PRIMEROS PROBLEMASLa luz del sol ya descendÃa oblicua cuando el terreno cambió. Los costados del rÃo se distanciaron y caminamos sin más opción a través de una capa de agua cristalina cuyo grosor no rebasó nuestros tobillos. Al pie de esta capa se abrÃan grietas profundas entre la roca lamosa del suelo.
Corrado mencionó que cuando el caudal de un rÃo adquiere tales caracterÃsticas (en especÃfico la baja profundidad del agua), es porque aproximadamente doscientos metros delante se encuentra una cascada. Una vez andada esa distancia, se hallaba una poza honda e ineludible que se precipitaba en una pendiente de quince metros desde donde se alcanzaban a divisar otras dos pendientes que acababan en sus respectivos descansos acuosos y en cuya superficie tiritaban difusos reflejos de sol.
La segunda de las pozas era una franja de agua que decoraba un pasaje acotado por paredes lisas y altas. A todo ese sitio la gente que lo frecuenta le llama Â?El saltito.Â?
Después de algunos preparativos necesarios, Martino y Corrado comenzaron a equipar de anclajes el primer descenso a modo de avanzar con mayor fluidez el dÃa siguiente. Me delegaron la tarea de filmar sus ocupaciones y a Miguel la de Â?hacer el campo,Â? como decÃan ellos, debido quizá a su imperfecto español. Miguel y yo tardamos dos noches en comprender que tal operación consistÃa en instalar una cuerda que oficiara de tendedero, encender la fogata y calentar agua para preparar comida. Una vez Â?hecho el campo,Â? Miguel dio inicio a una retahÃla de chistes que duró seis dÃas y cinco noches, amortiguando las desventuras conforme fueron llegando.
OTRO DÃ?AA media mañana del dÃa siguiente, continuó nuestra tarea. Descendimos entre cascadas y pozas azules que rebajaron su gloria visual con su hostilidad táctil al momento de introducirnos en ellas. Transportamos el material hacia una tercera y más grave pendiente que no alcanzamos a ver la tarde anterior.
De los nueve sacos que viajaban con nosotros, (cuatro personales, uno donde venÃa el taladro, tres de cuerda y otro de comida) uno de ellos no flotaba y lo averigüé de la peor forma.
Martino, que nos daba instrucciones a Miguel y a mà mientras Corrado instalaba anclajes y cuerdas, me dijo que trasladara el taladro que se encontraba en una bolsa seca, que por cierto tenÃa más de bolsa que de seca, ya que no estaba manufacturada con el material adecuado y se inundó al primer chapuzón. Intenté nadar con el bulto a cuestas, pero era muy pesado, y por primera vez en mucho tiempo sentà ahogarme. Por fortuna la orilla estaba cerca y salà sin problemas. El taladro, a partir de entonces, fue transportado hasta su triste fin unido a otro costal que fungió como flotador.
Nuestro camino siguió a través de un laberinto de pasadizos por entre rocas enormes en agolpado acomodo.
Caminamos hasta que apareció el crepúsculo vespertino. El ámbito boscoso habÃa disminuido gradualmente su rastro, dando lugar a una atmósfera más calurosa. Â?Hicimos el campoÂ? y esa noche la adversidad de las jornadas anteriores comenzó a surtir su efecto. Yo me encontraba recostado pero lejos del reposo debido a la punzada aguda de un pequeño esguince en el pie.