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Montañismo y Exploración
EL ABANICO

Es una parte del Popocatépetl, de hecho, es un parte de un volcán antiguo que existió en el mismo sitio que ocupa el Popo, pero fue destruido hace cientos de miles de años. La erosión de los glaciares provocó que desapareciera la mayor parte de la montaña, dejando expuesta una pila de rocas volcánicas que fueron emitidas por ese volcán ancestral. Todo mundo la reconocía de lejos. Pero la mayoría le temía a sus paredes frágiles y a su silencio. Estamos en 1980.







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Iseo Noyola escalando. Foto: Carlos RangelLa pared fue durante mucho tiempo un mito porque ahí �sólo suben los mejores�, pero ya en 1973 Iseo Loyola y yo estábamos escalando en diferentes paredes con el propósito de subir esa montaña que no era montaña. Una parte de un volcán, decían algunos. Otros preferían no decir nada. De todos modos la pared estaba ahí. A partir de entonces hubo muchos intentos, casi veinte, de los cuales doce los hice completamente solo. Esto lo escribo en 1982, cuando esa montaña ha dejado de ser obsesión.


UNO

En agosto de 1974 el mal tiempo me sorprendió en el refugio El Queretano y decidí hacer un reconocimiento por los corredores de hielo de la pared. Diez horas después llegaba al refugio Teopixcalco, tras haber atravesado todo el abanico por su parte inferior y luego haber batallado por el canalón que sube hasta la base de El Cajón, el último tercio de la pared. La distancia no era grande hasta allá pero lo que me había detenido era la gran cantidad de nieve que a veces me hacía hundirme hasta el pecho. Lo más rápido que podía avanzar eran unos cuantos metros y luego descansaba, con la respiración agitada y un poco más mojado que antes. Ahí aprendí a gatear para no hundirme.

Popocatépetl

A veces sólo me llegaba a media pierna y entonces me olvidaba de los descansos. ¿Olvidado? ¿Por quién? Estaba en El Abanico, un lugar del Popocatépetl que es visitado con muy poca frecuencia. Todavía más: la ruta era transitada por muy pocos una o dos veces al año y seguro que con ese tiempo, nadie más seguiría la larga zanja que había abierto con mi cuerpo.

Estaba solo.

La soledad nunca me dio problemas porque la niebla que me rodeaba era de aquella que me deja ver más allá de diez metros o, cuando se abre un poco, alcanzaba a ver más detalles y me ubicaba en qué parte de la pared estaba. Conocía El Abanico de memoria de tantas fotografías que había visto y memorizado y con sólo eso podía orientarme.

Así realicé un recorrido en solitario que no tenía planeado hacer. No había escalado la pared pero a cambio conocí una parte del Abanico que era sorprendente. Y me conocí mejor a mí mismo.


DOS

Carlos Rangel escalando. Foto: Iseo Noyola.En diciembre del mismo año volví a subir al refugio. Salí antes del amanecer, cuando el viento sopla con frío, con todo lo necesario para escalar la pared, pero los crampones no eran de mi medida y continuamente se zafaban. A las cuatro y media, se soltó uno mientras estaba en una placa de hielo y tardé casi dos horas en encontrarlo. Amanecía. Regresé al refugio y un par de horas después salía al Teopixcalco. Esas ganas de estar pegado a esa roca negra me atraía y cuando di la vuelta a la cañada, subí por la cara sur de la montaña hasta estar en La Cortada.

Debajo de mí estaban dos tercios de la pared, poco más de cien metros, y una panorámica que me permitía ver hasta la Ciudad de México. Estaba en la pared, no al inicio ni al final, como ya antes había estado. Era un poco como hacer trampa. Abajo veía el largo camino que había recorrido en agosto. Hacia arriba, el Cajón. Subirlo era haber recorrido toda la pared. Era claro que no subiría toda la pared pero claro que podía hacer un reconocimiento para cuando subiera desde abajo y no perder tiempo en encontrar la ruta.

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