Ya lo he dicho antes: las condiciones en el Tocllaraju, no fueron precisamente fáciles. Nevó durante la noche, nos tocó abrir huella, había poca visibilidad por la neblina y un viento constante, ventisca. Pero nada tan fuerte que en sentido estricto impidiera el intento. Así lo creo aún ahora.
Sin embargo, el guía se encaminó muy a la derecha para mi gusto (lo que se comprobó más tarde, pero pues yo no conozco y no soy el guía) pero todos cometemos errores. Eso significó regresar un poco (bajar), para volver a subir, cambios de dirección constantes y claro que es difícil avanzar, pero a eso se va a una montaña como el Tocllaraju.
Después de unas horas así, sucedió para mí lo inesperado: el guía no estaba seguro de la ruta. “No hay visibilidad, quién sabe si es por aquí”, dijo, y la pregunta “¿Qué hacemos Martín?” En ese momento, mi confianza en mi guía empezó a derrumbarse. Me dije “¿Cómo que qué hacemos? ¿Qué demonios hago con un guía que no encuentra el camino y me pregunta que hacer? ¿Acaso tengo yo que buscar el camino? ¿Qué diferencia hay entre esto e ir solo?”
En fin, le pedí que esperáramos el amanecer, para tener un poco más de visibilidad y de esta forma encontrar el camino. Eso hicimos, pero la espera a esa hora es una tortura y el frío se apoderó de nosotros. “De repente”, el guía notó que estábamos en la ruta y sólo habría que subir un poco, cruzar una grieta sobre un puente y salvar un paso de escalada con una salida relativamente difícil. ¡Manos a la obra!
Tras un primer intento vino la afirmación de mi guía de que no era posible pasar por ahí. Su pregunta —ya no tan inesperada— se repitió y mi respuesta fue “Pues a buscar por otro lado”. Lo intentó sin resultado. De lo inesperado pasamos a la continua repetición, así que nos dispusimos a esperar una vez más.
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