En la séptima tentativa, el 18 de julio de 1943, mientras algunos de nosotros se iban quedando a diversos niveles para facilitar el ascenso del equipo en los diferentes pozos, yo llegaba con Loubens, Delteil, Maurel y Cásteran a los doscientos cuarenta y cinco metros de profundidad.
HabÃa allà una sala en la que dos cascadas caÃan y confluÃan en un lago que se desbordaba en una catarata espumeante hasta un nuevo abismo subyacente. Fue en este pozo vertical de cien metros donde efectué un descenso memorable, contraÃdo sobre mi escala, con la lámpara apagada, en la oscuridad absoluta, ensordecido y empapado por la cascada.
Abajo puse pie junto a un lago subterráneo en el que pude establecer de nuevo la iluminación y observar que el abismo se prolongaba en un nuevo pozo vertical, igualmente barrido por la misma terrible cascada.
Con el silbato ordené el ascenso. Izado por mis cuatro hombres, aparecà empapado y abatido por el chorro de agua, convencido de que la sima continuaba pero que jamás llegarÃamos a vencerla con nuestros pobres medios. HabÃa alcanzado la profundidad vertical de trescientos cuarenta y cinco metros, pero también los lÃmites de mis posibilidades y franqueado ampliamente las fronteras de toda prudencia.
A pesar de todas estas consideraciones, un mes más tarde volvimos de nuevo a la Henne Morte. Esta vez habÃamos proyectado que Loubens y yo descenderÃamos hasta el término de la ocasión precedente y desde allÃ, con escalas, atacarÃamos el siguiente pozo.
Ã?ramos once; nunca nuestro equipo habÃa sumado una cifra tan elevada y estábamos llenos de optimismo.
Las maniobras se efectuaron ahora casi maquinalmente y en la mayor euforia. Los muchachos se fueron organizando en los diversos balcones, cantando mientras esperaban una orden que no iba a darse sino dentro de una veintena de horas. Todo marchaba como sobre ruedas, hasta que alcanzamos los doscientos metros de profundidad.
Yo avanzaba en cabeza con Delteil y Loubens, ocupado en fijar una escala para el descenso en la sala del lago, cuando se produjo un accidente que Loubens ha narrado en su carnet.
�De pronto, un ruido sordo� Inmediatamente un grito terrible, enorme en aquellas tinieblas, seguido de una llamada que sonó patética tres veces consecutivas: �¡Socorro!�
�Volamos de roca en roca y en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos junto al compañero herido. Es Maurel. Yace en un charco de agua, doblado sobre sà mismo y gimiendo por lo bajo. Lo levantamos con precaución y lo apoyamos en la pared. Nos mira. No olvidaré nunca su mirada: en ella están retratados el horror, el sufrimiento, el miedo. Por fin consigue explicarse. El cuerpo está intacto, la cabeza protegida por el casco. El brazo izquierdo lo tiene roto. Lo sostiene con su mano sana y queda abatido, balanceando la cabeza, gimiendo débilmente�
Â?La exploración se interrumpe. Ahora sólo existe un fin, una sola razón por la que luchar: sacar al herido de allÃ. Cada uno, desde su puesto, sin excitaciones perturbadoras, se apresta de todo corazón a la difÃcil tarea del ascenso.
Â?Al disiparse la conmoción, Maurel se anima y ayuda en todo lo que puede a los que le suben. El primer pozo, donde ha caÃdo, queda pronto vencido y superado.
�Henos aquà ahora al pie de un nuevo pozo de cuarenta y cinco metros. El grueso del equipo asciende para asegurar el izamiento del herido.
Â?Segundos más tarde, la cuerda de sostén cae pesadamente junto al trÃo que ha quedado abajo: Maurel, Deleil y yo.
�Con muchas precauciones el herido llega hasta la escala. Se le coloca un sólido cinturón de salvamento. Le atamos. Dos silbatos: el izamiento da comienzo y se interrumpe bruscamente: Maurel cae a los dos metros. Afortunadamente estábamos allà para cogerle al vuelo. La cuerda que acaba de romperse es reemplazada. Esta vez Maurel hace un esfuerzo e intenta trepar a lo largo de la escala ayudándose de su brazo sano. Delteil le ata por segunda vez. Todo está preparado. Se conviene la táctica por señales con el equipo de arriba.
Â?Quedo cogido a la escala para estirarla con todas mis fuerzas. Delteil está atado con Maurel por una cuerda, para que no caiga en el vacÃo. Colocamos a Maurel de cara a la escala. Delteil se retira y silba. Silba hasta quedarse sin aliento. La cuerda se tensa, Yo meto un pie del herido en el escalón . Desaparece. Sube, va subiendo. Me agarro fuertemente, dando la espalda entera a la ducha helada. Allà arriba oigo el Â?¡Oh, iza!Â? que ordena Casteret. Maurel permanece silencioso. ¿Dónde puede estar ahora? ¿A qué altura? No sé; sólo hay una idea fija en mi mente: sostener la escala, impedir que mi compañero pueda balancearse sobre el vacÃo.Â?