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Montañismo y Exploración
EL ÚLTIMO TURQUITO
8 diciembre 2004

El último turquito es un cuento de Miguel Álvarez del Toro, quien fuera un gran explorador de Chiapas. En el cuento se vive poco a poco la destrucción de la selva.







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Pasa un año, pasan dos. Los habitantes móviles del monte pretenden huir, inútilmente, al norte, al oriente, al poniente, al sur. Sólo los vegetales, anclados a la tierra, incapaces de huir, tuvieron que esperar aterrados hasta que esos seres destructores, incapaces de escuchar los alaridos de terror vegetal, los gemidos de los gigantes milenarios desangrados en el suelo, llegaron machetes y hacha en mano y derribando, luego quemando y quemando.
Las rocas desnudas constituyen ahora todo el escenario, mezcladas aquí y allá con tocones calcinados, con madera preciosa chamuscada. Primero estuvieron disimuladas por el verde maíz, después un poco menos y finalmente las raíces de la milpa ya no encontraron tierra que nutriera las plantas y éstas no crecieron lo suficiente ni para ocultar las rocas; entonces los destructores dejaron el lugar y buscaron nuevos bosques para transformar en desiertos.
Donde el panorama era verde y por las mañanas se velaba por la húmeda niebla, ahora es blanco y es gris y también se vela, pero por las ondas de calor que desprenden las desnudas rocas y el suelo al ser tocados por el sol. En lo alto del pináculo rocoso, tan escarpado que el hachero no pudo escalar, pero hasta donde sí llegaron las terribles llamas, sobreviven apenas unos cuantos arbustos achicharrados a cuya raquítica sombra se refugia un pajarito triste, de raído plumaje negro y cabeza roja. Sus ojos de iris blanco miran incrédulos aquella desolación y sus persistentes silbidos desesperados son una maldición para los hombres que no supieron coexistir, que no supieron tomar sin destrozar y que mañana ellos mismos estarán en la misma disposición que el turquito.
Los gritillos del turquito persisten, el pajarillo no quiere creer que ya nadie contestará su llamado. Su débil canto sólo es oído con indiferencia por un tordo de enlutado plumaje, nuevo, recién llegado, como eterno seguidor del hombre y su destrucción. Una de las pocas criaturas silvestres que pueden adaptarse a vivir junto al caos del hombre. El turquito suspende unos momentos sus angustiosos llamados para buscar una de las pocas frutillas chamuscadas, ¡mas hace poco comió la última! Además del hambre lo atormenta la sed, el arroyo hace tiempo está seco, hace días que endureció el último lodo aprisionando el cadáver de la última rana; rocío ya no se condensa más y la niebla húmeda no existe. Este día también el arbustillo llega al límite de su resistencia y las últimas hojas aún verdodas se doblan hacia abajo.
Los gritillos del turquito se escuchan nuevamente, pero ya no son iguales a los de su especie, ya no es canto de amor, ya no es canto de alegría, es lamento de desesperación. El pico abierto porque las desnudas ramas ya no proporcionan sombra alguna que lo proteja del sol; los músculos de la laringe débiles ya por la falta de frutillas jugosas. Apenas puede volar y saltando llega a la ramita más alta. Una vez más otea el horizonte desolado, mas hasta donde alcanza la vista no hay un solo arbolado prometedor; no es posible que por ninguna parte se escuchen cantos o gritos de sus congéneres, no comprende que uno a uno fueron cayendo a tierra, que él, más fuerte, sobrevivió hasta lo posible.
El piquillo abierto, el plumaje erizado, el turquito descubre algo blanco que se abre paso entre las ondas de calor. Es un chamaco que bañado de sudor sube la loma, camino del lugar donde, allá lejos, sigue la tumba de otro trozo de monte; tiene el rostro enrojecido y la desesperación por tanto calor quiere invadirlo. Por un momento, ¡qué ironía!, se agacha en la escasa sombra que proporciona el chamuscado tronco de un chinine, el mismo que hacía tiempo le proporcionó grasosa fruta para saciar su hambre, cuando aún estaban en la tarea de asesinar árbol tras árbol, él, su padre y su tío.
El tronco muerto, ennegrecido, no proporciona mayor alivio contra ese calor y el chamaco campesino sigue su camino por el árido paisaje. La vereda sube hasta el pináculo rocoso y en la punta de un arbustillo socarrón, el chamaco descubre un pajarillo negro y rojo, con sus blancos ojos entornados y el piquito abierto por la sofocación. Olvida un momento su cansancio y rápido saca la fatal resortera. Zumba una piedra que golpea un cuerpecillo casi muerto de sol, de hambre y sed. Como si tal cosa, el chamaco ni se digna dar una segunda mirada a su víctima y calcinado por el ardiente sol apenas si recuerda la belleza de este lugar, cuando recién llegó acompañado de su padre en los comienzos de la roza. Apenas si recuerda los dulces chicozapotes que comiera y hasta reconoce los árboles al ver sus troncos negros, derribados, llenos de polilla, la mitad convertidos en cenizas.
Sobre una roca áspera, moviéndole las plumillas el caliente aire, está el inmóvil cuerpecillo rechoncho del último turquito. Es la mano del hombre que ha pasado por aquí. Es la civilización, dicen que ya llegó por acá.

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