La noche pasó lenta. Varias veces creí escuchar un silbido y había ido a la playa, pero por supuesto no encontré más que cangrejos y sapos enormes que huían de mi luz o se quedaban congelados esperando no ser vistos, quizá deslumbrados. Horas después comenzaron los ruidos dentro de la casa y poco después salió el sol. No tenía preocupación por Alex, al menos no mucha. Donde hubiera pasado la noche de seguro la gente le habría tendido la mano y le habría brindado hospitalidad. Ya habíamos aprendido que la tienda se había convertido en un equipo de seguridad más que de confort porque pese a las noches de calor sofocante que habíamos pasado en ella, estábamos aislados de los chaquistes, a los que Alex no dejaba de maldecir desde el ataque.
Serían como las nueve de la mañana cuando vi a lo lejos un punto negro. "Es él", me dije y me sentí tranquilo de no recurrir al plan de búsqueda que ya tenía elaborado. Una mujer pasaba con ropa que había bajado del tendedero y le pregunté: "¿Usted ve un punto negro allá?" Se quedó viendo al mar y dijo que sí pero que de repente se volvía blanco. Era la pala que levantaba. Pasaron unos veinte minutos y Alex llegó a la playa.
En algún momento de la navegación, se sintió cansado de un brazo y me buscó. Al parecer vio mi señal y se dirigió a tierra, pero en lugar de ir a Monte Pío, se detuvo en la población anterior que yo había visto de cerca. Ahí no me encontró y, lo mismo que yo, comenzó a hacer especulaciones porque sabía que me dolía la espalda. Esperó y ya muy tarde marchó a Monte Pío, adonde llegó ya de noche. Como no me encontró se metió a un arroyo a refrescarse y al mismo tiempo ahuyentaba a los chaquistes en su hora de apogeo. Como no quería dejar al kayak en la playa, no recurrió a la hospitalidad sino que se vistió y se cubrió hasta el rostro y durmió sobre su kayak, donde pasó una noche larguísima. A la mañana siguiente remó hasta Playa Hermosa y luego a Arroyo de Liza, donde lo esperaba yo en la playa.
Algo me había quedado claro durante la noche tan larga aunque diferente que ambos habíamos pasado. Recordaba el inicio del recorrido. Prácticamente durante todo Yucatán, ambos estábamos en nuestros respectivos mundos, quizá más yo por seguir con la inercia de haber recorrido solo el Caribe. Eso mismo me había pasado cuando regresé a la barranca de Bacís, en Durango. Ahora descubría que éramos realmente dos en la misma expedición, como debimos haber sido desde el inicio, no importaba que cada quien remara por su lado. Lo importante era no separarse. Nos faltaba tan poco para llegar que incluso la gente se decía que cómo era que nos habíamos separado después de tanto. Tenían razón.
Después de desayunar, fuimos a bañarnos al río, donde nos metimos bajo una pequeña cascada y eso bastó para que decidiéramos quedarnos otro día ahí. La estancia dentro del agua dulce y fría resultó tan maravillosamente familiar que nos negábamos a volver a meternos al agua de mar. Ambos estábamos de acuerdo en que si el mar fuera de agua dulce la travesía sería de lo más delicioso que pudiéramos imaginar.
Nuestros cuerpos mostraban señales claras de desgaste: la piel de manos y rostro estaba quemada pese al bloqueador solar, los tobillos llenos de piquetes de mosquitos, chaquistes o tábanos y, para colmo, yo había descubierto el día anterior que mi ascenso a la peña de la Punta San Juan me había dejado varias garrapatas en el cuerpo. Los ojos de Alex se enrojecían bastante y las manos de ambos estaban hinchadas por el contacto con el agua salada, eso sin contar con lo resecos que estábamos. Por eso no queríamos salir del río.