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Montañismo y Exploración
Nuestros viajes a la baja Sierra Tarahumara (1970-1972)
16 agosto 2008

Ramón Corral, profesor rural de la Sierra Tarahumara, en el noroeste de México, narra aquí algo de sus vivencias en esa sierra donde, metidos entre barrancas, viven tarahumares, mestizos y blancos.







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5.- De regreso a la Barranca de Batopilas.

Al terminar nuestros períodos vacacionales de invierno, Semana Santa o verano, en ocasiones volábamos durante una hora desde el Aeropuerto Internacional “Roberto Fierro” de la Ciudad de Chihuahua rumbo a Batopilas; cuando nos regresábamos por tierra, acudíamos a la estación del Ferrocarril Chihuahua al Pacífico y viajábamos durante cinco horas hasta Creel y al día siguiente abordábamos de nueva cuenta la troca del correo a las once de la mañana; al empezar el descenso de la Barranca de Batopilas panorámicamente se observaba en el fondo de los precipicios al Mineral de La Bufa el serpenteante y sinuoso camino que nos conducía hasta esa comunidad.

Podíamos admirar las gigantescas montañas de cactus gigantes y de varias especies de matorral y apenas apreciar el cauce del Río Batopilas que nace en el municipio de Guachochi y de La Bufa los lameros amarillos o acumulación de desechos o residuos producto de una otrora dinámica actividad minera, hoy casi abandonada.

Nos impresionaba siempre una enorme montaña donde podíamos distinguir claramente las siete capas rocosas o pisos de cortes geológicos que presentan caprichosas esculturas naturales; era tan impresionante el estar viendo esta panorámica de la Barranca de Batopilas desde este mirador, que uno como simple mortal, no hace sino reconocer al Creador del Universo su poder maravilloso; igual asombro y sensación de pequeñez sentí cuando conocí el mar o cuando admiramos lo infinito del espacio sideral, el impacto de una lluvia torrencial, lo devastador de un sismo, la erupción de un volcán, la fuerza de un viento huracanado o la furia de las turbulentas aguas de un río crecido.

Ante esta imponente vista de la Barranca de Batopilas se veía muy difícil y peligroso el descenso de la troca del correo por este camino serrano de un solo carril. Los derrumbes o rodamientos de grandes rocas son muy constantes por lo que uno viaja con la impresión de que repentinamente puede caerle encima una gran mole de piedra.

Por otra parte, el camino tenía la tierra muy suelta, en los meses menos lluviosos y los vehículos, aunque circularan a velocidad moderada levantaban una espesa nube de polvo afectando la visibilidad de otros que circulaban atrás a poca distancia; ante esto cada chofer procuraba rebasar al vehículo cercano o dejarlo que se alejara en este camino de las barrancas de por sí ya peligroso por su terreno montañoso; era un ingrediente o factor más de riesgo con el que nos enfrentamos en la empinada, intrincada, abrupta y casi vertical cuesta abajo para llegar a La Bufa: parecíamos fantasmas ya que a este viejo mineral o a Creel, llegábamos cubiertos del polvo fino del camino, el cual se asemeja al talco.

En el descenso forzosamente la troca del correo probaba su buen estado mecánico y la potencia de su sistema de frenos; aquí los frenos de los vehículos no pueden darse el lujo de fallar porque sería fatal para los pasajeros, los cuales se desbarrancarían o volarían cientos de metros hasta estrellarse en las profundidades rocosas de las barrancas; perderían la verticalidad al tomar de bajada la infinidad de estrechas y cerradas curvas, que en muchos sitios tienen la forma de herradura y que los sacaría de circulación de este camino serrano de terracería.

Los pelos se ponen de punta y la piel chinita al mirar constantemente en este viaje la profundidad de los abismos, que en ciertos tramos, si fuera necesario abrir cualquier puerta del vehículo no habría suelo donde pisar para descender del mismo, solamente se vería el vacío y al fondo un interminable abismo; la pericia del arrojado conductor del vehículo que se atreviese a retar a la gravedad terrestre en este tramo del camino está a prueba más que nunca en este descenso vertiginoso.

Al concluir el descenso al Mineral de La Bufa nos sentíamos polveados, agotados, mareados y hasta entumidos si llegábamos en la madrugada; volvíamos a dormir en el piso de la bodega del correo y al amanecer caminábamos sobre los lameros amarillentos y luego cruzábamos el puente colgante construido sobre el cauce del Río Batopilas, enfrente de este viejo mineral para iniciar nuestra caminata hasta el poblado de Batopilas; de lo exhausto que nos sentíamos este trayecto antiguo se nos hacía más largo, por lo que dormitábamos por ratos bajo la sombra de la exuberante vegetación que sirve de valla al “camino real”.

Cuando nuestros viajes eran en marzo o abril, notábamos que la vegetación de las grandes montañas que rodean al Mineral de La Bufa, no lucía sus mejores ropajes de intenso verdor, debido a las escasas lluvias que caen en los meses invernales; la flora compuesta de grandes matorrales de las laderas de las montañas, brindaba un tono gris, árido, lúgubre, y solamente las cactáceas, por lo pronto, representaban la parte verde de la barranca; los matorrales, como gigantes dormidos, aletargados por los meses invernales, esperaban los meses lluviosos para renacer en todo su esplendor y vestirse de un espeso follaje y de flores multicolores, como sucede cada año cuando aparece en su conjunto la maleza verde, casi selvática, que le da vida y encanto paradisíaco a la región; era el gran monstruo verde que aparecería con las primeras lluvias del verano.

Sin embargo, los enormes cactus de las pitahayas, que en junio dan una fruta parecida a la tuna pero de sabor exquisito, incomparable e inigualable, nos daban la bienvenida con la belleza brillante y llamativa de los colores de sus delicadas flores: tonalidades de amarillo, anaranjado, blanco y rojo, era el mejor regalo que nos brindaba la naturaleza como premio por retar los peligros inherentes a la velocidad vertiginosa que toman los vehículos al bajar al gran Cañón de La Bufa; de 1970 a 1972, pude probar los frutos sabrosos de las pitahayas en la Misión de Satevó durante mi desempeño como maestro rural.

Román Corral Sandoval. Rumbo a Batopilas. Memorias de un maestro rural. Edición del autor. México. Tercera edición. 2008.

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