De Barcelona a Eslovenia en bicicleta
30 abril 2009
Europa es el destino de mucha gente, pero cruzarla en bicicleta para ir a visitar a un amigo puede dejar no sólo el confort de verlo, sino también conocer muchas culturas y encontrarse a uno mismo durante los cientos de kilómetros del viaje o los de litros de agua consumidos. Cualquiera que sea el camino, puede llevar a sorpresas inesperadas.
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Voltaire y D’Ignasio
—Querría saber qué es peor, si ser cien veces violada por piratas negros, tener cercenada una nalga, padecer una carrera de baquetas en Bulgaria, ser azotado y ahorcado en un auto de fe, ser disecado, remar en una galera, pasar, en fin, todas las miserias que hemos pasado, o vivir aquí sin hacer nada.
El cuestionamiento final al que llega la “Vieja” en Cándido, de Voltaire, al dejar atrás una vida de aventuras, de viajes y principalmente de sufrimiento. ¿Acaso no nos enfrentamos con una disyuntiva así todos los días?
Lyon, uno de mis lugares favoritos. Allí estuve cuatro días con un gran amigo mexicanoFotografías: Everardo BarojasHaz click en las imágenes para agrandarlas
A 100 km de Lyon un dolor en la rodilla me hizo detenerme en Innimont, una aldea sin nada que resaltar, excepto que allí fue donde conocí a D’Ignasio, una viuda francesa de 70 años que me ofreció hospitalidad cuando me vio preguntar por un lugar para dormir. Ella vivía en una relativa pobreza, comía lo que en su huerta cultivaba y lo acompañaba con pan y algo que de queso. D’Ignasio hablaba francés sin importar que yo no entendiera y se reía cuando trataba de seguir sus palabras con mi diccionario, especialmente cuando no las encontraba. Ella desea que todos se amen entre ellos y no tardó ni dos horas en ofrecerse para ser mi madre. Me decía, “Tu: fils, et je: maman”, mientras señalaba las palabras en mi diccionario.
Dijo que le recordaba a su difunto marido y que era el único hombre que había entrado a su casa desde su muerte. En la sala había un retrato en pintura del marido adornando la chimenea junto con dos escopetas de caza. El retrato parecía verme fijamente mientras yo jugaba con el nuevo compañero de D’Ignasio: un labrador, bonachón, siempre feliz y ocupado, se llamaba, también, Voltaire.
La tranquilidad de D’Ignasio era contagiosa. Su rutina ocupacional le daba fuerza para soportar un mundo más cruel que ella, frío ante su propio sufrimiento. Estando allí no pude evitar desear que ojalá así termine yo: tan sabio como para encontrar todo cerca de mí, sin ir tan lejos. Por lo pronto tenía que afrontar que aún me faltaba moverme un poco más, sufrir, gozar y, por supuesto, viajar.
Voltaire, D'Ignasio y su sobrino en Innimont
La vida suele ser así, difícil y peligrosa. Aquí no era para menos. Este camino subía de manera muy poco civilizada.
Una mañana fría en las ciclovias suizas
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