Mi primera expedición
Es tarde, lo sé, el camino marcado y sinuoso que conozco bien ha terminado desde hace algún tiempo. La caminata nocturna ha seguido por más de lo que esperaba y el frío se ha hecho presente; no hace gran diferencia, pues no hay en dónde meterse, así que seguimos caminando silenciosamente hasta que el grupo se detiene por completo. Las linternas iluminan los lados del camino mientras mis compañeros, (Rafa, Christopher, Javier, Shahin), voltean a platicar entre ellos, jugando con la luz reflejada en el vaho que emana de sus bocas.
El líder de la expedición ha encontrado un paso que considera difícil para el resto del grupo y ha juzgado prudente un pequeño descanso mientras examina cuidadosamente el escabroso terreno que nos espera. Poco después, desciende un paso complicado con un par de ágiles movimientos y pronto se encuentra en una firme plataforma.
Lo siguiente no es difícil de adivinar, nos espera liberar ese mismo paso: una pequeña pared que debe medir lo doble que cualquiera de nosotros y que comienza con un ligero techo formado por una gran piedra, que sobresale asemejándose a una plataforma de clavados. Bajar por ahí no será sencillo.
Los compañeros delante de mí comienzan a avanzar, nuestro líder tutoreando a cada uno de nosotros, enumerando los pasos que debemos hacer y guiándonos en todo lo posible.
La espera se hace interesante discutiendo con mis compañeros cual será el método de bajada más eficiente, y al parecer tenemos opiniones bastante parecidas: tratar de desescalar por ahí es demasiado complicado y peligroso, por más esfuerzo que hagamos no nos bajarán cargando y entonces la única solución se vuelve obvia: saltar.
Al menos es lo que todos los demás están haciendo y... están bien. Pronto llega mi turno. El camino hacia la plataforma de clavados queda libre y me acerco al corto vacío que me espera, las luces de mis compañeros iluminan el obstáculo y Guillermo, el líder, me da instrucciones claras: ¡Brinca!
Ahora estoy aterrado. ¿Saben porque? En este momento me puedo ver claramente tirado allí con sangre en el piso, mis amigos llorando, tal vez alguno gritando, los más fuertes consolando a los más débiles y Guillermo cargando silenciosamente un endeble cuerpo sin vida.
Puedo ver a mis padres diciendo “Nunca debimos dejarlo ir a acampar“, puedo oír gritos, puedo sentir dolor, puedo llorar y recordar si quiero... En resumen, me siento vivo y eso asusta porque la vida siempre viene acompañada de la muerte.
Sin embargo algo me dice que vale la pena brincar, sortear obstáculos, retos, sueños y el miedo flaquea ante los sueños, al menos para mí.
Brinco y despierto...
La alarma.
Está obscuro. Son las 6:15.
Estoy en el refugio de Góriz.
¡No puedo creer que he soñado con Huitzilac! ¡Con mis amigos de México! ¿Esto fue un sueño o un recuerdo? No importa, sólo tengo que salir y comenzar a caminar, si es demasiado difícil, afrontaré la derrota y regresaré, lo prometo.
Son las 6:30 hrs: ahora o nunca. Con calma decido tomar las cosas que he empacado la noche anterior, me fuerzo a dejar el confort absoluto del refugio de Góriz y comienzo a caminar hacia el Monte Perdido, mi introducción privada al montañismo invernal.