El lugar donde se desarrolla esta historia es una de tantas heridas por donde Chiapas exhibe su caliza; donde manos irresponsables han quitado la exuberante cabellera que formaba el bosque, dejando mondo el cráneo de la roca; donde se ha levantado una raquÃtica cosecha de maÃz a cambio de quemar una fortuna; donde la hecatombe principió cuando un bÃpedo, insignificante ante la grandiosidad de la Naturaleza pero creyéndose su amo, llegó armado de un hacha y gran ambición, tapados los ojos por la ignorancia, sellados los oÃdos por el tintinear del dinero.
Aguas limpias, saltando sobre las piedras u formando cristalinas pozas, corren por el fondo de un pequeño barranco, arrullando con su murmullo a los turipaches que esperan el sol sobre una roca, verde por tanto musgo que la cubre y húmeda por el salpicar del agua.. La humedad se hace visible en una tenue niebla que lentamente escurre entre la maraña y flotando, flotando, llega hasta las copas de los gigantes milenarios, cuyo follaje compite con el de las enredaderas que trepando por los carcomidos troncos tejen mallas de caprichosas vueltas, por donde escapan ágilmente los monos al ser espantados por la sombra del águila arpÃa. Las campánulas azules, blancas y rosadas abren su colorido al verde oscuro del follaje y permitiendo la entrada a las primeras abejas silvestres que afanosas buscan el perfumado polen; de vez en cuando aparece un abejorro de abigarrada pelambre.
Por el cayado de un helecho arbóreo trepa muy lentamente una pequeña serpiente de moteado color y siniestros ojillos, es la muerte que acecha la distracción de algún incauto pajarillo y es observada con temor por un lagarto verde que reposa sobre una ancha hoja. En la húmeda penumbra empiezan a revolotear las primeras mariposas morfos de alas azul metálico y en un recodo próximo florece un arbusto que congrega numerosas chupaflores cuyo plumaje lanza variados destellos de joyerÃa polÃcroma; mientras unas reinitas de celeste colorido esperan impacientes a que las belicosas avecillas les permitan participar del nectarino banquete.
Entre un oscuro bejucal se dispone a dormir su dÃa una pareja de tecolotes de albos cuernecillos y rojizas caras, sus ojos entornados observan discretamente a un grupo de cucayos que pegados al carcomido tronco también pasarán el dÃa, apagados sus minúsculos faros de frÃa luminosidad. En la cima de la loma, toda cubierta de bosques, se escuchan los rasposos gritos del tucán que desde la punta de un gran árbol domina el horizonte, oteando siempre de floresta en busca de la frutilla madura. Abajo del mismo gigante centenario y oculto entre la maleza que cubre el húmedo suelo, un pequeño ciervo rojizo lame su pelaje, mientras, abrazada a una retorcida liana, una ardilla oscura gimotea su alarma ante la sombra de un gavilán que pasa.
En un arbolillo de mediana altura y racimos de maduras frutillas, danzan su cortejo amoroso varios turquitos de plumaje negro y rojiza cabeza, de patas amarillas y ojos blancos. Las hembras de verdoso ropaje observan, ya interesadas, ya indiferentes, los complicados saltos y volteretas de los rechonchos cuerpecillos de los machos ocupados en tan ritual competencia. Van y vienen, saltan y chillan, revolotean a veces, todos siguiendo la misma ruta de ramitas cuidadosamente despojadas de follaje. Cuando un grupo se cansa, toma su turno como espectador y a su vez contempla a los danzantes y mira con gozo el verde panorama de verdes laderas, todo apretadamente cubierto de espesa vegetación. De vez en cuando la asamblea se disuelve y durante largos minutos los pajarillos devoran los glotones las jugosas frutillas, luego retornan a la danza amorosa. Son, ni más ni menos que una parte del conjunto de la Naturaleza.
Más una mañana, igual como la descrita, se escucha un sonido nuevo. Un ruido nunca antes escuchado y que paraliza momentáneamente a las criaturas del bosque. Es un sonido sordo, acompasado, un Â?tacÂ? ominoso. Es la barbarie que llega disfrazada de progreso, con pretexto de necesidad. Es el desierto que en hombros de los bÃpedos humanos toca a las puertas del bosque.
Era un sonido raro para la floresta, mas, ajenos al funesto presagio, los animalillos pretenden acostumbrarse hasta que un estruendo los sobrecoge de nuevo. El primer gigante que, imposibilitado para escapar, sintió con terror cómo le cortaban sus ataduras a la madre tierra, se viene al suelo, inútilmente arañando con sus ramas a los vecinos en un desesperado afán por sostenerse. Asà gimiendo y aplastando hace retumbar el suelo con su peso, asombrado de aquellos minúsculos seres que le han cortado su tronco; aquellos seres que hace apenas unos dÃas alimentó con sus frutos, que hace unos dÃas protegió con su sombra los ardientes rayos del sol.
La destrucción avanza. Primero es una cinta que taladra el bosque y ya los habitantes de la floresta se han acostumbrado al paso de humanos por el camino, solos o en grupos, caminando o cabalgando sobre sus monstruosos aparatos. Creen que el daño a su intimidad fue sólo esa cinta talada y el paso de esos peligrosos seres; esos seres que se detienen de cuando en cuando para dar muerte innecesaria a los incautos animalillos que inconscientemente se atreven a salir a la orilla del camino. Pero muy pronto salen de su error, esa cinta desnuda es sólo el prólogo, el epÃlogo trágico viene unos pasos atrás.
Los seres arrogantes, tan insulsos que hasta sus creencias dicen que todo en la Naturaleza fue hecho para servirlos, ya no tan sólo pasan de largo. En la lejanÃa aún se escuchan los gemidos de los gigantes sacrificados para abrir esas brechas, que malamente se transforma en heraldo de la destrucción, cuando se escuchan nuevamente los sonidos del hacha que muerde ya la vera del camino y vorazmente avanza ladera arriba. ¡Habitantes del bosque escuchad! Es la marabunta humana que llega arrastrando tras sà la desolación. Es la desolación que la Naturaleza perfeccionó para suicidarse. Son los ilusos que se creyeron reyes de la creación y destrozando, corren vertiginosamente hacia su propia destrucción.
Páginas: 1 2 3 4