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Montañismo y Exploración
BARRANCA DE PIEDRA PARADA
28 abril 2004

La barranca de Piedra Parada fue otro de los objetivos de la exploración mexicana e italiana en la Sierra Madre de Durango, en busca de Un mundo olvidado. Arturo Robles, uno de los participantes universitarios perteneciente al GEU, comenta sobre la exploración.







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PÃ?RDIDA DEL TALADRO
Llegamos hasta lo que creímos la última cascada. Por cierto: aún no lo he mencionado pero la única certeza que teníamos de nuestro trayecto era que la última cascada del cañón medía cien metros de altura porque Corrado la había divisado desde el helicóptero. Elegimos el equipo necesario para instalar lo indispensable y comenzó nuestro descenso de sesenta metros paralelamente con una cascada que sucumbía en una poza ancha y profunda, bordeada a penas por un filo de roca lavada que a su vez daba inicio una rampa de veinte metros de altura y calzaba otra poza larga donde el tiro tenía fin.
Cuando Corrado se encontraba en la primera de estas dos pozas, distanciado veinte metros del suelo y sesenta metros de nosotros, buscaba, envuelto en la brisa categórica de la catarata, el lugar adecuado para el anclaje siguiente.
A sus pies reposaban inmóviles dos bultos. Uno de ellos llevaba el taladro dentro y estaba desunido al otro por un descuido. Las ondas producidas en la poza debido el ajetreo tenaz de la cascada fueron golpeando y movilizando poco a poco ambos bultos, hasta que el más pesado y sumergible se escurrió sobre la piedra y deslizó a través del agua incrementando su velocidad hasta perderse en el fondo sin posibilidad de verle más.
Descendí por la vertical de sesenta metros y me uní al desconsuelo general cuando Martino me explicó que habíamos perdido el taladro y el martillo en un mismo desatino. No teníamos con que instalar anclajes, estábamos los cuatro al borde de una rampa de veinte metros que se erguía por debajo de nosotros, encerrándonos dentro de una poza sin fondo aparente y con una cascada helada encima.
La solución a este percance técnico por fuerza tuvo una solución técnica también. Es por eso que sólo quien sepa algo acerca de asuntos relacionados con la instalación de cuerdas, posea una imaginación avispada y lea tres veces mi incipiente redacción, podrá comprender el enmiendo a nuestro infortunio.
El tiro de sesenta metros que ya habíamos descendido fue armado con cuerda doble para poder recuperar ésta jalando una de sus dos puntas. Hicimos un nudo a modo de que fungiera de argolla y pusimos un mosquetón en ésta. Después, enmosquetonamos la extensión de la cuerda en contrabalanceo y tiramos de ella a modo de que el nudo que portaba el mosquetón se empotrara en el anclaje ubicado sesenta metros arriba e impidiera la caída de la cuerda. Con esto, conseguimos optimizar al máximo la elongación de la cuerda que asumíamos perdida y pudimos descender hasta la mitad de la rampa que nos separaba del suelo. Después, con otro nudo en forma de argolla, instalamos otra cuerda doble a modo de recuperarla llegando al final del tiro.
PERO... ¿FUE EL �LTIMO PROBLEMA?
Una vez librados del problema, Martino me informó de lo que todos ya sabíamos: esa cascada no era la última. Nos encontrábamos en la parte más vertical del cañón, sin taladro ni martillo, y con una cuerda menos. Aquella noche pernoctamos con preocupaciones y perturbados por un viento que arremetía incesante.
Amanecimos casi acostumbrados a la potencia del aire que nunca rebajó sus fuerzas, y continuamos con nuestro quehacer. Descendimos tiros de alturas diversas, encontramos tarántulas y huellas de serpientes dibujadas en texturas arenosas.
Nadamos lo que me parecieron distancias abrumadoras, siempre por debajo de rocas gigantes que fungían como techos al estar empotradas en las partes altas del cañón. Una de las pozas era particularmente extensa y su horizonte se confundía con el cielo. Yo avanzaba en ella y conforme lo hacía se elevaba poco a poco la punta de una mole de roca que crecía junto con su reflejo en el agua a cada brazada.
Al llegar al que había sido el horizonte nos encontramos con un abismo de cien metros coronado por una pared aún más grande que éste en forma de media luna que abrazaba y protegía la última cascada del cañón. Sin más preámbulo descendimos uniendo las cuerdas que nos quedaban y que siguen ahí desde entonces hasta hoy.
Nuestras labores verticales habían terminado. Pasaron todavía dos días extenuantes en que nuestras fuerzas declinaron aún más �sobre todo las mías� como último matiz del desgaste incesante que conlleva el recorrido de un cañón así. Hasta que una tarde, después de muchas rocas y de mucho agua, encontramos a nuestros compañeros. Habían llevado a nuestro encuentro galletas y café.


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