María Coffey. Los zarpazos de la montaña. Ediciones Desnivel, Madrid. 2004. 216 páginas. ISBN: 84-96192-58-X
Puedo decirte lo que me ha enseñado la muerte. Me ha enseñado a aferrarme a la vida y a hacer que cada momento cuente.
Terres Unsoeld
Casi nadie podría explicar a otro por qué escala e incluso entre escaladores los motivos son distintos. La pregunta que se les hace de mucho tiempo atrás es: “¿Por qué escalan?” o, dicho de otra forma:
“¿Qué apremia a una persona a tomar parte de un juego en el que un minúsculo error de cálculo o el azar pueden acabar con su vida? La literatura que ensalza los placeres y valores de la aventura alpinística es extensa y a menudo elocuente. Esas narraciones glorifican el espíritu humano, la búsqueda, el deseo de arriesgar la vida y sentirse vivo. Unos pensarán que esta actividad es alocada, otros la considerarán edificante, y también habrá quienes piensen que tiene un poco de ambas cosas, pero todos coinciden en que la entereza del espíritu humano ante las adversidades es algo que a nadie deja indiferente.” (Tom Hornbein, p. 6)
Esto se ha dicho muchas veces en numerosos libros de montañistas o exploradores. El espíritu humano encarnado en una persona que se aventura en algo que la mayoría no hace y no comprende cómo alguien puede “conquistar lo inútil” por un precio intangible, algo que nadie ve, que nadie siente sino el escalador, quien sabe que es peligroso.
“De entrada sabes que es peligroso, y lo irónico es que cuando alguien muere en una montaña, subirla y salir vivo adquiere un valor añadido. Si escalar fuera totalmente seguro, no tendría el mismo tirón.” (Royal Robbins, cit. en p. 23-24)
A pesar del riesgo, hay escaladores, pero también hay accidentes que dividen la vida en víctimas. “A pesar del coste, la sociedad necesita personas que se arriesguen, que se atrevan a dar grandes saltos a lo desconocido, que lleven los límites de la imaginación de la época más allá de los existentes.” (p. 84)
María Coffey se dio a la tarea de entrevistar a padres, madres, esposas e hijos de escaladores que han muerto en la montaña. ¿Qué pensaron en el momento en que se les notificó que su ser querido había desaparecido o muerto? Quizá la literatura de montaña no se había preguntado esto porque
“Lo que define a la escalada es que te mata. No hay mucha gente que cuestione en público el índice de víctimas mortales porque abriría una caja de Pandora muy desagradable. La razón fundamental por la que escalas es más bien frágil y tal vez no aguantase un examen más minucioso, así que prefieres no hablar de eso. La gente se siente incómoda y piensa, no, no, no es así. Pero no tienes más que mirar los hechos.” (Joe Simpson, cit. en p. 24)
El resultado es Los zarpazos de la montaña, un libro con testimonios de muchas personas que han pasado por tal trance y han tenido que seguir viviendo, sean alpinistas o familiares de ellos, labor ruda y ardua.
“Todos los alpinistas con los que hablé se sintieron encantados de exponerme los motivos por los que escalan y las cosas buenas que la montaña ha aportado a sus vidas. Pero cuando les pregunté por los costes personales y cómo afectaba a las personas que los esperan en casa, su tono cambió.” (p. 33)
Este puede ser el libro que sea más difícil de leer para un montañista o un familiar suyo. Definitivamente habrá muchos pasajes que se identifiquen con el lector, aunque seguramente habrá también la negación siguiente:
“Según la siquiatra Ruth Seifert, esa aceptación del riesgo físico es un concepto completamente abstracto. Seifert sostiene que los soldados y los alpinistas nunca llegan a creer de verdad que a ellos en concreto les vaya a ocurrir algún desastre. «Nadie iría a la guerra si pensaran que los iban a matar o a mutilar. Con los alpinistas ocurre lo mismo, saben que a otros les suceden cosas terribles, pero piensan que esas personas han tenido mala suerte o han cometido algún error. Dicen: ‘Oh, yo soy una persona cuidadosa, he salido entero de muchas otras expediciones, no me va a pasar nada?’ Están convencidos de que no corren ningún riesgo.»” (p. 134)
Lo cierto es que puede pasar pese a los cuidados que se tengan en las medidas de seguridad. Entonces habrá víctimas muertas pero también vivas. Es en este libro donde los vivos hablan y donde muestran el enojo por no haber regresado, el trauma que definió sus vidas más adelante, los cambios de vida por los que pasaron. Y si bien uno puede pensar en las esposas y los padres, queda la pregunta: “El precio del amor mutuo puede ser negociado con un adulto, pero ¿qué decir del amor confiado e incondicional de un niño?” (p. 148)
El tono del libro es de claro enojo y muchas aseveraciones tienen ese mismo tono. En varios pasajes parece estarse condenando a la persona, pero más que nada a la actividad. Por eso, el montañista puede sentirse muy incómodo, porque toca llagas que nadie quiere reconocer.
Desde mi punto de vista, es un libro excelente al que le faltó un poco para ser considerado un estudio científico. La cantidad de entrevistas con decenas de montañistas de alto nivel hace intuir lo complicado del proceso de elaborar el libro. Quizá una de sus limitantes sea circunscribirse mayoritariamente a alpinistas de lengua inglesa, lo que deja fuera a todos los demás con su manera peculiar de enfrentar a la muerte, punto importante a tomar en cuenta, aunque dudo que el resultado fuera diferente.
Erratas
Página 19, tercer párrafo, dice: “A Herzog y Louis Lachenal se les estropeó el tiempo cuando descendían de la cumbre y se vieron obligados a pasar la noche en una grieta.” La noche en la grieta fue la segunda después del ascenso a la cumbre.
Página 75, tercera línea del cuarto párrafo, dice: “A la estela de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, su muerte, junto con la de Sandy Irvine…” Debe decir: “Primera Guerra Mundial”, pues está hablando de la desaparición de Mallory e Irvine en el Everest en 1924.
Página 115, inicio del tercer párrafo, dice: “En mayo de 1966…” La fecha correcta es 1996, pues se refiere a la famosa tragedia del Everest.
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