Ministro Keen
Quisiera empezar por dejar a un lado dos cuestiones que no son de la competencia de esta corte.
La primera de ellas es si procede o no conceder a los acusados clemencia ejecutiva en el caso de que su sentencia fuere confirmada. En nuestro sistema de gobierno éste es un problema para el Poder Ejecutivo, no para nosotros. Por ello, desapruebo aquel pasaje en el voto del Presidente de la Corte, donde, efectivamente, da instrucciones al jefe del Poder Ejecutivo respecto a lo que éste debe hacer en este caso e insinúa algunos resultados indeseables que serían la consecuencia de no acatar aquellas instrucciones. Esto es una confusión de funciones gubernamentales y el Poder Judicial debería ser el último en incurrir en tal confusión. Deseo destacar que si yo fuera el jefe del Poder Ejecutivo iría más lejos en el camino de la clemencia de lo que las peticiones a él dirigidas proponen. Yo concedería a estos hombres un perdón total, ya que creo que han sufrido bastante por cualquier ofensa que pudieran haber cometido. Quiero que se entienda que esta observación la hago en mi calidad de ciudadano privado, que con motivo de su cargo ha llegado a obtener un conocimiento íntimo de los hechos de este caso. En el desempeño de mis deberes como juez, no me incumbe dirigir peticiones al Poder Ejecutivo, ni tomar en cuenta lo que éste pueda o no hacer para arribar a mi propia decisión, la que deberá estar enteramente guiada por el derecho de este Commonwealth.
La segunda cuestión que deseo dejar a un lado es la de decidir si lo que estos hombres hicieron fue “justo” o “injusto”, “malo” o “bueno”. También ésta es una cuestión irrelevante para el desempeño de mi cargo como juez, pues he jurado aplicar, no mis concepciones de moralidad, sino el derecho del país. Al poner esta cuestión a un lado, creo que también podré seguramente descartar sin comentario la primera y más poética porción del voto de mi colega Foster. El elemento de fantasía encerrado en los argumentos allí desarrollados, ha sido suficientemente puesto en claro por la tentativa, en alguna medida solemne, de mi colega Tatting, de tomar aquellos elementos en serio. La sola cuestión que se nos presenta para ser decidida es si estos acusados —dentro del sentido de N.C.S.A. (N.S.), 12-A— privaron intencionalmente de la vida a Roger Whetmore. El texto exacto de la disposición es el siguiente: “quienquiera privare intencionalmente de la vida a otro será castigado con la muerte”. No me cabe sino suponer que cualquier observador sin perjuicios, deseoso de extraer el natural sentido de estas palabras, concederá inmediatamente que estos acusados “privaron intencionalmente de la vida” a Roger Whetmore.
¿De dónde, pues, surgen todas las dificultades del caso y la necesidad de tantas páginas de discusión acerca de lo que debería ser tan obvio? Las dificultades, cualquiera sea la forma torturada bajo la cual aquél se presente, convergen todas hacia una fuente única, que es el fracaso en distinguir los aspectos jurídicos de los morales en este caso. Para decirlo lisa y llanamente, a mis colegas no les gusta el hecho de que la ley escrita exija la condena de estos acusados. A mí tampoco me gusta, pero a diferencia de mis colegas, yo respeto las obligaciones de un cargo que me exige descartar de mi mente las preferencias personales cuando me toca interpretar y aplicar la ley de este Commonwealth.
Mi colega Foster no admite, por supuesto, que está impulsado por una aversión personal hacia la ley escrita. En vez de ello se embarca en la línea conocida de argumentación, según la cual la Corte puede descartar el expreso lenguaje de una ley, cuando algo, no contenido en la ley misma, llamado su “propósito”, sirve para justificar el resultado que la Corte considera adecuado. Siendo ésta una vieja disputa entre mis colegas y yo, me gustaría, antes de discutir la particular aplicación del argumento a los hechos de este caso, decir algo acerca del fondo histórico de este tema de controversia y sus implicaciones para el derecho y el gobierno en general.
Hubo época en este Commonwealth en la que los jueces, de hecho, legislaron con gran libertad, y todos nosotros sabemos que en aquella época algunas de nuestras leyes fueron prácticamente reelaboradas por el Poder Judicial. Fue ésta una época en que los principios aceptados de la ciencia política no describían con mayor precisión la jerarquía y función de los distintos poderes del Estado. Todos conocemos la trágica consecuencia de aquella imprecisión, la corta guerra civil que surgió del conflicto del Poder Judicial, por un lado, con el Ejecutivo y Legislativo por el otro. No hace falta volver a enumerar aquí los factores que contribuyeron a aquella vergonzosa lucha por el poder, pero podemos mencionar que incluyeron el carácter poco representativo de la Cámara, debido a la división del país en distritos electorales que ya no respondían a la distribución de la población y la fuerte personalidad y amplia popularidad de quien era entonces Presidente de la Corte.
Basta observar que hemos dejado atrás aquellos días y que en lugar de la entonces reinante imprecisión tenemos ahora un principio de netos perfiles: la supremacía del Poder Legislativo en nuestro sistema gubernamental. De tal principio fluye la obligación del Poder Judicial de aplicar fielmente la ley escrita y de interpretar esta ley de acuerdo a su llano sentido sin referencia a nuestros deseos personales ya nuestras concepciones individuales de justicia. No me incumbe la cuestión de si el principio que prohíbe al Poder Judicial la revisión de las leyes es adecuado o equivocado, deseable o indeseable; meramente observo que este principio se ha convertido en una tácita premisa subyacente a la totalidad del orden jurídico gubernamental que yo he jurado administrar. Más si bien el principio de la supremacía del Poder Legislativo ha sido aceptado en teoría desde hace centenares de años, tal es la tenacidad de la tradición profesional y la fuerza en los hábitos fijos del pensamiento, que muchos de los magistrados aún no se han acomodado al papel restringido que el nuevo orden les impone. Mi colega Foster es uno de aquel grupo; su manera de manejar las leyes es exactamente la de un juez del siglo cuarenta.
Todos estamos familiarizados con el proceso mediante el cual los jueces reforman las disposiciones legisladas que no son de su agrado. Cualquiera que haya seguido los votos del señor Juez Foster habrá tenido oportunidad de verificar la aplicación de aquel proceso en cada una de las ramas del derecho. Personalmente estoy tan familiarizado con el método que, en caso de cualquier Incapacidad de mi colega, estoy convencido que podría escribirle un voto a su satisfacción, sin contar con sugerencia alguna, salvo que se me informara si le gusta el efecto de los términos de la ley aplicados al caso que deberá resolver.
El proceso de la reforma judicial requiere tres pasos. El primero consiste en adivinar algún único “propósito” al que la ley sirve. Esto se hace aunque ni una sola ley entre cientos tiene tal propósito único, y aunque los objetivos de casi todas las leyes son diferentemente interpretados por los distintos grupos de sus defensores. El segundo paso es descubrir que un ente mítico, llamado “el legislador” en la busca de aquel Imaginario “propósito”, omitió algo o dejó una laguna o Imperfección en su obra. Luego sigue la parte final y más placentera de la tarea, o sea, llenar la laguna así creada. Quod erat faciendum [que debía haberse hecho, N. de MyE].
La afición de mi colega Foster por encontrar agujeros en las leyes me hace pensar en uno de los cuentos narrados por un autor antiguo acerca de un hombre que se comió un par de zapatos. Cuando se le preguntó si le habían gustado, replicó que la parte que más le había agradado eran los agujeros. Así es como mi colega siente respecto de las leyes; cuantos más agujeros contienen más le agradan. En resumidas cuentas: no le gustan las leyes.
No se podría desear un mejor ejemplo para ilustrar ese proceso de colmar lagunas que el que tenemos delante de nosotros. Mi colega piensa que conoce exactamente lo que se buscó al declarar el asesinato un crimen, y esto fue algo que él denomina “prevención”. El colega Tatting ya ha puesto de manifiesto lo mucho que se omite en esa interpretación. Pero yo pienso que la dificultad late más profundamente. Pongo grandemente en duda que una ley que califica el asesinato de crimen realmente tenga un “propósito” en alguno de los sentidos ordinarios del término. Antes que nada, tal ley refleja la onda convicción humana de que el asesinato es injusto y que algo debe hacerse con el hombre que lo comete. Si se nos obligara a ser más específicos acerca de la cuestión, Probablemente nos refugiaríamos en las teorías más sofisticadas de los criminólogos, teorías que ciertamente no estaban en la mente de aquellos que promulgaron nuestra ley.
También podríamos observar que los hombres hacen su trabajo más eficientemente y viven más felices si se hallan protegidos contra agresiones violentas. Teniendo presente que las víctimas de asesinato son, a menudo, gente desagradable, quizás agregaríamos la sugerencia de que la eliminación de personas indeseables no es una función que se adecue a la iniciativa privada, sino que debe ser un monopolio estatal. Todo lo cual me hace pensar en un abogado que en una oportunidad sostuvo ante esta Corte que una ley sobre ejercicio de la medicina era una cosa buena, ya que abarataría las primas de seguros de vida al elevar el nivel de la salud general. Lo obvio puede sobreexplicarse. Si no conocemos el propósito del 12.A, ¿cómo podemos llegar a decir que tiene una “laguna”? ¿Cómo podemos pensar qué pensaban sus promulgadores, acerca del asesinato de un hombre para comérselo?
Mi colega Tatting ha puesto de manifiesto una repulsión comprensible aunque quizás algo exagerada, hacia el canibalismo: ¿Cómo saber si sus antepasados no sentían la misma repulsión, en grado aún más elevado? Los antropólogos dicen que el terror hacia un acto prohibido puede incrementarse por el hecho de que en razón de las condiciones de la vida tribal los hombres se sientan más tentados a realizarlo; así ocurrió con el incesto, más severamente sancionado entre aquellos cuyas relaciones comunitarias lo hacían más probable. Ciertamente el periodo subsiguiente a la Gran Espiral era uno que llevaba implícitas tentaciones hacia la antropofagia. Quizás fue por aquella misma razón que nuestros antepasados expresaron su prohibición en forma tan amplia e indiscriminada. Todas ésas son, por cierto, conjeturas, pero lo que queda establecido es que ni yo ni mi colega Foster conocemos cual es el “propósito” del párrafo 12.A.
Consideraciones similares a las que acabamos de esbozar son también aplicables a la excepción a favor de la defensa propia, que juega un papel tan preponderante en el razonamiento de mis colegas Foster y Tatting. Es, por cierto, verdad que en Commonwealth c/ Parry un “obiter dictum” [en leyes, una opinión expresada por un juez que sólo incidental teniendo en el caso en cuestión y por lo tanto no vinculante. N. de MyE] justificó esta excepción, asumiendo que el propósito de la legislación penal es prevenir. También puede ser cierto que generaciones de estudiantes de derecho han aprendido que el verdadero fundamento de la excepción reside en el hecho de que un hombre que actúa en defensa propia no actúa “intencionalmente”, y que los mismos estudiantes han aprobado sus exámenes por repetir lo que sus profesores les habían dicho.
Estas últimas observaciones podrían, por supuesto, ser descartadas como irrelevantes por la simple razón de que hasta ahora los profesores y los examinadores no han recibido protesta alguna para dictar nuestras leyes. Pero la verdadera dificultad cala más hondo. Lo que pasa con la ley pasa con la excepción: la cuestión no está en el propósito conjetural de la regla, sino en su alcance. Ahora bien, el alcance de la excepción a favor de la defensa propia, tal como ha sido aplicada por esta Corte, es claro: se aplica a los casos en que una parte resiste una amenaza agresiva a su propia vida. Es, por ende, demasiado evidente que el presente caso no cae dentro del ámbito de la excepción, desde que es obvio que Whetmore ninguna amenaza dirigió a la vida de estos acusados.
El desalineo esencial del intento de mi colega Foster, que ha querido cubrir su reformulación de la ley escrita con un aire de legitimidad, surge trágicamente a la superficie en el voto del colega Tatting. En dicho voto el juez Tatting batalla fieramente para ser compatible el vago moralismo de su colega con su propio sentido de fidelidad hacia la ley escrita. El resultado de esta lucha sólo pudo ser el que efectivamente ocurrió —un completo fracaso— en el desempeño de la función judicial. No se puede aplicar una ley tal como está escrita y al mismo tiempo reformularla, según los propios deseos.
Ahora bien, sé que la línea de razonamiento que acabo de desarrollar en este voto no resultará aceptable para quienes sólo contemplan los efectos inmediatos de una decisión y hacen caso omiso de las implicaciones de largo alcance que significa que el Poder Judicial se arrogue la potestad de crear excepciones a la ley. Una decisión rigurosa jamás es popular. En la literatura se ha festejado a jueces por sus astutas maniobras para inventar algún subterfugio destinado a privar a alguno de los litigantes de sus derechos en casos en que la opinión pública creía equivocado que se los hiciera prevalecer. Pero yo creo que las excepciones judiciales a larga causan más perjuicio que las sentencias rigurosas.
Los casos rigurosos quizá tengan inclusive un cierto valor moral al hacer ver al pueblo su propia responsabilidad frente a la ley, que en última instancia es su propia creación. Y al recordarles que no existe principio de gracia personal que pueda enmendar las equivocaciones de sus representantes. Es más, iré más lejos aún y diré que los principios por mí expuestos no sólo son los más sanos en el momento actual, sino que hubiéramos heredado de nuestros antepasados un mejor sistema jurídico si esos principios se hubieran observado desde un principio. Por ejemplo, con respecto a la excusa de la defensa propia, si nuestros tribunales se hubieran hecho fuertes en la letra de la ley, el resultado, sin duda alguna, hubiera sido una reforma legislativa. Tal reforma hubiera atraído la colaboración de hombres de ciencia y psicólogos y la regulación resultante hubiera llegado a tener bases comprensibles y racionales, en vez el menjunje de verbalismos y distinciones.
Estas observaciones finales se hallan, ciertamente, fuera de los deberes cuyo cumplimiento me Impone este caso, pero las incluyo aquí desde que estoy hondamente convencido de que mis colegas no advierten suficientemente los peligros implícitos en las concepciones sobre la magistratura por las que aboga el colega Foster. Concluyo en el sentido de que la sentencia condenatoria debe ser confirmada.