Preludio
Rusia es un lugar muy particular. Es uno de los protagonistas más importantes de la historia de la humanidad del siglo XX. Influenció de gran manera el rumbo del destino de varios países y la filosofía e ideales de muchos seres humanos. Cuando se visita Rusia, aún se puede tener la experiencia de lo que dejó el régimen comunista de la Unión Soviética que duró más de siete décadas y que terminó hace sólo 18 años.
Como turista, Rusia me parece un país que tiene demasiadas reglas. Las personas me parecen poco flexibles y con tan pocos años de turismo extranjero, la cultura de servicio al cliente, satisfacción del cliente y sonreír son aún conceptos lejanos a su realidad actual. Encontré muy pocas personas que supieran hablar inglés y a las pocas que lo hablan se les entiende poco por el fuerte acento local. No dudo que buena parte de las personas sean de buen corazón y estoy segura que si supiera hablar ruso, hubiera podido conocer más gente y haber hecho nuevas amistades.
El Elbrus, la montaña más alta de Europa
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Un paseo por Moscú resulta muy emocionante: llegar a la Plaza Roja y ver la maravillosa arquitectura de la catedral que tiene un dejo de Disneylandia con tantos colores, texturas y formas increíbles y alegres. Dentro del Kremlin, los muros que rodean el lugar en donde la Unión Soviética tenía su sede bajo el régimen comunista y que antes protegía a la nobleza y a la iglesia.
Rumbo a la montaña
Después de esa probadita de la historia de Rusia nos embarcamos Manoel Morgado y yo hacia la Cordillera del Cáucaso, donde se encuentra nuestro gran objetivo: el Monte Elbrus, el punto más alto de Europa, mi tercera cumbre de las siete más altas de cada continente.
Me sorprendí al ver la belleza natural a mi alrededor. No esperaba ver tanta vegetación, tantas flores de todos colores, tanto verde, tantos árboles. Por un momento pienso que estoy metida en alguna escena de las postales suizas, con cabañas de madera, picos nevados y vacas en los valles verdes. Cuando veo más al frente los incontables edificios de apartamentos grises y tristes alrededor de un lugar de minas de donde se extraían metales, me recuerdo dónde estoy.
Los primeros cuatro días en la región del Cáucaso nos dedicamos a la aclimatación previa a la futura escalada. Cada día vamos a un valle diferente que nos lleve a unos cuantos cientos de metros más arriba que el día precedente.
Estoy con cuatro amigos de Brasil que esta vez son clientes, que ya viajaron con nosotros anteriormente. Ellos, como nosotros, están aturdidos y frustrados por sentirnos tan lejanos, donde nos es muy difícil, si no imposible, comunicarnos con otra gente. Estamos intentando subir una montaña donde no sabemos muy bien qué esperar. Pero siempre hay una primera vez y por lo general es la más difícil. A nuestros amigos les tocó a nuestros clientes: los conejillos de indias de esta expedición.
Fotografía, cortesía de Jaime Viñals
Manoel y yo estamos más acostumbrados a situaciones nuevas donde hay que descubrir todo. Por eso resolvemos las complicaciones que vamos encontrando en el camino: un cuarto que tiene una cama matrimonial en vez de dos individuales, un almuerzo que no es suficiente para la larga caminata que tenemos por la frente, un cuarto sin aire acondicionado, un chofer de taxi que maneja como loco, un té con ocho cucharadas de azúcar...
Víctor, un ruso muy rústico, nos acompaña y nos ayuda pero su inglés se reduce a tres frases que repite en hilera: “I don’t know, understand? No problem!” Un gran optimista, especialmente en las dos ocasiones en donde la policía nos paró y nos preguntó por un registro del cual nunca tuvimos conocimiento. Después de la segunda “mordida”, Víctor seguía diciéndonos “No problem”. Así estamos a la merced de la generosidad o del abuso de esta gente. No podemos explicarnos, ni defendernos ni informarnos y nos preguntamos si en la montaña será diferente.
Tomamos tres teleféricos para llegar al campo base del Elbrus (3,700 metros). No podía creer lo que veía: motos y camiones para nieve, más teleféricos y cientos de jóvenes de las ciudades con su patineta de nieve, una competencia de esquí y un evento de una bebida energizante local con música moderna a todo volumen. Me parece imposible estar en la montaña. Sin duda una experiencia muy diferente.
En el campo base hay unos containers en forma de barriles en donde caben de seis a doce personas. Son más cálidos y cómodos que una carpa, aunque hay poca privacidad. Nos instalamos y planeamos los próximos cuatro días: nos aclimataríamos mejor.
El primer día en la montaña lo vemos desanimados en su aclimatación: subir y bajar. Y quizá es la razón de su estado de ánimo: se sube la montaña en tramos pequeños para bajarla por el mismo lugar, como estar escalando la montaña sin llegar nunca a la cumbre. Algunos están preocupados con su condición física y se preguntan si esas caminatas son realmente importantes o tal vez sea mejor guardar las energías para el día de cumbre.
Una buena o mala aclimatación juega un papel fundamental en la montaña. Es difícil saber cuándo cada persona está lista para intentar la cumbre o seguir subiendo porque cada uno tiene tiempos diferentes para adaptarse. Al menos el 30% de las personas tiene algún síntoma de altitud: dolor de cabeza, cansancio, falta de apetito, náusea, insomnio y en los peores casos vómitos y mareos.
Después tres días, me veo y siento muy cerca y muy lejos de mi objetivo. Alguien se siente débil, otro no tiene las botas necesarias para intentar la cumbre y su confianza desvanece, otro no duerme bien y el otro tiene una fea tos. Decidimos que intentaríamos la cumbre al día siguiente, el día de descanso para los clientes. Apostaríamos todo en esa ocasión porque sabíamos que el día en que iríamos con los clientes uno de nosotros tendría que bajar si alguno de ellos desiste.
El techo de Europa
A la mañana siguiente salimos en el primer camión de nieve hasta el punto de partida para la escalada, a 4,600 metros. Ahí me siento fría y sin energías. Me pongo toda la ropa que traigo, incluyendo máscara y gorro corta viento. Manoel sale al frente y logra mantener un paso rápido y constante, subiendo a cinco metros por minuto. Con ese ritmo demoraremos sólo tres horas y media para llegar a la cumbre. Imposible. El tiempo normal para grupos organizados es de 8 a 10 horas. Intento seguir el ritmo pero me siento fatigada y con mucho calor. Me detengo y quito ropa e intento alcanzar a Manoel. La primera sección de la escalada es bastante inclinada. En realidad, no sabemos el camino, me recuerdo que salimos sin preguntar cuál de las dos cumbre es la más alta.