Estábamos en el salón final, ocupado por una gran colina detrÃtica. Después de la enésima verificación mis compañeros se rinden y deciden regresar topografiando. Me dispongo a seguirlos, me encamino pensando que una vez que nos hayamos ido hacia abajo no regresará nadie por años: asà funciona normalmente, figurémonos en lugares asà de extremos y difÃciles. Esta zona de la cueva se dará por explorada, fin del juego.
Y entonces oigo mi voz que avisa a los amigos: Â?Hago un último intento, les alcanzo dentro de media hora como máximo.Â? Me lanzo en el gran derrumbeÂ? Casi de inmediato una pequeña tronera entre dos piedras, de ancho de una decena de centÃmetros, sopla una ráfaga de aire en la cara: me detengo a evaluar. La corriente no es mucha, el trabajo de excavación por hacer es impresionante, dirÃa que no vale la pena. Tal vez, incomprensiblemente decido dejar la mochila en las cercanÃas y proseguir el recorrido más ligero, como tratando de retardar la decisión final. Continúo. A veces procedo a gatas, otras escalo en sube y baja entre bloques enormes, pero por suerte suficientemente estables. Nada de nada.
Después de unos veinte minutos estoy de nuevo fuera del derrumbe, bañado en sudor y cansado. Si no fuera por la mochila que he dejado, evitarÃa regresar y me irÃa con mis compañeros que ya se estarán preocupando. Sueño una cerveza fresca. Ahora del pequeño agujero sale más aire, no mucho pero significativo. Es grande como el puño de una mano, pero es la última oportunidad: siento que no debo, no puedo irme. Comienzo a golpear con el martillo y a hacer palanca sobre las piedras, pero la roca es compacta. Improvisadamente cede una gran astilla, el orificio se amplÃa y la piel se refresca por una ráfaga de aire más fuerte. Aumento mis esfuerzos y lentamente el pasaje cede, luego de una media hora tengo delante un hueco estrecho bajo el cual se entrevé un trecho vertical, un pocito. Aire fuerte, ahora.
Los manuales y el sentido común enseñan que no se deben forzar pasajes en solitario, tanto más si los compañeros no tienen idea de dónde venir a buscarle a uno. Pero estoy en trance, como me ha sucedido sólo dos o tres veces en 25 años de andar por cuevas. Me siento seguro, lúcido, sólo el corazón palpita demasiado fuerte en la cabeza. Me quito el arnés y casco (el hueco es verdaderamente estrecho), desengancho el balón de acetileno (demasiado incómodo) e ingreso.
Me filtro lentamente entre las rocas y alargo las piernas en el pocito. Recupero el casco con la luz eléctrica Â?esperamos a que no se queme la lamparitaÂ? comienzo a descender y después de algunos metros veo el fondo. Â?Es un pozo ciego, ¡maldición!Â?. Pero llegado abajo descubro una fisura vertical, estrecha, por la cual llega el aire. Me deslizo aún, casco en mano, no antes de haber mirado alrededor para recordar la vÃa de regreso. Un breve corredor, siempre más grande, aire fuerte y fresco sobre la cara, acelero el paso, el corazón en la cabezaÂ? la oscuridad.
Delante de mÃ, de repente, la oscuridad de un gran pozo. VacÃo absoluto, aire, y a lo lejos el sordo ruido de un rÃo subterráneo. Es ella, la cueva del RÃo La Venta, lo sé. El largo vuelo de una piedra dice que bastará descender 40 metros en vertical para tenerla. Apago la pequeña luz y me siento.
Saboreo la fatiga y la felicidad, aún aquella que provocaré en mis compañeros de siempre. Me aparecen todos sus rostros allá abajo, que miran hacia arriba. �Hey, amigos, estoy aquà arriba! ¡Está hecho!�.
Un sueño, el instante de un paisaje.
Tomado de: Giovanni Badino, Alvise Belotti, Tullio Bernabei, Antonio De Vivo, Davide Domenico e Italo Giulivo (coordinadores). RÃo La Venta, tesoro de Chiapas, 1999. páginas 100-101
Reseña del libro RÃo La Venta, tesoro de Chiapas