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Montañismo y Exploración
PUEBLO DE RECUERDOS, PUEBLO DE FANTASMAS

Hay poco que ver si sólo se quiere ver el exterior. La iglesia con su altar festonado con trozos de roca argentífera, la plaza, donde se realizan todos los eventos importantes del pueblo, desde los cotidianos partidos de basquet o volibol hasta las bodas y los indispensables bailes, la tienda enorme del siglo pasado donde sólo faltan por sentarse los trabajadores de las minas en esos banquillos añosos pero bien conservados. Las minas, una vez espléndidas y ahora agotadas, son el elemento que falta para sentirse en pleno auge del pueblo, una historia de la que todavía quedan recuerdos en la boca de los más ancianos, de los protagonistas.







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Un pueblo silencioso, profundamente dormido bajo las cobijas llenas de estrellas que se tiende sobre él con algunas manchas de nubes difusas. Algunas pocas personas todavía platican en voz muy baja fuera de sus casas con unos vecinos igualmente trasnochados y nos ven pasar como si fuéramos fantasmas surgidos de alguna parte. ¿De dónde? Ausencia de perros... de perros y ladridos. En fin: un pueblo callado. Sólo el murmullo atronador del río, el canto de sapos de tamaño descomunal y el escándalo de la planta hidroeléctrica, que trabaja las 24 horas, estaban presentes. ¿Lluvia? Sólo unas cuantas gotas que no espantaron ni a los mosquitos que parecían seguirnos desde hacía días para alimentarse de nosotros, piquete sobre piquete. Ese era el Batopilas que se había convertido de un puñado de luciérnagas vistas a través de los árboles oscurecidos, a todo un pueblo al que entrábamos después de haber caminado con las linternas puestas en la frente para no caer a un vacío que adivinábamos sin verlo. A estos sonidos se añadía de vez en cuando otro seco, apagado, que nos decía que un mango había caído cerca de la tienda de campaña. Pero el cansancio era más fuerte que el hambre y la necesidad de un baño que no fuera de sudor, más fuerte que ésta, así que dormimos bañados.


ALGO PARA BUSCAR... Y ENCONTRAR

Con el día, Batopilas cambió su aspecto. Todavía no salía el sol cuando la gente se había levantado de sus camas y hacía a toda prisa sus labores, desde la comida hasta el camino que debían tomar hacia alguna otra parte. Todo parecía resucitar en la madrugada pues había que aprovechar los pocos minutos de fresco durante el día porque una vez que el sol toca los techos de las casas, el calor lo domina todo y hay que recordar que está a 570 metros de altitud. Al amanecer se puede andar por la calle única que lo comunica todo porque el pueblo está hecho a la medida de la barranca: ancho y largo.

Hay poco que ver si sólo se quiere ver el exterior. La iglesia con su altar festonado con trozos de roca argentífera, la plaza, donde se realizan todos los eventos importantes del pueblo, desde los cotidianos partidos de basquet o volibol hasta las bodas y los indispensables bailes, la tienda enorme del siglo pasado donde sólo faltan por sentarse los trabajadores de las minas en esos banquillos añosos pero bien conservados. Las minas, una vez espléndidas y ahora agotadas, son el elemento que falta para sentirse en pleno auge del pueblo, una historia de la que todavía quedan recuerdos en la boca de los más ancianos, de los protagonistas.

Es imposible aprender un poco de cada lugar si se pasa corriendo. Hacen falta horas o días o semanas o años para conocer sólo un poco de cada lugar; a veces se necesitan varios viajes. Pero no importa el afán que en ello pongamos, siempre se evadirán algunos aspectos que sólo conoceremos después de oídas a través de otros. Entonces uno se convence verdaderamente de que los viajes educan, pero sólo a aquellos que saben buscar. Porque el que busca, encuentra.


UNA HACIENDA...

Enfrente del pueblo, pasando el río sobre el puente de roca maciza y hierro que nos transportó de un espacio sin tiempo a la era de la civilización, está un conjunto de construcciones en ruinas que son el testimonio que queda del pretérito auge minero de Batopilas.

Hace muchos años � pero nadie sabe con exactitud cuántos� la temporada de lluvias llegó antes de tiempo y terminó después de lo que debía hacerlo. El agua caía a torrentes por muchas horas al día y pudrió el maíz de todos los sembradíos. El río creció poco a poco e invadió las calles, las casas, la plaza. Muchas viviendas hechas de adobe se vinieron abajo. La hacienda de San Miguel, que ya estaba abandonada casi completamente, recibió entonces el golpe que la convirtió definitivamente en ruinas, pero sus cimientos de piedra todavía sostienen muros de un color impresionantemente natural; muros rojos como el atardecer que juegan a la policromía con la verde vegetación que cambia de color durante el año, muros que luchan contra cada temporada de lluvias. ¿En qué época resaltarán más? Sencillo: en todas.

La hacienda fue construida como un gigantesco complejo; eso es notorio aun sin conocer su historia. Tiene canales que alguna vez llevaron agua para surtir a las viviendas, los comedores, los grandes toneles de metal que aparecen oxidados entre las ruinas y las tinas de piedra donde se lavaban los hombres la tierra adquirida a cientos de metros de profundidad, los molinos donde se trituraba la roca para extraer el mineral...

Pero uno estaría equivocado si creyera que la hacienda de San Miguel fue lo que ahora se ve y nada más. Río arriba, justo donde baja la carretera, a varios kilómetros de distancia del pueblo de Batopilas, comienzan los vestigios de una organización minera. Y estos vestigios se hallan todavía sobre el río Munérachi: molinos pequeños y rudimentarios que ahora están cubiertos de arena que las crecidas anuales han dejado ahí, ruinas de pequeñas presas, acueductos... Todo es parte de una planeación gigantesca porque se trataba de un pueblo que vivía únicamente de la minería.


...EN VENTA?

Pero lo solitario de la hacienda no le quita lo funcional pues hace las veces de potrero para quienes tienen caballos que guardar. Para aquellos que no gozan de este privilegio, que es la mayoría de la población, constituye una reserva de mangos que se consume después que los del pueblo se han agotado; además, para los turistas es un paso obligado por la magnitud de la arquitectura. Así las cosas, nadie queda defraudado.

Ahí, metido entre los muros que conservan una dignidad formidable, quizá por todo lo que representa, trepado en un árbol de mango, conocimos a un muchacho que nos dijo ser el cuidador de la hacienda. ("Por eso es que está abierto el candado de la entrada.") "Aquí se oyen voces durante el día" (Claro, debe ser el sonido del río o algo parecido.) "No, deveras se oyen voces. Yo las he escuchado" (¿Y de quién son las voces?) "Son de unas sombras que andan por aquí. Parecen costales negros. Se aparecen de noche, pero también en el día, y se ponen a platicar." ("¿Fantasmas?" ¿De qué hablan?) "No sé, no les entiendo, pero vengo a verlos aunque sea de lejos porque no me gusta estar en el pueblo." (¿Nadie más los ha visto?) "No, sólo yo porque somos amigos."

Y la hacienda, si hemos de dar crédito a las palabras del muchacho solitario, está en venta. "El dueño la quiere vender, pero pide muchos millones" (¿Cuántos?) Y después de haberla formulado me arrepentí de mi pregunta: ¿qué es un millón o cien o mil para él? Nunca habrá visto un millón. Cuando más, unos cuantos miles de pesos, así que cualquier cantidad le parecería tan inverosímil de existir como a nosotros creer su relato de las sombras. "No sé, pero son muchos", fue la respuesta. Poco después, quizá mientras veíamos otra parte de la hacienda pero creyendo que estaba con nosotros, desapareció, como una de las sombras con quienes convive.

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