Al llegar al penúltimo puesto de control, un estadounidense que hizo el último trayecto del dÃa anterior conmigo me avisa que tenemos cinco minutos para salir de ese
check-point, que está a punto de cerrarse. Me salgo de mis casillas y me quejo con el juez, pues no me parece justo que no retrasen las horas de cierre en la misma medida en la que retrasaron la salida. Recibo cualquier explicación y decido no perder más el tiempo y seguir mi camino. La subida ha concluido, y comienza el cruce del volcán Irazú al Turrialba, por un camino algo técnico de piedra suelta, bajada y una que otra subida. Me concentro en avanzar lo más rápido posible, y afortunadamente alcanzo el
check-point cuarenta y cinco minutos antes de que lo cierren.
Sin detenerme más que para una escala técnica, continuo mi camino y comienza la pesadilla del descenso. A las primeras de cambio me caigo y vuelvo a torcerme el tobillo que todo el año me ha dado problemas. El dolor es francamente fuerte, asà es que tomo dos anti-inflamatorios y Carlos, un tico sensacional que todo el camino durante los tres dÃas fue echándome porras y arreando a su hermano, me unta en el tobillo una pomada maravillosa que en cuestión de minutos me quita el dolor. Es una lástima que haya olvidado pedirle el nombre, el efecto fue rapidÃsimo y muy efectivo.
Los golpes normalmente me bajan la pila, asà es que decido no arriesgarme más y me resigno a hacer toda la sección técnica del
down hill caminando. Las piedras son enormes, no me cabe en la cabeza que alguien haya podido bajar por ahÃ, aunque sé bien que muchos lo hicieron. Me acuerdo de mis amigos queretanos, auténticos
kamikazes. Imagino cómo deben de haber disfrutado este trayecto y comienzo a sentir una envidia tremenda.
Las piedras enormes ceden el paso a piedras sueltas menos grandes, el camino va haciendo eses mientras sigue bajando entre casitas de madera envueltas por la niebla, un poco como las que pueden encontrarse en la zona del Cofre de Perote, y me animo a subirme a la bici. Pero no me atrevo a soltar los frenos lo suficiente como para que la bici pase rápido los obstáculos, que es la manera correcta de descender en ese tipo de terrenos, asà que los impactos en las manos y los hombros son fuertes y constantes. Tengo que detenerme varias veces para que las manos se desentuman. Hay momentos en que verdaderamente ya nos las siento. El estrés es tal que llega un momento en que tengo que hacer un alto en el camino y darme un par de minutos para calmarme.
Afortunadamente, como todo en la vida, los momentos difÃciles en algún momento quedan atrás, y las piedras sueltas terminan por fin. Sigue una larga bajada de terracerÃa en medio de cafetales, en la que me encuentro con Karen y Kevin, un neozelandés radicado en San Francisco sumamente gentil amigo de Karen. Seguimos bajando, ambos se me adelantan y, finalmente, cuando comienza a caer la noche, llego por fin a la meta, después de diez intensas horas de subidas y bajadas.
Un dÃa muy estresante sin duda, que gracias a Dios terminó bien. La rutina en el hotel es la misma, un baño reparador, una cena copiosa, esta vez en compañÃa de Diego, un colombiano que el año pasado ganó el segundo lugar de la Ruta, con un palmarés impresionante, campeón panamericano, centroamericano, sudamericano, etc., etc., y que me asegura que de todas las competencias que ha hecho, no hay una más dura que La Ruta de los Conquistadores. No lo dudo.
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