“No te empeñes, Walter —le dije— no hay nada que hacer ahora. Volveremos el año que viene y de alguna forma vas a subir…”
Estábamos todos decepcionados antes esa pared infernal de la montaña, una pared vertical y hasta sobrependiente de puro hielo, alta, de 600 metros. Bonatti, asombrado, continuaba recorriendo con la mirada la masa blanca de hielo que se perdía en el cielo. Eggmann y yo, sentados sobre un montón de clavos que nos hacían de asiento sobre la nieve del Col, nos mirábamos de cuando en cuando como para subrayar lo que acababa de decir. Mauri, muy tranquilo por lo general, trataba de explicarnos a todos y a sí mismo que era una locura seguir en ese momento. Estaba excitado; la amargura de la derrota le apretaba el corazón y la barba rubia, abundante, no lograba disimular la tristeza de su semblante.
Casi cegados por el reflejo de la nieve, cerrábamos los ojos y tratábamos de secar el sudor que hacía empañar los lentes ahumados. Estábamos a 2,550 metros de altura, sobre una delgada cuchilla de hielo, entre dos abismos, dominados por la imponente pared sur del Cerro Torre, mientras el sol nos castigaba con violencia.
Mauri y yo nos habíamos puesto un pañuelo lleno de nieve sobre la cabeza, mientras Eggemann trataba de defenderse con su rompevientos. Bonatti jugaba con un clavo de hielo sobre la nieve. Quería decir algo pero no podía, y volvía a mirar hacia arriba.. Los cuatro, puntos infinitamente pequeños ante la inmensidad de este mundo de hielo que nos circundaba, resumíamos el esfuerzo continuado de veinte días de lucha con la Naturaleza para dar el asalto al cerro más difícil del mundo, a la “montaña imposible”.
Entre todas las montañas del mundo, el Cerro Torre es, sin duda, uno de los más hermosos fenómenos geológicos. Es un inmenso obelisco de granito, de 3,128 metros de altura, delgado y elegante, que parece casi perderse en el cielo. Sus verticales paredes parecen defenderlo de toda posibilidad de ataque. La montaña, cual si fuera una explosión de la Naturaleza, parece lanzarse hacia lo alto. Domina imponente el valle homónimo, emerge de las nubes que hierven a su alrededor o se esconde por días y días tras una impenetrable cortina que sólo deja ver sus contrafuertes. Es una montaña embrujada, encerrada en su propio mundo, semiescondida por el Fitz Roy.
Planear la conquista de su cumbre implicaba muchas cosas. Ante todo, conocer el macizo, conocer las montañas patagónicas y todos los problemas que puedan presentarse a una expedición. En el caso del Cerro Torre, puesto que se encuentra en el medio de un cordón que divide los bosques orientales de las masas glaciales del Hielo Continental, se presentaban dos posibilidades: atacar la montaña por el lado oriental —el único conocido— o por el lado opuesto, el occidental, aún desconocido.