En Tijuana comenzaba esa alargada línea fronteriza que separa-aísla-incomunica a mis hermanos mexicanos de sus vecinos, “los hijos de Bush”. El Río Bravo no entiende de visas láser ni de largas horas de permanecer formado para ser sometido a un interrogatorio en el que el poderoso decide si uno es digno o no de penetrar en su territorio. El río acoge a gente brava dispuesta a todo para hacer grande a su vecino.
Jóvenes con el temor reflejado en sus rostros, las cruces que recuerdan a quienes no se les hizo, las casas que esconden a los mexicanos en su propio país... éstos son mis recuerdos fronterizos.
Cuando por fin logré salir de Baja California y llegué a San Luis Río Colorado (Son.) me bajé de mi bicicleta y, a la usanza del Santo Padre Vaticano, besé la tierra que tenía a mis pies. Sin embargo, pronto descubrí que había pasado de Guatemala a Guatepeor. El norte del estado de Sonora no resultó ser el paraíso que anhelaba y me recetó, como primer plato, un desierto que a puntito estuvo de atragantárseme: el desierto de Altar.
No fue sino hasta llegar a la capital del estado (Hermosillo) cuando pude respirar tranquilo, no porque allí se respirase un clima más benigno sino por la gran cantidad de muchachas hermosas que me obligaban a voltearme a su paso y desear respirar el aroma que desprendían aquellas flores lozanas.
El Grito de Independencia (16 de Septiembre) me agarró en Guaymas y, además de los conocidos vivas a los héroes patrios, yo también grité de coraje recordando a los comerciantes californios, a los paisajes desérticos, a los gringos mal educados y a los traficantes de esclavos.
Al llegar a Los Mochis (Sin.) necesitaba urgentemente una terapia, un periodo de rehabilitación, una dosis de vegetación, un lugar donde dormir arropado con una cobija. Es tan singular la relación que existe entre los vascos y las montañas que todo aquello sólo lo podía encontrar en un lugar: la Sierra de Chihuahua.
Y así fue como un buen día aparqué la bicicleta, me subí a un tren y descubrí un lugar mágico: Estación Divisadero, donde encontré la mejor medicina para curar mis males, recargar baterías y llegar a la conclusión de que aquel lugar sería algún día, aunque no en aquel preciso momento, el destino final de nuestra bici-pato-aventura.