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Montañismo y Exploración
EL ABANICO

Es una parte del Popocatépetl, de hecho, es un parte de un volcán antiguo que existió en el mismo sitio que ocupa el Popo, pero fue destruido hace cientos de miles de años. La erosión de los glaciares provocó que desapareciera la mayor parte de la montaña, dejando expuesta una pila de rocas volcánicas que fueron emitidas por ese volcán ancestral. Todo mundo la reconocía de lejos. Pero la mayoría le temía a sus paredes frágiles y a su silencio. Estamos en 1980.







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Comencé a escalar en hielo. Por todo el corredor había una capa de hielo blanco y duro, salvo en unos cuatro metros donde la escalada se hacía sobre roca. Cuando llegué ahí me dije que si pasaba no había regreso. No tenía cuerda y tendría que seguir por todo el corredor hasta salir del otro lado. Otra travesía. ¿Por qué no?

Tenía todo el día por delante y podía demorarme en intentar por diferentes sitios el ascenso. Subí por dos vías, una de ellas con clavos colocados pero en muy mal estado. Sin embargo, eran la señal de que alguien había pasado por ahí. Y si alguien había pasado, también podría hacerlo yo. Pero en ambas el último tramo era roca muy podrida, floja. La tocaba y se soltaban pedazos. Claro: alguien más había pasado pero si tuvo la mala suerte de que se desprendiera, su compañero lo detuvo. Yo estaba solo y sin cuerda.

El Cajón, en el Abanico. Foto: Carlos Rangel.

Así que ese peregrinar por la pared fue más bien pérdida de tiempo. No me atreví a seguir. En tres ocasiones los crampones se zafaron y estuvieron a punto de hacerme caer. En cada una de ellas, no me detenía en ese lugar y seguía tallando escalones sobre el hielo hasta un lugar rocoso y seguro.

Pero la última, la cuarta, fue especial.

Me hallaba a diez metros de la salida. Ahí, superando ese paso, se acababa el hielo y la roca y sólo tendría que caminar. Diez metros y cinco minutos después podría llegar al Teopixcalco y de ahí bajar al otro refugio donde estaba mi mochila. Me aseguré bien los crampones y los revisé tres veces. Delante tenía una superficie blanca y muy resistente durante siete metros. El resto sería una pequeña pared de 70 grados de inclinación y tres de alto.

Caminé. ¿Cuántos pasos podía dar en diez metros? ¿Veinte¿? ¿Cuarenta tal vez? Caminé sobre el hielo y las puntas apenas arañaban la superficie. Veamos: de a 25 centímetros por paso podía dar cuarenta, tal vez cincuenta como máximo. No más.

Y de repente, un resbalón y la caída. Me deslizaba hacia el borde de la pared. Y luego, un tirón. Mi piolet se había clavado firme y asombrosamente clavado en esa dura superficie. La cinta tubular que lo unía a mi cintura me detuvo. Altura, hielo, el crampón izquierdo colgando todavía de mi bota pero sin caerse y yo, solo. Hice equilibrio con el pie, sujeté el crampón a mi cintura con un mosquetón y pensé en subir.

El piolet se me había soltado de la mano y colgaba yo por debajo de él pero� no. El piolet lo tenía firmemente sujeto y estaba en el aire. ¿Qué me había detenido? Miré hacia arriba. El martillo piolet estaba sujeto a un reborde de roca por apenas unos milímetros. Yo colgaba de su cinta, de apenas tres milímetros de diámetro. Me quedé quieto y comencé a subir con lentitud hasta llegar a la roca más próxima.

Corredores inferiores del Abanico. Foto: Carlos Rangel.Había quedado colgado de un martillo piolet que se había salido de mi arnés durante la caída y prefería no pensar en eso. Me calcé el crampón y por enésima vez revisé las cintas. El próximo paso era el más difícil y si había error, cualquiera que fuese, no podría contarlo. Era una pared de hielo muy inclinada.

Vi el sol casi en el horizonte y luego la pared blanca, casi roja ya. Tomé el piolet y el martillo y comencé a usar las puntas frontales en el hielo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos y pude agarrar el borde rocoso. Salí.

Ahí, de pie en el borde de esa pequeña pared de hielo, miré de nuevo al sol con lágrimas en los ojos. De tantas escaladas en solitario, ésa era la que me había dado una excelente lección práctica de la importancia de un compañero, de la necesidad de la cuerda. No eran puntos filosóficos ni éticos. Era algo tangible, real, impresionantemente duro de aceptar: la muerte.

Con los crampones aún puestos, caminé hasta el refugio, con lágrimas en los ojos y el crepúsculo a mi espalda.

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