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Montañismo y Exploración
Vagabundeos
24 noviembre 2009

Siempre he escuchado con admiración, pero sin envidia, los relatos de la buena gente que ha vivido veinte o treinta años en el mismo barrio, incluso en la misma casa, y que nunca ha salido de su ciudad natal.

Isabelle Eberhardt







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Un derecho que muy pocos intelectuales se preocupan de reivindicar es el derecho al vagabundeo.

Y no obstante, el vagabundeo es la liberación, ya la vida a lo largo de los caminos es la libertad.

Romper un día resueltamente todas las trabas con que la vida moderna y la debilidad de nuestro corazón, so pretexto de libertad, han cargado nuestro gesto, coger el bastón y las alforjas simbólicas ¡e irse!

Para quien conoce el valor y, también, el delicioso sabor de la solitaria libertad, pues no se es libre más que cuando se está solo), el acto de irse es el más valiente y el más bello.

Felicidad egoísta, tal vez. Pero es la felicidad para quien sabe saborearla.

Estar solo, ser pobre en necesidades, ser ignorado, ser extranjero y a la vez sentirse en casa en todas partes, y marchar, solitario y digno, a la conquista del mundo.

El vagabundo auténtico, sentado al borde del camino y contemplando el horizonte libre que se abre ante él, ¿no es el señor absoluto de las tierras, de los mares e incluso de los cielos?

¿Qué castellano puede competir con él en poder y en opulencia?

Su feudo no tiene límites y su imperio no tiene ley.

Ningún vasallaje envilece su paso, ninguna labor dobla su espinazo hacia la tierra, que él posee y que se da entera a él, con bondad y belleza.

El paria, en nuestra sociedad moderna, es el nómada, el vagabundo, “sin domicilio no paradero conocidos”.

Añadiendo estas pocas palabras al nombre de cualquier sujeto irregular, los hombres de ley y orden creen infamarlo para siempre.

Tener un domicilio, una familia, una propiedad o una función pública, medios definidos; en fin, ser un engranaje apreciable de la máquina social: otras tantas cosas que les parecen necesarias, casi indispensables, a la inmensa mayoría de los hombres, incluso a los intelectuales, incluso a aquellos que más liberados se creen.

Sin embargo, todo eso no es más que la forma variada de la esclavitud a la que nos constriñe el contacto con nuestros semejantes, sobre todo un contacto regulado y continuo.

Siempre he escuchado con admiración, pero sin envidia, los relatos de la buena gente que ha vivido veinte o treinta años en el mismo barrio, incluso en la misma casa, y que nunca ha salido de su ciudad natal.

No experimentar la torturante necesidad de saber y de ver lo que hay allí, más allá de la misteriosa muralla azul del horizonte…  No sentir la opresión deprimente de la monotonía de los ambientes… Contemplar el camino que se va, todo blanco, hacia desconocidas lejanías, sin experimentar la imperiosa necesidad de entregarse a él, de seguirlo dócilmente, a través de montañas y los valles; toda esa miedosa necesidad de inmovilidad se asemeja a la resignación inconsciente del animal, al que la servidumbre embrutece y que aletarga el cuello al jaez.

Toda propiedad tiene sus límites. Todo poder está sometido a leyes. Pero el vagabundo posee todo el ancho mundo, cuyos límites son el horizonte irreal, y su imperio es intangible, pues lo gobierna y goza de él en espíritu.

Tomado de Isabelle Eberhardt. Hacia los horizontes azules. José J. de Olañeta (Tierra Incógnita), Barcelona. 2001. 132 páginas. ISBN: 84-7651-596-0. Páginas: 32-34



 



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