La arena corre con el viento. Vuela. Y el cielo, claro y con manchones de nubes abiertas en esta medianoche de luna llena. La noche se nos ha caído como todas las noches, deslizándose de a poquito, mientras caminábamos por estas enormes olas secas, bajo esta luz crepuscular, de viento que se encaja en la ropa a mordidas. Y nosotros, en medio, abajo, metidos en el silencio después de haber subido a lo más alto y ver más arena.
El silencio, agotador. No hay un solo ruido aquí. Cuando callamos, los oídos duelen de tanta pesadez. Ni en el día hubo tanto silencio.
Este mundo flojo donde los pies abandonan el aire y la luz para enterrarse y pelear por salir para volver a enterrarse. No entienden. Quizá por eso sigan andando.
Las dunas, cada vez más grandes, más numerosas. Ni una piedra abandonada en muchos kilómetros. Sólo esa camioneta volcada tras la enorme montaña, como si una mano enorme la hubiera dejado caer del cielo. Arena y las plantas, agarradas con sus raíces a ese mundo en movimiento. ¿Cómo llegó, si son mundos resbaladizos los que lo rodean?
Y huellas de rodadas como gusanos gigantes. Recientes.
Noche de luna redonda, de viento galopante en el lomo de cada una de las crestas. El amanecer trajo nubes nuevas, viento nuevo, fresco, con más energía sobre ese mundo arrugado y seco. Y nosotros cansados de decirnos que un desierto no era así, que debía ser muy caluroso, que por algo habíamos cargado tanta agua y no nada más por gusto. Pero el viento quería llevarse toda la arena mientras nosotros hundíamos los pies sin dejarnos convertir en un grano más.
A mediodía los ojos lloraban los granos de ese aire arenoso. En ese cielo lechoso no se veía muy lejos. Y nuestros pies, cansados de estar sepultados, se encaminaron a tierra firme, bajo el viento fuerte. Los ojos no miraban más lejos que la siguiente duna y el viento nos enredaba los pies y nos agobiaba los ojos. El viento negro, dicen, es capaz de matar a quien lo sorprenda metido en esas arenas.
La vida comenzó a surgir en forma de plantas y de piedras esparcidas. El cuarzo blanco entre la arenisca. La gobernadora entre las flores color genciana. Y una liebre huyendo de nuestras pisadas. Por la tarde, nos metimos en aquel simulacro de cine donde ya habíamos pasado una noche: un escenario de buena apariencia pero raquítico, tan fuerte como para no caer. Ni el viento ni la arena nos harían nada ahí.
Teníamos razón. Pero la noche nos trajo otra sorpresa.
El sueño nos cayó sin el infinito de las estrellas y la placidez del calor de la bolsa de dormir se interrumpió con agua. Agua en medio del desierto. Era un sueño. No, no lo era. Nos levantamos a la una de la mañana maldiciendo que sólo fuera un escenario. De nada sirvieron los remiendos que hicimos. A las cinco nuestras esperanzas de sequedad se habían ido con el viento.
El amanecer rasgó el cielo arenoso mientras caminábamos hacia la carretera, tratando de olvidar las piedrecillas arrojadas por el viento a las paredes de la casita. Quizá siguiera la camioneta ahí, como una pesadilla que no se borra al despertar.
Y las latas vacías.
Pero la vida, ésa sí que no habría.