Las miradas de los muchachos de Villa Rica se habían posado en mí apenas puse pie en la arena. Luego, cuando caminé por las pocas calles, me seguían sin moverse, sin cambiar su plática. Hasta más tarde, cuando me encontré con el profesor de la escuela primaria, me dijo lo que decían entre ellos: no se meterían al mar en esa panguita. “Y mire que están acostumbrados al mar”.
Me dormí por la tarde y a las nueve de la noche que desperté, el cielo estaba estrellado. Una pareja estaba haciendo drama, ambos muy borrachos. La chica vomitó y luego se fueron. Esa noche fue la única en todo el viaje que tuve frío.
Al amanecer los pescadores iban del pueblo a sus lanchas, de las lanchas a su pueblo, echaban las redes y platicaban antes de echarse a la mar. Algunos ya habían regresado. Sus pasos en la arena y sus voces en la oscuridad me despertaron. Tienen a adentrarse unos cuantos kilómetros en la mar y regresar con su cosecha de peces.
Me levanté con torpeza. Estaba muy cansado pero tenía que seguir: sólo faltaban menos de 60 kilómetros para llegar al puerto. Sí, quería llegar a Antigua para dormir ahí, donde empieza la fiebre de Cortés, pero ¿valdría la pena quedar más cansado? Decidí que no. No quería ir con prisa. Hacía cuatro años, cuando veníamos desde Cancún, nos había agobiado la desesperación de llegar ya y terminar. Terminamos y dijimos que era bueno ya no tener sal en la piel. Pero ahora quería hacerlo a mi ritmo, sin prisas. De todos modos, era una experiencia única.
Cuando me metí al agua, los muchachos se juntaron para ver cómo es que se podía navegar en la panguita amarilla que tanta desconfianza les daba. Era imposible. Cerré la bañera y me empujé de la arena con los puños. Una sola ola me puso en el mar y remé. “Hasta luego”, escuché.
Y dejé atrás la Villa Rica.
Salir de la bahía de la Villa Rica fue largo. El cerro de Quiahuztlán iba quedando atrás, más atrás. En esa agua tranquila, casi quieta, costaba mucho avanzar. La quilla rompía la superficie del agua pero parecía muy espesa, el mar, profundo y azul, a diferencia del verde que había estado en casi todo el viaje. El remo se hundía a su ritmo.
Laguna Verde quedaba más atrás. Los grandes edificios se pueden ver desde lejos, rodeados de dunas. Es poco más al norte donde inician las grandes dunas costeras. Villa Rica tiene dunas de tamaño suficiente como para que los turistas jueguen y den marometas. Kilómetros más adelante, aún seguían.
Dunas. Mar. Y, más adentro, volcanes. Estaba ya en la zona del Eje Neovolcánico y por eso se notaban las montañas. La combinación me hizo recordar Altar. Ahí también había volcanes, mar y dunas. Pero allá las dunas eran gigantescas. Acá, en la costa de Veracruz, a unos cuantos cientos de metros del mar, estaban la carretera y los pueblos.
Esta zona era la que habitaban los cempoaltecas a la llegada de Cortés con el cacique gordo del que no se conoce nombre, en la ciudad construida de piedra de río y argamasa. Alrededor: caña de azúcar y los ingenios. Desde el mar veía incendios por muchos lados, unos más grandes que otros. Se olía el olor a quemado, a madera crepitando, olor nuevo estando en el mar.