, donde tendríamos una salamandra, un techo y la comida que el velero nos había dejado en ese punto. Estaríamos en un día y medio. La segunda era pedir auxilio a algún barco desde donde nos encontrábamos para que nos sacaran de ahí. Pero no vendrían a buscarnos hasta que no terminara la tormenta. Decidimos continuar.

[Una salamadra es una estufa, se puede hacer de hierro o también se puede improvisar utilizando en tacho al cual se le hace una boca de entrada para la leña y otra boca para colocarle el tiraje por donde sale el humo.]

A las 11:30 horas comenzamos a caminar pero tuvimos que buscar un lugar para armar la carpa a las 15:30. El viento, el frío y la nieve no nos dejaron seguir. 17 horas después, nos levantamos entumecidos y casi psicológicamente derrotados. Dejamos atrás la punta Kinnaird y entramos a Bahía Aguirre.

Sin exagerar, creo que la humedad y el agua que existían en nuestras mochilas duplicaban su peso. Ya no sentía los pies. Pasamos otra noche apenas a dos kilómetros de la Cueva Gardiner y al otro día, con una alegría inexplicable, nos sumergíamos hasta casi la altura del pecho en el río Bompland. Doscientos metros cubiertos por 30 centímetros de nieve nos separaban de la tan anhelada Estancia Puerto Español.

Un regocijo al alma

¿Cómo se puede ser tan feliz abriendo sólo una puerta? Mis lágrimas se mezclaron con la nieve. Una vez prendida la salamandra, Sergio fue en busca de la comida que nos había dejado el velero. A su regreso, su cara decía que algo no estaba bien. Nunca antes lo había visto así. Me dijo que las cajas con la comida no estaban. No lo pude creer. Luego nos enteraríamos que el terrible clima que habíamos atravesado había sido mucho más benigno con nosotros que con el velero que nos iba a dejar el abastecimiento.

Una ráfaga de viento más agresiva que las demás golpeando fuertemente la pared nos hizo recordar lo que había sido el mar los días anteriores. Nuestra moral parecía acabarse hasta que encontramos un pequeño armario con algunos kilos de fideos, arroz, harina, azúcar y café. Pese a que todo estaba muy vencido, estas provisiones más el calor de la salamandra y lo confortable del lugar lograron que nos repusiéramos del cansancio. Mis pies comenzaron a mejorar bajo el efecto de los antiinflamatorios, el reposo y masajes.

Desafiando a la naturaleza

La nieve se fue al igual que las oscuras nubes. Estábamos listos para continuar la travesía y dejar la apacible estancia atrás. Descender a las catorce cuevas que Sergio descubrió en su travesía en solitario no fue nada fácil, pero valió la pena. Entramos a casi todas. Cada una tiene un ambiente, color y aire diferente pero la que alcanza los 160 metros de profundidad es algo único. Su silencio, su total oscuridad y la energía que existe en su interior son inenarrables.

Saliendo del Cabo Hall caminamos teniendo como paisaje los espectaculares montes Atocha, Pirámide y Campana. El ingreso a Bahía Valentín nos tuvo durante horas apenas sostenidos en difíciles acantilados. El esfuerzo fue recompensado cuando logramos alcanzar la playa de varios kilómetros de largo de una arena fina y dorada.

Alcanzar la Bahía Buen Suceso se había convertido en una necesidad: casi no nos quedaba comida. Desde ese momento entendí por qué como parte del plan de entrenamiento estaba el aumentar de peso porque ya habíamos perdido varios kilos. Nueve cóndores volaron a seis metros sobre mi cabeza en una de las cumbres cercana a Bahía Valentín, los Montes Negros.

Cinco eran jóvenes y cuatro adultos. Es lo único que puedo decir. Creo que no podré describir nunca el sonido de sus enormes alas al cortar el aire puro, sus miradas directamente a nuestros ojos y lo pequeño que se siente uno ante esas espectaculares aves.

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