Una de las experiencias más bellas de mi vida es haber logrado hacer equipo con una persona como lo fue Andrés. Yo no encuentro mejor manera hoy de hablar de esta relación que tuve con Andrés que hablando de algunos de los ascensos que hice con él. Y también los voy a usar como pretexto para hablar de Andrés a un nivel más allá del alpinista. De una persona con valores, con principios una ética que a veces rayaba en lo fanático.
Y así pasó a enumerar algunas de sus vivencias juntos: desde su primera escalada, donde Andrés no había podido subir dos metros porque no conocía la técnica de grietas, pero donde descubrió en él lo que siempre vería: “su gran cabezonería”. Sus primeros viajes al Valle de Yosemite con muy poco dinero y sobreviviendo de buscar latas en los basureros y venderlas o como conejillo de experimentación de la Universidad Berkeley de los Ángeles. Pero siempre escalando.
Tenía muy claro que debía aprender y que este aprendizaje era por etapas y no quería saltarse una sola, como muchos ahora que suben al Pico de Orizaba y piensan que la siguiente es el Everest. Para él era muy claro que mientras más tiempo tardara, más aprendería. Nos acabamos las rutas de escalada pero Andrés siempre le encontraba algo nuevo: ahora con botas, luego con crampones. Así, seguía aprendiendo y con una visión de futuro. Se estaba preparando para algo más grande, que también quería.
En la pared sur del Aconcagua, ambos se encontraban en el punto de no retorno y descubrieron que sólo se llegaba abajo si llegaban a la cumbre. Dejaron la tienda de campaña y siguieron subiendo pero pasaron una noche más en la pared, a la intemperie. Al otro día, en cuanto hubo luz, se dieron cuenta que no podían seguir escalando como hasta entonces, sino cada quien por su cuenta, sin seguros intermedios.
Andrés se desencordó, me entregó su punta de la cuerda y me dijo: “Mucho gusto, espero verte en la cumbre” y comenzó a escalar. “Su piolet y crampones apenas se hundían en el hielo. Horas después, salían de la pared. “Yo había caído ya en el no detenerse y cuando se me acabó la pared, me fui de bruces del otro lado”. Y Andrés, que ya estaba ahí desde hace rato, sólo se reía.
Algo que me definió a Andrés en ese momento fue el que no quiso llegar a la cumbre. “Si Hubiéramos venido por la cumbre, habríamos subido por la cara norte y no casi matarnos por la sur. Venimos a escalar y ya se terminó la pared.”
Años después, los dos se encontraban en el Shishapangma, el decimotercer ochomil más alto del mundo. Subirían por la cara norte, en estilo alpino, nuevamente sin bolsas de dormir. Pero la bajada, que habían calculado en día y medio se alargó hasta cuatro días. Su equipo de apoyo ya los había abandonado por creerlos muertos, pero los apoyó una expedición vasca a quienes rebasaron en su ascenso a la cumbre.