La pared fue durante mucho tiempo un mito porque ahà Â?sólo suben los mejoresÂ?, pero ya en 1973 Iseo Loyola y yo estábamos escalando en diferentes paredes con el propósito de subir esa montaña que no era montaña. Una parte de un volcán, decÃan algunos. Otros preferÃan no decir nada. De todos modos la pared estaba ahÃ. A partir de entonces hubo muchos intentos, casi veinte, de los cuales doce los hice completamente solo. Esto lo escribo en 1982, cuando esa montaña ha dejado de ser obsesión.
UNO
En agosto de 1974 el mal tiempo me sorprendió en el refugio El Queretano y decidà hacer un reconocimiento por los corredores de hielo de la pared. Diez horas después llegaba al refugio Teopixcalco, tras haber atravesado todo el abanico por su parte inferior y luego haber batallado por el canalón que sube hasta la base de El Cajón, el último tercio de la pared. La distancia no era grande hasta allá pero lo que me habÃa detenido era la gran cantidad de nieve que a veces me hacÃa hundirme hasta el pecho. Lo más rápido que podÃa avanzar eran unos cuantos metros y luego descansaba, con la respiración agitada y un poco más mojado que antes. Ahà aprendà a gatear para no hundirme.
A veces sólo me llegaba a media pierna y entonces me olvidaba de los descansos. ¿Olvidado? ¿Por quién? Estaba en El Abanico, un lugar del Popocatépetl que es visitado con muy poca frecuencia. TodavÃa más: la ruta era transitada por muy pocos una o dos veces al año y seguro que con ese tiempo, nadie más seguirÃa la larga zanja que habÃa abierto con mi cuerpo.
Estaba solo.
La soledad nunca me dio problemas porque la niebla que me rodeaba era de aquella que me deja ver más allá de diez metros o, cuando se abre un poco, alcanzaba a ver más detalles y me ubicaba en qué parte de la pared estaba. ConocÃa El Abanico de memoria de tantas fotografÃas que habÃa visto y memorizado y con sólo eso podÃa orientarme.
Asà realicé un recorrido en solitario que no tenÃa planeado hacer. No habÃa escalado la pared pero a cambio conocà una parte del Abanico que era sorprendente. Y me conocà mejor a mà mismo.
DOS
En diciembre del mismo año volvà a subir al refugio. Salà antes del amanecer, cuando el viento sopla con frÃo, con todo lo necesario para escalar la pared, pero los crampones no eran de mi medida y continuamente se zafaban. A las cuatro y media, se soltó uno mientras estaba en una placa de hielo y tardé casi dos horas en encontrarlo. AmanecÃa. Regresé al refugio y un par de horas después salÃa al Teopixcalco. Esas ganas de estar pegado a esa roca negra me atraÃa y cuando di la vuelta a la cañada, subà por la cara sur de la montaña hasta estar en La Cortada.
Debajo de mà estaban dos tercios de la pared, poco más de cien metros, y una panorámica que me permitÃa ver hasta la Ciudad de México. Estaba en la pared, no al inicio ni al final, como ya antes habÃa estado. Era un poco como hacer trampa. Abajo veÃa el largo camino que habÃa recorrido en agosto. Hacia arriba, el Cajón. Subirlo era haber recorrido toda la pared. Era claro que no subirÃa toda la pared pero claro que podÃa hacer un reconocimiento para cuando subiera desde abajo y no perder tiempo en encontrar la ruta.
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