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Montañismo y Exploración
¿Por qué subo montañas?
8 julio 2010

Es una pregunta que todos nos hacemos alguna vez pero nadie la ha respondido a satisfacción. Sólo hay algunas respuestas que tienen más éxito que otras, sin llegar a explicarlo bien. Esta es otra respuesta a esa pregunta pero bastante certera.







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Sentí vértigo al dirigir la primera mirada hacia ese espacio de plenitud que tenía ante mí… Me parece que un panorama tal, visto desde lo alto de un monte, contribuye mucho a la ampliación de los conceptos. Es tan completamente diferente de cualquier otra visión que resulta imposible, sin haberla experimentado, formarse una noción precisa de la misma. Todos los objetos pequeños se esfuman, solo lo grande conserva su figura. Todo queda integrado: lo que se ve no es una multitud de pequeños objetos separados sino un gran cuadro, brillante y luminoso, sobre el que el ojo se detiene con placer.

Arthur Schopenhauer Diarios de viaje

¿Quién puede ascender Y callar luego?

Arthur Schopenhauer Libro de visitas en una cabaña alpina

Hoy, seis de enero de la segunda década del tercer milenio, tras más de 10 años de subir montañas, mi padre me preguntó el porqué de mi pasión por el andinismo. A su mirada y a la de mucha gente, la actividad del montañismo parece una actitud irracional, incluso estúpida. Ir a esos espacios, donde 'no hay nada', salvo roca, agua y viento, a exponer la vida sin recompensa material alguna, parece, a sus ojos, un acto en extremo irracional.

Fitz Roy, Patagonia.Click para agrandar.

No supe qué decirle. La pregunta surgió en el momento y el lugar propicios; frente a un suculento cordero patagónico y ante la naciente cordillera de los Andes como testigo, en Ushuaia, la Tierra del Fuego Argentina. Tras la pregunta, miré al cerro Martial y a su glaciar en retroceso. Traté de articular una respuesta pero no me fue posible. Sentí que, como sucede con la poesía, la explicación del porqué se asciende a las grandes alturas es inexpresable con el lenguaje ordinario, con las formulaciones basadas en la racionalidad costo-beneficio. De hecho, nadie ha podido explicarlo; otras plumas más diestras y dotadas que la mía han intentado con anterioridad dar a comprender la razón (o la sinrazón) que los lleva allá arriba y todas, absolutamente todas, han fracasado con un éxito rotundo.

Artesonraju, Cordillera Blanca.

Nacido en un brazo de los Andes, mi padre, más dado a la copla que a la poesía, encontraba no solo inexplicable sino también incomprensible que su hijo, de tanto en tanto, le diera la espalda al mundo de los hombres, a las normas de la cultura, y se aventurara por esas montañas, algunas de más de 6000 metros, arriesgando su vida y su estabilidad laboral. No entendía qué lleva a los hombres a ese pavoneo demencial en torno a las blancas cimas, como una mosca alrededor de una llama.

Frente al papel en blanco trato de encontrar ese porqué, y la verdad es que no lo hallo. Conocí las alturas tarde, aunque garrapiñaba los dibujos de mi infancia con montañas perfectas, conitos de nieve en medio de los cuales se asomaba, muy sonriente, un sol animado. Qué lejos estaba de la realidad. El montañismo me ha llevado a escenarios de tragedia wagneriana, donde el frío, el sol, el viento y el agua, no solo modelan el paisaje como arcilla de lánguido alfarero sino que, también matan, evidenciando la crudeza elemental y asesina de la naturaleza. En la montaña he encontrado esa belleza blanca, negra y gris y ese silencio arrastrado por vientos de decenas de kilómetros por hora, esos paisajes de ensueño, donde todo puede hacer que se pierda la vida, pero donde surge la verdadera inspiración.

Cara sur del Aconcagua.

Las palabras, ambiguas en su relación con otros significantes, pero no en su interpretación o significado, son contundentes. Belleza y horror son palabras separadas que no admiten yuxtaposición en un solo vocablo. Por ello se hayan contenidas en dos expresiones distintas. Deberíamos tener una palabra que expresara belleza y horror al mismo tiempo, así podríamos describir las montañas, lugares de una belleza y un horror indescriptibles, donde puede aflorar lo mejor y lo peor del ser humano.

En la montaña he hallado la clave fundamental y ambigua de una naturaleza al mismo tiempo sublime y trágica; bella y mortal. Allí he sufrido las grandes transformaciones emocionales de mi vida; he resuelto mis dilemas e inquietudes y he domado mis sentimientos más destructivos. Allí he templado mi carácter y mi lenguaje se ha hecho recio, contundente, carente de lisonjas y encajes. Debo decir que más que domar y conquistar montañas, ellas me han domado a mí, me han coronado, me han vencido. Han entrado en mi vida, en mi alma, como dueñas de casa y se han alojado en las habitaciones principales.

Cerro Torre, Patagonia.

Subo montañas no sólo “porqué están ahí”. También “ahí” están las playas colombianas, países de cucaña, cercanos a las representaciones pictóricas del paraíso, de la edad de oro, las cuales trato de evitar, incluso las más solitarias y bellas del pacífico. No. El que estén ahí no es una explicación necesaria ni suficiente. Aunque debo admitir que subo glaciares con crampones y piolet porque aún están ahí y probablemente en algunos años ello no sea así y que mi mundo blanco de hielo de paso a la roca desnuda.

A lo que voy es que su simple existencia, el que estén allí, no es aliciente suficiente sin el drama emocional que se desarrolla en sus costados. Subo montañas porque en esas laderas mi vida cobra sentido. Si mi padre me hiciera la misma pregunta ahora que estoy guardado en el amarillo intenso de mi carpa, probablemente le diría que subo montañas porque la voluntad de poder estar ahí, frente al mundo allí abajo, olvidando de todo y de mí, es más fuerte que mi deseo de permanecer alejado de ellas, debajo de ellas, debajo del deseo de estar en ellas.

Las montañas de Ushuaia.

Así de simple.

Subo montañas porqué allá me alejo de las púas de la proximidad humana, porque allí arriba estoy solo, me siento solo. Y paradójicamente soy un ser integro, completo, pleno de mí mismo. Mi sentido pronunciado de la verticalidad me impulsa hacia las alturas. Solo entonces me es dado contemplar la horizontalidad desde la perspectiva del pájaro.

Estar en la cima al amanecer es lo más cercano a un “samadhi”, un estado de éxtasis más mental que físico, de plena conciencia, un estado casi místico. Mientras abajo todo duerme y está sumido todavía en la oscuridad, yo contemplo ya el sol y tengo un encuentro íntimo con la estrella central, encuentro del que allá abajo nada se sospecha. Aquí, desde las alturas, contemplando los contornos agudos de los picos, esperando que los rayos solares rocen mi piel, hallo también placer en lo universal. El Dioniso que hay en mí se sitúa en la cumbre y no en la profunda ciudad.

Próxima tormenta en la montaña.

Arriba, mientras espero que se derrame la luz sobre el mundo, mientras el viento blanco sacude la ladera, cuando ya el oriente está iluminado por el astro rey, soy yo mismo y me encuentro extrañamente feliz, trasformado y trastornado.

Trastocado en mi interior y el exterior cubierto por tres capas de ropa, desciendo al mundo de los hombres, a la calidez de la carpa, consciente de que ya no soy el mismo, convertido en otro, un ser diferente que aquel que abandonó el domo, la montaña me ha convertido en ese otro.

Condoriri, Cordillera Real de Bolivia.

Un espejo de mi mismo que nunca será lo que fue.

In coelo quies. Tout finit ici bas (Paz en el cielo. Acá abajo todo termina).

USHUAIA, Enero 6 de 2010.

Notas

Rudiger Safranski. Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Tusquets. Barcelona, 2008. ISBN: 9788483830918. Página 60.

Las montañas de Ushuaia.



 



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