Comencé a escalar en hielo. Por todo el corredor habÃa una capa de hielo blanco y duro, salvo en unos cuatro metros donde la escalada se hacÃa sobre roca. Cuando llegué ahà me dije que si pasaba no habÃa regreso. No tenÃa cuerda y tendrÃa que seguir por todo el corredor hasta salir del otro lado. Otra travesÃa. ¿Por qué no?
TenÃa todo el dÃa por delante y podÃa demorarme en intentar por diferentes sitios el ascenso. Subà por dos vÃas, una de ellas con clavos colocados pero en muy mal estado. Sin embargo, eran la señal de que alguien habÃa pasado por ahÃ. Y si alguien habÃa pasado, también podrÃa hacerlo yo. Pero en ambas el último tramo era roca muy podrida, floja. La tocaba y se soltaban pedazos. Claro: alguien más habÃa pasado pero si tuvo la mala suerte de que se desprendiera, su compañero lo detuvo. Yo estaba solo y sin cuerda.
Asà que ese peregrinar por la pared fue más bien pérdida de tiempo. No me atrevà a seguir. En tres ocasiones los crampones se zafaron y estuvieron a punto de hacerme caer. En cada una de ellas, no me detenÃa en ese lugar y seguÃa tallando escalones sobre el hielo hasta un lugar rocoso y seguro.
Pero la última, la cuarta, fue especial.
Me hallaba a diez metros de la salida. AhÃ, superando ese paso, se acababa el hielo y la roca y sólo tendrÃa que caminar. Diez metros y cinco minutos después podrÃa llegar al Teopixcalco y de ahà bajar al otro refugio donde estaba mi mochila. Me aseguré bien los crampones y los revisé tres veces. Delante tenÃa una superficie blanca y muy resistente durante siete metros. El resto serÃa una pequeña pared de 70 grados de inclinación y tres de alto.
Caminé. ¿Cuántos pasos podÃa dar en diez metros? ¿Veinte¿? ¿Cuarenta tal vez? Caminé sobre el hielo y las puntas apenas arañaban la superficie. Veamos: de a 25 centÃmetros por paso podÃa dar cuarenta, tal vez cincuenta como máximo. No más.
Y de repente, un resbalón y la caÃda. Me deslizaba hacia el borde de la pared. Y luego, un tirón. Mi piolet se habÃa clavado firme y asombrosamente clavado en esa dura superficie. La cinta tubular que lo unÃa a mi cintura me detuvo. Altura, hielo, el crampón izquierdo colgando todavÃa de mi bota pero sin caerse y yo, solo. Hice equilibrio con el pie, sujeté el crampón a mi cintura con un mosquetón y pensé en subir.
El piolet se me habÃa soltado de la mano y colgaba yo por debajo de él peroÂ? no. El piolet lo tenÃa firmemente sujeto y estaba en el aire. ¿Qué me habÃa detenido? Miré hacia arriba. El martillo piolet estaba sujeto a un reborde de roca por apenas unos milÃmetros. Yo colgaba de su cinta, de apenas tres milÃmetros de diámetro. Me quedé quieto y comencé a subir con lentitud hasta llegar a la roca más próxima.
HabÃa quedado colgado de un martillo piolet que se habÃa salido de mi arnés durante la caÃda y preferÃa no pensar en eso. Me calcé el crampón y por enésima vez revisé las cintas. El próximo paso era el más difÃcil y si habÃa error, cualquiera que fuese, no podrÃa contarlo. Era una pared de hielo muy inclinada.
Vi el sol casi en el horizonte y luego la pared blanca, casi roja ya. Tomé el piolet y el martillo y comencé a usar las puntas frontales en el hielo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos y pude agarrar el borde rocoso. SalÃ.
AhÃ, de pie en el borde de esa pequeña pared de hielo, miré de nuevo al sol con lágrimas en los ojos. De tantas escaladas en solitario, ésa era la que me habÃa dado una excelente lección práctica de la importancia de un compañero, de la necesidad de la cuerda. No eran puntos filosóficos ni éticos. Era algo tangible, real, impresionantemente duro de aceptar: la muerte.
Con los crampones aún puestos, caminé hasta el refugio, con lágrimas en los ojos y el crepúsculo a mi espalda.
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