¿A alguien en “su sano juicio” se le podría ocurrir viajar en bicicleta por la República Mexicana?
Demasiados obstáculos en el camino, comenzando por los topes. Un país con una orografía complicada en el que cerritos, lomitas, sierras madres e hijas pueden hacer perder la paciencia a cualquiera. Un clima que brinda fuertes contrastes que van desde el calorón más insufrible hasta el frijolito de las zonas serranas, pasando por lluvias torrenciales durante varios meses del año. Distancias que para quienes venimos de países “tamaño compacto” nos parecen estratosféricas. Compartir la carretera con conductores que no están habituados a ver una bicicleta en su camino. Y, finalmente, una negra leyenda de robos y asaltos, que espantan al más osado.
¿Qué es lo que me motivó entonces a emprender un viaje en bicicleta de quince meses de duración y dieciséis mil kilómetros recorridos por el país de los topes? Pues como dirían mis amigos mexicanos: quién sabe... El caso es que desde que llegué por primera vez a México, allá por el año 2000, soñé que algún día recorrería en mi bicicleta aquellas mismas carreteras que observaba desde el confortable asiento del camión.
Y llegó el momento de hacer los sueños realidad.
Desembarqué en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México con una enorme caja de cartón que guardaba en su interior la que ha sido durante los últimos meses mi fiel compañera, a la que bauticé como “la rojigualda” en razón de los colores rojo y amarillo con los que fue pintada, no por mí sino por la fábrica Orbea.
Tras un largo periodo de aclimatación en “la ciudad de la esperanza” llegó el gran día. Sin ninguna ruta definida pero con numerosos mapas en mis alforjas, me aventé “al viva México”, a ver qué pasaba. Las primeras jornadas fueron duras. Yo jamás había realizado un viaje de largo recorrido en bicicleta (para ser más exactos, ni largo ni corto), mi condición física distaba mucho de la de un deportista y me encontraba en un país desconocido. Era un hombre vulgar y corriente que únicamente perseguía una quimera, un sueño que fui alimentando en el pasado y que comenzaba a enfrentarlo con la cruda realidad.
Fiel reflejo de la ausencia de un rumbo determinado fueron las primeras pedaladas, mismas que me llevaron a rodear el Distrito Federal a través de los estados de México y Morelos. La ciudad de México aparecía ante mis ojos como un monstruo dormido al que era posible mirar desde cierta distancia pero sin acercarse demasiado para no importunarlo.
Una de cal y otra de arena. Experimenté la primera “derrota” cuando no logré acercarme tanto como deseaba a lomos de la rojigualda al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl, los majestuosos volcanes que en días particularmente claros podía admirar desde la ciudad de México. Sin embargo, con esa expresión tan mexicana de “sí se puede” instalada en algún lugar de mi mente logré acercarme hasta el Nevado de Toluca.
Cuando llegó el momento de elegir un nuevo rumbo, pues no era cuestión de seguir dando vueltas alrededor de la ciudad de México, decidí conocer el estado de Michoacán. No tenía idea de hacia dónde ir, busqué en mi mapa de carreteras las localidades que se citaban en la canción “Caminos de Michoacán” y tracé una ruta que pasaba por ellas. Por primera vez tenía una ruta más o menos definida.
De Michoacán recordaré el hermoso espectáculo que representa el fenómeno migratorio de la mariposa monarca, la bella arquitectura civil y religiosa de la ciudad de Morelia, el Parque Nacional “Barranca del Cupatitzio” de la ciudad de Uruapan, la magia de Angahuan y el sorprendente paisaje en torno a la iglesia semi-enterrada del viejo San Juan Parangaricutiro.