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Montañismo y Exploración
PUEBLO DE RECUERDOS, PUEBLO DE FANTASMAS

Hay poco que ver si sólo se quiere ver el exterior. La iglesia con su altar festonado con trozos de roca argentífera, la plaza, donde se realizan todos los eventos importantes del pueblo, desde los cotidianos partidos de basquet o volibol hasta las bodas y los indispensables bailes, la tienda enorme del siglo pasado donde sólo faltan por sentarse los trabajadores de las minas en esos banquillos añosos pero bien conservados. Las minas, una vez espléndidas y ahora agotadas, son el elemento que falta para sentirse en pleno auge del pueblo, una historia de la que todavía quedan recuerdos en la boca de los más ancianos, de los protagonistas.







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SATEVÃ?

La carretera que baja desde lo alto de la sierra, pasa por La Bufa y llega al puente esquivando la Hacienda, atraviesa el pueblo y va más allá de él. Quince kilómetros río abajo llega a Satevó ("El Arenal", en rarámuri), una pequeña población fundada aproximadamente en 1702. En 1985 habíamos bajado por ese lado de la sierra cuando siete universitarios hacíamos un recorrido a pie por toda la sierra tarahumara. Parado desde el puente de madera recién construido por el que cruzamos el río, me asombró esa iglesia de color rojo... y su nombre. Pero el sol estaba por ponerse y debimos caminar a Batopilas.

Satevó... La puerta de su iglesia está cerrada siempre, no porque vayan a robar algo, que a fin de cuentas no hay nada que pueda robarse que tenga un valor monetario, pues hasta las campanas están, como todas las campanas originales de las viejas iglesias, resquebrajadas. Todo el valor que hay dentro es de otro tipo que no puede medirse con dinero, así que el motivo es muy otro: se trata de evitar que los abundantes animales, desde cochinos hasta mulas, hagan del recinto un establo. Pero para el visitante es fácil conocer el interior porque la llave se consigue prestada de uno de los vecinos que siempre están ahí.

Desde la entrada hay algo que cautiva y no se trata sólo del tácito respeto que se le tiene a todo edificio de este tipo. Inscripciones de cruces hechas sobre las escaleras de entrada (peldaños de ladrillos rojos, como el resto de la construcción), puerta de madera vieja, estuco pintado a tramos, salpicado de lodo y en ocasiones roto, imágenes vestidas con telas añosas y descoloridas, figuras y cruces solitarias y arrinconadas en lo que sería el altar, residuos de velas y ramos de flores marchitos manifestando que en tiempo reciente hubo una petición hecha con fe, fuerte olor a excremento de golondrinas que han construido sus nidos dentro en alguna ocasión, murciélagos escondidos en las partes más ocultas, ausencia de bancas y de adornos, una escalera tambaleante y vieja que lleva al coro y luego hasta el campanario... Dentro de esa carencia de casi todo, me pareció una de las iglesias más cercanas a la gente que acude a ella. Nada de lo que hay ahí está fuera de lugar. Nada falta y nada sobra. Todo ahí encontraba su lugar exacto.

A nuestro regreso a Batopilas, vimos un libro publicado en Estados Unidos que tenía una fotografía de la iglesia de Satevó y como pie de foto decía: "Esta es la Catedral Perdida. Fue descubierta por el autor en 1986". Los muchachos agregaron: "Le faltó decir que la encontró con mexicanos que también estaban perdidos."

Y reímos.


UN VIAJERO EN LA SIERRA

El cerro, el río, el sol, el viento, la lluvia... Con el bravo terreno de las barrancas y la sierra nos habíamos moldeado nuevamente a la permanencia en una tierra donde las direcciones eran sólo dos: arriba y abajo. Cerro arriba y cerro abajo; río arriba y río abajo. Y en esas direcciones nos habíamos tenido que desplazar, quizá más despacio de lo que la vista avanza en esos abiertos horizontes del noroeste, pero más rápido de lo que desearíamos.

Nos encaminamos hacia Cerro Colorado... Ese pueblo donde había recibido hacía años una lección impresionante. Esa ocasión, viajaba con algunos amigos y, novato todavía en ese terreno, me acerqué a una casa y pregunté por un lugar donde dormir, pensando en un lugar para poner la tienda de campaña. Un hombre de edad que me pareció la imagen misma de la venerabilidad, se quedó pensando un momento que me pareció enorme. Era su tierra y su propiedad, así que si no querían que estuviéramos ahí, tendríamos que marcharnos pese al aguacero que caía sobre nuestras cabezas. Al fin habló para decir: "Creo que algunos de ustedes pueden caber aquí y otros en aquella casa, pero si quieren estar todos juntos, les podemos desocupar una casa." Me quedé sorprendido porque no esperaba tal cosa y lo único que acerté a decir (hijo al fin de la civilización) fue que no queríamos dar molestias.

Sus ojos profundamente negros parecieron cambiar de color y se tornaron duros como acero. Sentí miedo entonces. Se acercó más todavía (ya me imaginaba yo que me atraparía por el cuello y me zarandearía con fuerza) y me dijo : "Mire amigo. Aquí usté no da molestias a nadie. Usté es viajero y yo también lo he sido. Sé lo que se siente ser viajero, sé lo que se siente andar lejos de donde vive uno, de la casa, de la familia y la esposa. Uno se enferma y no hay quien le ayude en nada ni le dé un pocillo con café. Ni siquiera agua. El viajero vive muy duro, así que los viajeros tienen que ayudarse y si ustedes necesitan ayuda, yo les brindo mi casa y ahorita (se volteó hacia el interior de la casa y gritó) ¡Manuela!, ahorita les preparamos algo de comer."

En esencia, ésta fue la plática, aunque duró más de quince minutos o algo por el estilo, no sabría decirlo. Ninguno de mis compañeros, guarecidos bajo un escaso techo y esperando mi regreso, escuchó nada de esto, así que cuando regresé (ya había cesado la lluvia) me sentía flotar en otro mundo. Acababa de ser recibido en el mundo de los viajeros.

El río San Miguel, al fondo de la barranca de Huérachi, el Batopilas, surcando las profundidades de una barranca todavía más impresionante que la anterior, quizá por el paisaje del Cerro de los Siete Pisos, bajo del cual había cientos de metros de túneles hechos por el hombre para extraer plata, ya eran para nosotros una historia. (¿Dónde nos alcanzaba la historia y dónde la dejábamos?) Necesitábamos caminar hacia el noroeste, al río Urique, esa serpiente de agua que recorría todo el Cañón del Cobre y daba de beber abundantemente al río Fuerte.

...Otra vez los pies sobre las piedras, sobre la arena, sobre el camino real, evitando pisar a los escarabajos peloteros a la una de la tarde, dejando correr la vista a lo lejos para hallar el camino correcto...


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