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Montañismo y Exploración
¿Con quién?
1 septiembre 2008

Las acciones de una persona en la montaña son siempre cruciales y afectan a la vida propia y a la de quien le acompaña. Por eso es importante elegir bien a un compañero de cordada, aunque la respuesta a la pregunta "con quién" también se aplique en la vida diaria.







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Ante la pregunta “¿con quién?”, no sólo el instinto de conservación juega un importante papel en las montañas. Uno puede estar entusiasmado con las capacidades del otro, pero llega el momento en el que se plantea la pregunta de cómo, o hasta qué punto, éstas son compatibles con las habilidades y la experiencia de uno mismo.

Hay personas que dejan de tener los pies en el suelo por culpa de otro, pero tras un brusco aterrizaje, tal vez en el futuro sean más prudentes. Lo que quiero decir es que eso nos pasa a todos en alguna ocasión pero hay una voz interior que nos avisa en última instancia, y que no deberíamos ignorar. Esa es una de las manifestaciones del sexto sentido, el que nos protege.

Así puede suceder que el aventurero que se esconde en cada uno de nosotros se vea arrastrado por la arrebatadora personalidad de otro, pero la cuestión es si somos capaces de contraponer nuestra propia determinación en la medida necesaria. En caso contrario, a más corto o largo plazo las cosas no pueden salir bien (como mínimo para aquel que se ve arrastrado por el otro).

Ante la pregunta “¿con quién?” con toda seguridad es necesario cierto tiempo, antes de tener clara la respuesta. Y con frecuencia también interviene súbitamente el destino. A Erich Warta, con el que subí al Cervino, el Piz Roseg y la arista del Bianco al Piz Bernina, le conocí en distintas salidas a la montaña del grupo juvenil del Club Alpino Austriaco de Salzburgo. Nos caímos bien; él era extremadamente minucioso, no se tomaba las cosas a la tremenda, y siempre estaba de buen humor. Además, era sumamente inteligente; estudiaba matemáticas en Viena.

¿Acaso es demasiada osadía decir que le faltaba una “punta” a su buena estrella? El 10 de abril de 1952, en la Schlieferspitze, sufrió una caída de doscientos cincuenta metros, precipitándose en el abismo junto con otros cuatro compañeros cuando se desprendió la cornisa de nieve. Tres de ellos murieron. Erich sobrevivió de milagro, pero permaneció inconsciente durante varias semanas debido a las fracturas en la base de la bóveda craneal, y todavía tardaría bastante tiempo en recuperarse. De todos modos, tres meses después volvía a estar en las montañas.

Su buena fortuna volvió a salvarle de su mala suerte: en la superficie del techo del Cervino se quedó enganchado con los crampones, cayó, dio una voltereta hacia adelante e el aire, cabeza abajo, a unos dos metros por encima de mí, y de pronto se encontró sentado justo encima de mis hombros. Por suerte, yo estaba bien asegurado y contaba con una reunión a prueba de bombas. De lo contrario, los dos nos hubiéramos precipitado al abismo, tal como les sucediera a los cuatro compañeros de Whymper tras la primera ascensión al Cervino. Ambos quedamos pasmados por el susto, mirando al vacío…

Eso sucedió al final de las cuerdas fijas en el Cervino, justo por encima del enorme resalte vertical. Sin embargo, en el Dent du Geant, apenas un año después, no había ningún ángel para protegerle. Erich encontró la muerte al resbalar en la nieve dura de la “Gengiva”, y caer ochocientos metros en el vacío. Había prescindido de los crampones para salvar el corto tramo sobre una fácil arista de nieve que conducía hasta el pie de las verticales paredes del “diente del gigante”.

Desgraciadamente, en las montañas, basta un solo fallo, un pequeño error, para encontrar el final. No es una norma fija, puesto que si cada error significara la muerte, haría ya mucho tiempo que los montañeros se habrían extinguido.

Por aquel entonces, Erich se había convertido en un excelente escalador en roca. Junto con su compañero de cordada Wolfi Stefan, había escalándolas vías más duras del Peilstein (y también en otros lugares), muchos más difíciles que las escaladas que había abordado conmigo. Por esa razón, en aquella época yo solía salir con Peter Hailmayer, de Salzburgo, que podía ser muy tenaz y resistente en las montañas, pero no era escalador. Ambos nos sentimos consternados al saber de la caída de Erich, que nadie podía haber evitado, ni siquiera Wolfi, quien se encontraba a pocos metros de él.

Wolfi y yo recuperamos el cuerpo. Hoy yace en el viejo cementerio de Courmayeur; en la cruz de madera, la foto del estudiante de diecinueve años, que nos mira alegre a través de sus gafas. Cuando uno de nosotros dos pasa por allí, le llevamos un par de flores de las montañas, o del prado sobre el que nos sentábamos y en el que se fraguaban nuestros planes…

“Ni Wolfi ni yo podíamos dejarlo. Las montañas lo eran todo para nosotros. Al igual que para Erich. Ni siquiera su muerte podía cambiarlo”, escribí más tarde en mi primer libro: Entre cero y ocho mil metros. “Únicamente Peter se apartaría después del camino del alpinismo. Por supuesto, nosotros también nos planteábamos el interrogante: ¿acaso los desprendimientos, los aludes, una presa que se rompe, no nos conducirán inevitablemente a la muerte? ¿Por muchas precauciones que tomemos? No, decíamos nosotros, y nos asegurábamos bien. Wolfi y yo salíamos juntos a las montañas cada vez con mayor frecuencia. Coincidíamos, y nos convertimos en una cordada. La cordada “Diemberger-Stefan = Stefan-Diemberger”, en la que cada uno actuaba como primero y como segundo de cuerda, según el caso.

Casi siempre nos alternábamos el liderazgo en cada uno de los largos. Nos entendíamos bien. Pero eso no vino de la noche a la mañana; todos los montañeros saben que una verdadera cordada es una especie de vida en común, en la que en primer lugar debe construirse una base mutua de confianza absoluta. Puesto que cada uno decide en función de sus conocimientos, su prudencia, su audacia y su determinación, si debe avanzar un paso más o no, si debe colocar un clavo, si debe renunciar o arriesgarse, y de forma simultánea sobre la vida de aquel al que se encuentra unido por la cuerda. Eso es lo que uno debe pensar.

Una cosa es segura: las personas con las que te atas a una misma cuerda pueden ser muy distintas. Y en las montañas conoces realmente a los demás. Allí se muestran tal como son. Sin nuestra minuciosidad y el férreo entrenamiento que supusieron las escaladas en la región vienesa del Peilstein, probablemente ni Wolfi ni yo seguiríamos con vida, tras las innumerables salidas a las montañas que hicimos juntos. En una que otra ocasión, cada uno tuvo que dar gracias a su buena estrella. O a la del otro.”

La compañía que elegimos es decisiva y puede marcar la vida entera de uno. Como fue el caso de los años que pasé posteriormente con Julie [Tullis]. Cuando ascendimos a una altitud de ocho mil metros, equipados con una cámara y un magnetófono, nuestro “equipo de filmación de gran altura” tenía ante sus ojos un objetivo, que ninguno de los dos hubiera podido llevar a cabo por sí solo. La unión hace la fuerza, en unos niveles que de lo contrario no serían posibles. La vida, en aquellos pocos años que compartimos, era plena y perfecta.

Pero la pregunta: “¿con quién?” surge también, aunque con menor intensidad, a diario (a pesar de que no nos demos cuenta o no sepamos valorarla), se nos plantea una y otra vez, no sólo en las relaciones duraderas, sino también en los objetivos más a corto plazo. La respuesta puede decidir sobre el éxito o el fracaso, la suerte, la felicidad, y a veces también sobre las tragedias o la manera de evitarlas. Es algo así como un interrogante básico, aplicable a todos los demás aspectos de la vida, no sólo en las montañas, aunque en ellas con toda certeza es decisivo.

Tomado con el permiso de Ediciones Desnivel de: Kurt Diemberger. El séptimo sentido. Ediciones Desnivel, Madrid. 2007. 380 páginas. ISBN: 978-84-9829-070-7, páginas 125-127



 



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