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Montañismo y Exploración
Emilio Carranza

Sé dónde está la rompiente. “Siempre rompen en el mismo sitio”, me había dicho Andrés Sierra, y era cierto. Todos los días me ponía a estudiar las olas y la rompiente era siempre en el mismo sitio, aunque no a la misma frecuencia.







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Los auxilios y los socorros no sirven de nada y nosotros nos hemos congelado en la misma posición. Un hombre aparece en la orilla por la que debiéramos haber caminado a la playa para hacer castillos de arena. “Tienen problemas”. Los dos nos quedamos callados y yo sólo digo que no. “Entonces no estén gritando que espantan”. Me da risa la imagen de dos niños en problemas que gritan y asustan. ¿Así serán los fantasmas? ¿También tendrán miedo?

Comienzo a patalear con fuerza a la orilla y mi prima también. No sabemos si es miedo o no, pero sabemos que hay que llegar a la orilla y para ello sólo hay que patalear. Y después de un rato, estamos en tierra firme.


Es la primera vez de la que tengo conciencia de haber asumido el control en mi vida.




Olas rompientes


Sé dónde está la rompiente. “Siempre rompen en el mismo sitio”, me había dicho Andrés Sierra, y era cierto. Todos los días me ponía a estudiar las olas y la rompiente era siempre en el mismo sitio, aunque no a la misma frecuencia. A veces rompe una y a veces no.


En cuanto pasa, espero la segunda, que abraza al kayak y aumenta significativamente la velocidad. Surfeo un poco. De repente, vuelco. Una ola secundaria me da de costado y estoy cabeza abajo. Sin más, doy el movimiento automáticamente y nuevamente estoy cabeza arriba, pero justo en la cresta de la ola. Ya no puedo surfear porque estoy de lado y pongo el remo como apoyo alto. Eso me arrastra durante varios metros. La espuma rompe sobre el jayaj, pero es sólo espuma, no la ola entera. Hasta que la ola pierde fuerza. Entonces remo, remo fuerte. La resaca me puede llevar de nuevo hacia la rompiente.


Estoy entre dos rompientes y eso me da tiempo para descansar unos segundos y ver lo que falta. el mar me acerca a la orilla y me remo hacia atrás para mantenerme lejos de la rompiente. Debo estar justo encima de donde rompe cuando rompa y así no me caerá encima.


Sé que la bañera está llenándose de nuevo, pero ha aguantado sin abrirse. El hecho de que la cámara fotográfica venga conmigo y no en un compartimiento para el equipo es la prueba de que esperaba que el tiempo estuviera muy bien. Ahora lamento no haberla guardado. No pude tomar una sola foto porque las olas eran grandes y cada vez más. Si la bañera se abre a un golpe de ola, la perderé y con ella todas mis fotografías.


Viene la otra. En la segunda ola vuelvo a tomar impulso y controlo el kayak bien, sin caerme ni volcarme. No es que la situación no sea de miedo. Lo que sucede es que en esta situación hay que hacer algo y me dedico a ello sin el obstáculo que es el miedo cuando gobierna las acciones.


Llego bien al final de esa otra rompiente. No hay gente a la vista. Está lloviendo. Unos metros más y podré bajarme, pisar tierra y esconderme en un lugar donde ponerme ropa seca y comer algo caliente.


En esos metros escasos donde se bañan los turistas, una pequeña ola me vuelve a volcar y me empuja a la orilla. Veo las piedras y me encorvo. No quiero lastimarme la cabeza con tanta piedrecilla de río como hay. ¿Piedra de río en la orilla del mar? ¿De dónde sacaron tanta?


Al final, estoy nuevamente enderezado, en una playa con muchísima roca de río y muy inclinada. Es difícil estabilizar el kayak porque la bañera se llenó completamente de agua de mar con una sola ola en cuanto me salí de ella. Achiqué y luego la arrastré debajo de un techo de palma. Media hora después encontraba gente. Todos guarecidos en un lado u otro de la lluvia y del viento norte.


Lo mismo que en Nautla, aquí las casas están a un paso de la línea de marea alta. Ni piedras de río ni mallas podrán evitar por mucho tiempo que el mar se “coma” las construcciones.


Pero por el momento sólo sé que navegué 30 kilómetros en menos de cuatro horas. Esperaba estar más lejos que Lechuguillas, pero ya aquí, me congratulo de sólo tener como saldo en contra unos raspones en los dedos de las manos y haber perdido el timón del kayak. A pesar de haberlo elevado, la potencia de la ola, quizá la primera, lo arrancó como si hubiera sido de barro fresco.




Ahora estoy en Emilio Carranza, descansando del tremendo día de ayer y viendo en las noticias que la “tromba” inundó varios municipios y que en Tabasco hubo cuatro pescadores que no pudieron regresar a la costa sino hasta el medio día, que fueron rescatados. Pero nadie había perdido la vida. Y yo dormía profundamente con los antebrazos cansados y casi adormecidos de tanto no soltar el remo para no ser un náufrago.




 














 

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