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Montañismo y Exploración
La grieta

Uno de los peligros más temidos en la alta montaña son las grietas. Caer en ellas es siempre una sorpresa pero pueden llegar a cambiar la vida. El siguiente es un relato de varias experiencias reunidas en una sola narración ficticia. El resultado es impresionante.







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Ciertamente los glaciares y las grandes altitudes no son un mundo habitable para el ser humano. No lo queremos aceptar, pero nosotros los humanos tenemos muchas características de una plaga. Es por eso que nos forzamos a meternos en las partes más inhóspitas. Aquellas donde menos probabilidades tenemos de sobrevivir. Sólo porque sí. Nos gusta complicarnos la vida.

La mayoría lo hacemos porque queremos ser distintos a los demás aunque entre una multitud de millones, en realidad eso no se nota. Y entre tantos que somos, resulta que hay varios cientos de miles que buscan ser diferentes en la misma forma... y con esa mentalidad, terminamos siendo las mismas huestes, todo “pan con lo mismo”.

Ciertamente, los glaciares y las grandes altitudes no son un mundo habitable para el ser humano
Fotografía: César Sánchez
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Así somos los montañistas y escaladores. Creyendo que tenemos “la” filosofía de la vida. Tratando de hacer la diferencia. En el fondo seguimos —como todos— las leyes de la naturaleza: nacer, crecer, reproducirnos y morir. No podemos salirnos de esa línea programada en nuestros genes. Así que el querer ser especial para el resto, también está programado.

Y la lucha por ser distintos tiene también sus reglas. Todos los escaladores nos vemos iguales, todos somos diferentes en lo mismo. Todos los montañistas queremos llegar a las mismas cumbres. Todos nos creemos los mejores. Y todos cometemos los mismos errores.

De cuando en cuando aparece alguien con un granito de mentalidad distinta que a pesar de ser plaga también, a pesar de ser el mismo “diferente”. Empieza a tener una visión que sólo guarda para sí. Quizá es lo que quiso decir Darwin cuando intentó explicar la evolución. El mensaje oculto es muy sutil.

 

Era una tarde muy soleada. El cielo era azul sólido. El aire igual de sólido también. Podía percibir ese olor ácido de mi piel. Ese que aparece después de tantos días de caminar sin cambiarte de ropa y que no es necesariamente suciedad. Es esa adrenalina que vas transpirando, que se va reciclando a cada inspiración que das.

Nada de viento. Podía oír mi propia sinfonía: el ritmo del crujir de mis botas en la nieve, que le dan control a mi respiración. Mi corazón con música de fondo que cambia de tono casi con cualquier cosa que veo, que pienso o que siento. El tin-tin de mis tornillos de hielo. El raspar de el regatón del piolet.

Fotografía: Jorge Colín

Voy en solitario.

Detrás de mí oigo también infinitas voces. Los puristas de la montaña que dicen que escalar sin cuerda es una estupidez. Oigo a los insolentes que no temen por su vida ni por las de los demás, aquellos que se dicen “extremos”, que me aplauden como si lo que estoy haciendo fuera la gran cosa. Oigo a mis seres amados, que temen por mí y esperan con ansia mi regreso. También oigo a Darwin, que se ríe desde donde esté, recordándome que no soy distinto a los demás.

Bajo de mí hay un espíritu mucho más poderoso que yo: la corteza terrestre, el agua, el viento. Se materializan en la inmensa bestia que es la montaña. No soy nadie especial. Sólo soy un tipo, como muchos otros más que ha elegido un camino para andar, que eligió ser montañista para probarse a sí mismo y a los demás, que puede hacerlo. Quizá esa experiencia me dé la visión que se necesita en la vida para tomar las mejores decisiones, para discernir entre lo que es patético y lo que es sublime.... y créanme: es difícil saber la diferencia.

Eso que hay debajo de mí está vivo. Millones de toneladas de agua sólida moviéndose lentamente. Para evitar un poco cómo me impone eso, lo disfrazo con el ruido de mis botas, mis herramientas, mi respiración y mi corazón. Pero a veces tengo que detenerme un poco a tomar aliento. Entonces lo siento: el lento y grave rugir del hielo debajo de mí. La vibración que se siente a través de las suelas de mis botas. El ocasional crujido y sonido del eco bajo mi ser: estoy en un inmenso glaciar.

Fotografía: César Sánchez

Mi corazón se acelera aún más y tapa el sonido. Me muero de miedo. El sol, feliz de estar tan solo; el cielo y el aire, cuajados y sin una sola nube, no ayudan. Sólo me dan más silencio.

Frente a mí observo las grandes paredes mixtas, casi verticales, con tramos técnicos y peligrosos. Curiosamente me parece más acogedor llegar ahí que el gran valle de seracs por el que estoy caminando. Por lo menos si ahí cometo un error, si me fallan las fuerzas y el cansancio se apodera de mí, será culpa mía. Aquí… aquí sólo siento que estoy a merced del espíritu de la montaña. Está ahora dormido, en paz, y yo debo caminar de puntillas porque si se despierta puedo ser víctima de alguno de sus caprichos.

Así camino horas… horas y horas, sorteando inmensos bloques de hielo. Escuchando el rugido. Sintiéndome humilde. Pero determinado. Queriendo ser diferente a los demás.

Veo el muro de mi montaña ya cerca. El sol se compadece de mí y me manda sus rayos más suaves. Pinta de luz tenue la superficie del glaciar, que ha sido mi tormento todo el día. Me regala una suave pendiente anaranjada. A lo lejos, una rimaya me indica que pronto podré bajarle a mi miedo.

Por lo menos por este día.

Ni siquiera he empezado a subir la montaña. Ni siquiera me he enfrentado a lo más difícil, para lo que me he entrenado. Sólo me estoy acercando. Pero la emoción de la escalada vertical, el hielo sólido, transparente, el crujir de los crampones, el tin-tín de los tornillos de hielo… hacen olvidar todo sentimiento, si uno se concentra bien.

Incluso cuando uno muere, parece no sentirse nada. Pero en el acercamiento... es distinto. Es cuando salen todos los demonios, y cuando uno puede acobardarse. Es cuando uno no debe despertar a los dioses. En este momento todo importa y el cielo se torna de más de cinco colores. Desde el negro hasta el rojo. Llegó mi hora del día.

Eso que hay debajo de mí está vivo.
Fotografía: César Sánchez

Me detengo, me siento confiado. El hielo se ve liso hasta el inicio de la pared. Hay una plataforma a lo lejos y una cavidad, que bien me servirán de protección para pasar la noche. Sólo unos 40 minutos más de caminar. Ya no hay seracs y la rimaya se ve muy clara, sin peligros. Ya no hay de que temer.

Lentamente y tarareando, camino con paso corto, dibujando las marcas de mis crampones sobre la nieve. Escucho el rugir del glaciar por debajo, pero lo ignoro.

“Te gané esta vez”, susurraba.

Ignoré que el crujir bajo mis pies no era pereza del espíritu dormido, era carcajada. Lo ignoré y creí que había ganado. La carcajada bajo mis pies se convirtió en fragmentos de hielo, de aletazos de brisa helada de esas que entran hasta los alveolos y te queman. El suave rosa del sol complaciente y el cielo sólido de 5 colores se convirtieron en negro y gris. Perdí la noción de la fuerza de gravedad.

Luego, negro total. El silencio se convirtió en ecos y rugidos. El suelo firme y seguro se abrió: me ha tragado una grieta.

Mi caída pareció durar horas. El golpe contra el fondo me produce un dolor agudo en mi pecho que parece nunca acabar. Mi respiración se detiene en colapso. Me ahogo. Y lloro. Lloro indefenso, como un niño, sin sentido, sin pensar. Sin razón. Hasta que —como todos los niños— se priva en su llanto. Y luego, se aburre de él. Es cuando te das cuenta de donde estás.

Lo primero que siento es que el olor ácido de mi piel ha cambiado. Porque los demás sentidos están aturdidos por la oscuridad. Toco mis pantalones de tormenta mojados. Me hice “pipí” del susto. El montañista seguro y filósofo de hace unos momentos es ahora un montón de huesos rotos, sangre y orina hundido en un hoyo. ¿Sabes qué es lo primero que te viene a la mente cuando estás en ese estado tan terrible? Una sola palabra: “Mamá”.

El suelo firme y seguro se abrió: me ha tragado una grieta.

Me rompí unas costillas. Mi tobillo está como una pelota de futbol. En la obscuridad, sintiéndote así de miserable, sólo te importa el dolor de cada uno de tus huesos rotos, el sabor de la sangre en tu boca. La sed. La orina en tus pantalones. Lo salado de tus lágrimas, mezclado con el sudor y la mugre... y, también, algo sublime: el latido vital de cada una de tus células.

Porque estás vivo.

Pasé como una hora lamentándome de mi situación. Con miedo de moverme por no caer más. pensando que a lo mejor se abría una escalera al cielo y alguien me rescataba, pensando cosas absurdas, como que a lo mejor alguien me había oído gritar o que dios cuida a sus ovejitas y que iba a salvarme. Me relajé y esperé hasta que los dedos de mis pies empezaron a dejar de sentir. Algo me decía que esperar no era inteligente.

Por fin me animé a moverme un poco. Buscar en mi mochila y sacar mi lámpara. El dolor y el miedo desaparecieron. Estaba en una inmensa cúpula helada, con columnas, con estatuas talladas por el escurrimiento de agua, con vitrales de hielo que hacían translúcida la puesta del sol, con escalinatas, con altares... Todo tallado por la naturaleza.

He caído en grietas antes. No tan profundas como ésta. Nunca sintiéndome como el dios Tarzán antes de caer. He leído grandes historias sobre accidentes, muerte y dolor en una grieta glacial. Pero yo, en este momento... casi podía escuchar como si hubieran coros gregorianos en una iglesia, inmensa y majestuosa. Y entre mis lesiones, de repente me sentí como un monje en penitencia.

Era una grieta gigantesca, bastante alta

Humilde, muy humilde. me arrepentí de haber estado llorando y haberme orinado de miedo en la oscuridad. Me arrepentí de dejarme llevar por el dolor del golpe que me acabo de dar y haber perdido el tiempo así, de manera lamentable, hasta ponerme en riesgo de congelamiento. Sólo tenía que prender la lámpara, mirar alrededor y levantarme.

Era una grieta gigantesca, bastante alta. Volé unos 20 metros hacia abajo. En el fondo habían repisas con nieve bastante blanda que amortiguaron mi caída. Sólo se veía el agujero por el cual había caído. El resto se transparentaba hacia el cielo de colores. Uno de los labios de la grieta tenía una rampa nada fácil, eso sí, pero sin necesidad de más que tu piolet y tus crampones, podías salir.

Sólo tenía que prender la luz, levantarme, y salir por mi propio pie.

A rastras, golpeado y dolorido volví a salir a la superficie del glaciar. Era de noche ya. En el fondo del cielo se veía un hilo dorado del día que terminaba de irse. Miré en sombras la pared de la montaña que quería escalar. No me pareció ya tan interesante. Claro que era también hacerme el fuerte porque estando así, ya no podía escalar. Una vez más, sin esperarlo, mi perspectiva fue cambiada por la montaña.

Declaré mi cumbre ahí. Esta vez, regresé por el glaciar sin miedo. Sólo tenía que prender mi linterna, mirar y disfrutar.



 



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