Me despedí del estado de Chiapas, vía Palenque, con una sensación agridulce. Yo había llegado a este país enamorado del sur y, sin embargo, sentía un irrefrenable deseo por regresar al norte. En aquel momento creía sentirme mejor escalando montañas que “abriéndome paso a golpe de machete” en la selva, abrazando con mis manos una taza de café calientito que buscando una tiendita donde comprar una soda helada, tomando un sorbito de tesgüino en lugar de posh.
No quise ver a mis amigos mayas de la península de Yucatán alimentándose de las migajas del pastel que les “regalan” los gringos y, tras un meteórico paso por tierras tabasqueñas, me adentré en el estado de Veracruz a ritmo de carnaval, de sierra, de playa y de muchachas hermosas.
Había logrado llegar a Tampico (Tamps.), el supuesto lugar de origen del sub-comandante Marcos. Aquello había que celebrarlo de algún modo y no se me ocurrió mejor forma que seguirle a Ciudad Victoria (Tamps.). Había que tomar una decisión: elegir entre “las fronteras humanas” (Matamoros, Reynosa, Nuevo Laredo) o “las del misterio”. La experiencia en la línea fronteriza que va desde Tijuana (BC) hasta Sonoyta (Son.) me había proporcionado ya una probadita de las humanas así que opté por las otras: las del misterio, y le seguí para Monterrey (NL).
Entrar y salir subido en una bicicleta a la capital regiomontana, la segunda más grande de la República después de la ciudad de México, tuvo “su misterio” pero esta palabra cobró verdadera magnitud en mi paso por tierras del estado de Coahuila. Allí estaba la gente linda y sencilla del norte, dispuesta a robarse un cachito del corazón del güerito. Qué intenso fue el deseo de quedarme entre aquella gente tan noble. Pero debía continuar tras las huellas del misterio, abrir y cerrar puertas, negarme a penetrar en la Zona del Silencio, regresar otra vez a la capital del estado grande y buscar la muerte (de nuestra bici-pato-aventura, no la mía) en la Sierra donde habitan “los hombres de los pies ligeros”
La Sierra Madre Occidental me acogió en su regazo, le mostré mis respetos y solicité su permiso para explorarla en su cachito por tierras chihuahuenses.
Estación Creel, kilómetro 16,000 de nuestra bici-pato-aventura. Esta vez sí, el final de este viaje. Pero, al mismo tiempo, el comienzo de algo, porque “la vida se mide en viajes” y lo único que nos queda cuando nos cae la pelona son los caminos recorridos, las experiencias vividas, las anécdotas y, sobre todo, las enseñanzas del camino.