Cierra los ojos, apaga tu luz... ¡�brelos! ¿Qué ves?... Nada, parece que aún los tienes cerrados y ellos (tus ojos) se esfuerzan por ver algo, enfocan sin éxito alguno.
Tu desesperación inicial, natural e inevitable se desvanece poco a poco: estás envuelto en penumbras, el aire es frÃo y húmedo.
Con tus manos ásperas recorres tu rostro. De repente te das cuenta de lo poco que te conoces y el escaso tiempo que te has tomado para saber quién realmente eres. Con esas prisas del trabajo, de la ciudad, casi siempre estás corriendo y pocas veces te detienes para contemplar y meditar tu entorno. Incluso esta emocionante aventura la has hecho a la carrera porque hay poco tiempo.
El silencio a tu alrededor es frÃo como un hielo, angustiante. Si lo rompes con tu voz se te erizan los pelos por el sonido extraño que emitiste y que no reconoces como tuyo al rebotar, retumbar y que termina por inquietarte pues al pensar que hay alguien más contigo.
Guardas silencio.
Los sentidos más agudos de tu cuerpo se sienten confundidos al saberse indefensos y al no tener ningún mensaje que enviar al cerebro.
Buscas nada en el suelo y encuentras que su textura es lisa pero dura como pulida por el interminable trabajo de la eternidad.
Te encuentras en el reino de la oscuridad.
En este medio hipogeo el tiempo se mide de diferente manera, transcurre casi imperceptible a lo largo de eones.
Murmuras casi sin voz una canción triste como para no sentirte solo y para sentirte más solo aún.
Pero sabes que de alguna forma tienes el control. Enciendes tu luz con ese chasquido tan caracterÃstico, casi melódico pero mecánico que tantas veces has escuchado.
Tus ojos se llenan de formas que de pronto aparecen frente a ellos, formas extrañas y caprichosas: miles de estalactitas penden sobre tu cabeza, amenazantes, dispuestas a acertar el golpe fatal.
Volteas a tu alrededor y te encuentras justo en medio de una comunidad de deformes enanos y gigantes imponentes que cobran vida y que, mudos, bailan una danza exótica y loca al compás de la flama que emana de tu casco.
Esta abrumadora y sorpresiva multitud te estremece y te hace llenar de demonios y dioses los miles de nichos que hay en las paredes y que parecen haber sido hechos ex profeso aguardando a ser ocupadas por tu imaginación.
Vacilante, te incorporas y avanzas un poco con el corazón latiéndote con fuerza esperando que en cualquier momento emerjan quimeras de todos esos sitios que tu luz no alcanza a llenar.
Llegas a una catedral gótica de dimensiones terribles, con sus arcos ojivales, rosetones, contrafuertes y gárgolas que durante miles de años han aguardado por ti para que descargues toda tu fe en este majestuoso templo milenario.
El silencio se rompe, primero por la incesante gota que desde el techo llora triste porque hace mucho que no ve la luz. Después, por los pasos y las voces de tus compañeros que van llegando al lugar donde te encuentras. Los recibes con gusto pero no revelas la magia que acaba de atravesar tus entrañas.
Cuentan anécdotas mientras caminan y de repente todos se detienen y guardan silencio porque justo frente a ustedes, las enormes fauces abiertas de un gigante subterráneo te quitan el aliento y te seducen a explorar el oscuro e infinito abismo que guardan en su interior.
Arman la entrada del tiro y es tu turno de descender. Recuerdas las palabras de Flores Magón: "El abismo no nos detendrá y si morimos moriremos como soles, despidiendo luz."
Con miedo y emoción liberas cuerda y comienzas a bajar lentamente. Después de un rato estás nuevamente solo: volteas hacia arriba y sólo ves tu cuerda, volteas hacia abajo y sólo ves tu cuerda.
Estás colgado de nada y vas a llegar hacia ninguna parte �estás solo� flotando ingrávido en el limbo de la oscuridad y todo tu mundo se compone por lo que alcanza a alumbrar tu luz.
Te detienes y regresas a la oscuridad por unos segundos (apagas tu luz).
Piensas. Eres un feto maravilloso dentro del útero de la madre Tierra colgado de tu cordón umbilical.
Bajas y junto a ti están tus compañeros, hermanos de aventura a quien confÃas tu vida y quienes te confÃan la suya.
Finaliza el recorrido y emprenden un arduo y tedioso regreso. Lentamente regresan hasta que tus ojos te duelen por la luz que ves.
"Lesedi" dicen los zulúes y significa "Veo la luz". Sales, el cansancio agotador recorre tu cuerpo, pero la luz es más clara, más brillantes los colores, más fresco el viento que abarrota tus pulmones y una sonrisa maliciosa que se dibuja en tu rostro al saber que estuviste allÃ, donde sólo unos pocos privilegiados han estado.