Habiendo participado en 1952 en la travesía del Hielo Continental y, posteriormente, realizado varios sobrevuelos sobre el Hielo Continental con un Pioer, el lado oeste del Torre me había parecido relativamente más ventajoso. De modo que nuestra expedición planeó buscar la ruta hacia la cumbre sobre los lados oeste y sur de la montaña. Esta determinación, desde el punto de vista del acceso, complicaba enormemente las cosas, por cuanto nos obligaba a un rodeo de unos 50 kilómetros para alcanzar un punto ubicado, en línea recta, unos 2,000 metros al oeste de la base oriental del cerro, lugar elegido por la expedición trientina.
Esto significaba que, en lugar de instalas un solo campamento, debíamos distribuir varios sobre un extenso itinerario que se desarrollaba a través de tres zonas distintas, con fuertes desniveles, expuestos al viento y a la tormenta. Exactamente lo que se necesita para quebrantar la resistencia física de un grupo expedicionario. Sin embargo, no había otra alternativa.
Nuestra carta mejor, que contemplaba la probabilidad de lanzar equipos y materiales sobre el hielo continental por intermedio de un Piper o un Cessna, había fallado por causas de fuerzamayor y el único remedio era llevar al hombro las pesadas cargas de la misma manera que los "coolies" o los "hunzas" de las expediciones al Himalaya o al Karakorum. Solamente que nuestros "coolies" eran los mismos que debían escalar el Torre.
Con un programa tan vasto y pese a las innumerables dificultades y contratiempos, hicimos frente a la situación y, colocando cuatro campamentos, nos ubicamos finalmente al pie de la pared oeste del Torre, sobre un filo rocoso, a una altura de 1,700 metros. Desde allí hasta la cumbre mediaban más de 1,400 metros, esto es, doce veces la altura del Kavanagh.
El programa previsto, considerando la zona de operaciones como muy opuesta a los vendavales del hielo continental, nos obligaba, además, a estudiar detenidamente nuestro equipo. No podíamos correr el riesgo de que el viento, que puede llegar a soplar a 200 kilómetros por hora, arrancase nuestras carpas. Ni, por otra parte, debíamos recurrir a cuevas o a otro tipo de protecciones por cuanto eso implicaba pérdida de tiempo y de energía. Sin contar que a veces no es posible recurrir a tales defensas.
Para no sufrir reveses en este sentido, aprovechando la experiencia de muchos años de cordillera patagónica —donde la fuerza de la naturaleza no tiene rivales—, dibujamos nosotros mismos las carpas, que luego demostraron soportar con facilidad toda clase de tormentas. Por lo demás, todo nuestro equipo era modernísimo e inusitadamente abundante, en parte de procedencia italiana, en parte argentina.