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Montañismo y Exploración
El Puerto de Veracruz
1 junio 2006

Me detuve nuevamente en una pequeña playa, a un lado de la escollera. Un barco mercante estaba a punto de entrar y no tenía la mínima intención de jugar carreras con él. Y tampoco, a menos de un kilómetro de terminar, quería que esto acabara.







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Dirigir en línea recta al kayak en esos kilómetros fue algo divertido, pues había ya adquirido la técnica precisa. Ya no me cansaba de los brazos porque todo era control de cadera. Las llagas que me habían salido en los días anteriores por estarme moviendo fuera del respaldo, dolían a veces, pero generalmente no hacía caso al dolor.


En otras ocasiones, me fijaba detenidamente en mi rostro. No es que llevara espejo sino que sentía cómo tenía los músculos de la cara. Quieta. Sin un movimiento, como las caras de los gimnastas olímpicos. Prácticamente no movía los músculos de la cara más que para beber agua o platicar con la gente cuando estaba en tierra. Pocas, muy pocas veces, había hablado estando en el mar.


Los cerros estaban cada vez más cerca. Ya pasaban aviones por encima de mi cabeza, rumbo al aeropuerto. Pero el verdadero destino no lo veía bien porque el día se había puesto nebuloso. Soleado, pero nebuloso, como con mucho smog en él. Así que las grúas del puerto las vi mucho tiempo después.


Me acerqué a una playa y bajé ahí para descansar. Una familia estaba haciendo un agujero en la arena y tenían algo envuelto en una tela. La madre se acercó a mí y me hizo la plática para no dejarme acercar al sitio. “Su mascota, tiene que ser su mascota”.


Se fueron y yo me quedé de pie en la arena, descansando. De pie. Pasaba muchas horas al día sentado y no concebía descansar en la misma posición. Había hecho esto durante todo el viaje. Un hombre en motocicleta se desnudó y se metió al mar, a bañarse. Una playa muy tranquila, con dunas como fondo y solitaria de gente. Sola, en sábado. Debía ser poco popular.


La escollera del puerto. Detrás de eso veía la cúpula de la iglesia, los enormes barcos, las plumas con que movían la carga; adivinaba el café, las nieves, las champolas, la calle de los danzones, los puros en la calle, los ancianos vestidos de traje blanco impecable, la canción de Agustín Lara diciendo “Veracruz, rinconcito donde hacen su nido las olas del mar”.


Y yo, remaba. La escollera está hecha de grandes bloques de concreto apilado uno sobre el otro. Sabía que debía dar la vuelta, pasar por la entrada al puerto y seguir un poco más hasta llegar al Acuario.


Me detuve nuevamente en una pequeña playa, a un lado de la escollera. Un barco mercante estaba a punto de entrar y no tenía la mínima intención de jugar carreras con él. Y tampoco, a menos de un kilómetro de terminar, quería que esto acabara. ¡Un kilómetro! Ya no eran quinientos, como al principio, como tres mil, cuando iniciamos en Cancún, en el 2000. Era sólo uno.


Mis pies estaban de nuevo sobre el garbancillo, ya no sobre la arena blanca del Caribe, o en las aguas abiertas de Yucatán, el manglar de Campeche, las aguas oscuras de Tabasco o el la larga costa con muchas conchas y basura en Tamaulipas.


Estaba en Veracruz, viendo pasar un barco cuyas letras medirían aproximadamente 20 metros de alto. Veinte metros. Cuando pasó, remé de nuevo. Pasé la boca del puerto y seguí por la otra pared rocosa de la escollera. Ahí había gente paseando, el típico paseo del sábado al mediodía para no estar en el calor de la ciudad. Gente, mucha gente.


Cuando la escollera terminó, vi la Isla de Sacrificios. Solté la carcajada. En julio de 2000, Alejandro Niz y yo habíamos remado hasta allá en nuestra primera experiencia de kayak en el mar. Ahí, el Acuario. ¿Dónde hay una playa donde se pueda desembarcar? Ahí, nomás dale la vuelta donde está la bandera azul y está la playa.


Cientos, muchos cientos de personas. Lanchas que llevaban a paseo a la Isla de Sacrificios. Vendedores de helados, de camisetas estampadas, de relojes muy baratos. Gente de la capitanía de puerto chocando que las lanchas fueran con equipo de seguridad. Centros comerciales, autobuses, autos, lociones, cabellos bien peinados por el gel, muchachas ostentosas o viejas, hombres musculosos o gordos.


Sí, había cientos de personas, pero en mi mente sólo estaban mis acompañantes. Alejandro Niz, con quien había iniciado el proyecto, que en el Caribe tuvo que abandonar y que esta vez no había venido. Luego, Andrés Sierra, con su carácter siempre amable enseñándome a usar el kayak, él que ha sido varias veces el mejor kayakista de México. Mis amigos de tierra, de la sierra, del desierto, de la Universidad.


Y entre tanta gente, puse el pie en la playa luego de tres mil kilómetros de navegar en el Atlántico.


Eran las 13:30 del 20 de mayo. Había llegado.





 














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