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Montañismo y Exploración
LOS HOMBRES DE LA SIERRA
1 diciembre 2001

Tratando de seguir la pista de Carl Lumholtz para recorrer toda la Sierra Madre Occidental, cuatro exploradores se encuentran, en su camino de Durango hacia Nayarit, serios problemas, de los más difíciles: los planteados por la gente del lugar.







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TIERRA DE... ¿QUI�N?


Cruzamos el río San Diego, uno de los más profundos de Durango. Cuando llegamos a la parte alta de la sierra, habíamos subido más de mil ochocientos metros desde el fondo. Mil ochocientos... En Chihuahua las dos barrancas más profundas tienen esas medidas y nadie conoce la barranca de San Diego. Cada vez más, nos metíamos en la sierra. Era una sensación extraña. Hacia donde íbamos no había nada en el mapa. "Nada" quiere decir que no estaban representados pueblos o caminos. Había, por supuesto, caseríos y pueblos tepehuanes, pero eran tan poco afortunados en las estadísticas y en los mapas que durante varios mapas era muy difícil encontrar un punto de referencia "habitable". Sin embargo, los había: estábamos entrando a tierra de indios.
Caminábamos hacia San Francisco de Lajas, uno de los poblados principales de los tepehuanes del sur, un grupo rodeado de peñascos y barrancas, de tormentas y ríos crecidos, de siglos de tradición en boca y manos de sus habitantes. Lajas. Era un sitio legendario para mí como lo había sido Guadalupe y Calvo en 1985, cuando recorrimos toda la Sierra Tarahumara. ¿Legendaria? Si: poca gente había llegado hasta ahí y ninguno con nuestra intención: hacer un recorrido a pie. Desde ahí seguiríamos hacia el sureste, como si camináramos a la ciudad de Zacatecas. La lejana ciudad de Zacatecas. Pero Lajas era el último punto claro en los mapas topográficos. al sur, sólo había cerros, barrancas, grandes ríos y... ¿qué más? Eso es lo que habíamos ido a buscar: lo que había más allá. Herodoto había dicho: "En los confines de la tierra se encuentra la parte más deliciosa de toda ella..." Tras ella andábamos.
A San Francisco de Lajas llegamos días después, envueltos en nubes. El camino transcurría por la parte alta de un "cordón" de la sierra. Subíamos y bajábamos continuamente. Una vez nos detuvimos en un arroyo para bañarnos. Una experiencia fascinante eso de bañarse en agua de lluvia a pleno sol.
�¡Buenas tardes!
Â?Buenas tardes.
Y pasaba el silencio durante un rato.
�Perdonen... ¿no vieron a la judicial en el camino?
Â?No. No hay nadie de ellos.
Y seguimos andando. La policía judicial es lo más temido en la sierra y lo comparan muchas veces con una plaga. Ya nos había tocado vivirla poco antes, mientras estábamos en una terracería para camiones. Nos detuvieron. "Los hombres para allá". Pensé en Berna. "Ella se sabe defender bien". Pero no dejé de preocuparme. A los tres nos colocaron de frente a una pared mientras ellos se ponían detrás nuestro con sus rifles siempre en la mano. "¡Sus identificaciones!¿De dónde vienen? ¿Qué hacen?" Y ya estaba por contestar cuando a cada uno lo llevaron aparte, para hacerle, suponía yo, las mismas preguntas.
Nos habían revisado por todos lados y seguíamos de cara a la pared del autobús. "Esto parece un pelotón de fusilamiento. Usan la consigna de que todos somos culpables hasta comprobarse lo contrario." Era gente de guerra, lo sabíamos. Nos mantuvieron así por casi una hora después que terminaron las preguntas. Una hora en la que nos prohibieron voltear a verlos o ver a otra parte que no fuera esa pared metálica del autobús. Una hora en silencio, porque tampoco podíamos hablar. Una hora... hasta que llegó alguien de ellos. Volvieron las preguntas y en cinco minutos estábamos libres.
Por eso, el que la gente pregunte por los judiciales es común y uno se alegra de saber que no los hay en el camino o en el poblado próximo, sobre todo si no se tiene una identificación con credencial porque si no se tiene no existe uno realmente. Entonces ¿quién se es? Los muchachos de menos de 18 años de edad no podían conseguir la credencial de elector por razones de legalidad. Pero eran considerados potencialmente criminales desde los 14.
Por la tarde divisamos Lajas allá, por lo bajo, asomando entre esas nubes que iban a formar la lluvia de la tarde, una de las tres del día. "Estamos cerca. En media hora estaremos en el pueblo", dijo David. Pero yo no me fiaba mucho de esta apreciación y acerté: llegamos cuatro horas después, en pleno aguacero.
Claro que llegar a San Francisco de Lajas es una experiencia impresionante, sobre todo si se hace por la tarde y bajo el chubasco que nos dejó empapados. Para la gente también significó algo: unas personas que llegaban quién sabía de dónde para hacer quién sabe qué. Por supuesto, sabíamos de la inquietud de la gente cuando nos ve llegar a su pueblo, a un pueblo metido en la sierra, a muchas horas o días de camino, cargados de mochilas y caminando. No éramos, por supuesto, personas normales.
Visité primero al gobernador del pueblo, la máxima autoridad que hay. Me había acostumbrado desde hace mucho tiempo a hacer esta señal de cortesía para con aquellos dueños del lugar adonde llegamos. Una carta dirigida a él lo sorprendió y le agradó. Estuvo durante varios minutos descifrando la letra mientras yo lo veía. Tenía más de 1.90 de estatura, manos increíblemente grandes y fuertes, una sonrisa en la cara y la paciencia del indio acostumbrado a vivir en la sierra, sin más tiempo que el que la tierra le propone. Terminó de leer.
�¿Cuál es su misión?
La palabra "misión" es ampliamente usada en la sierra y significa muchas cosas, desde el propósito hasta la comisión, el trabajo, la penitencia, la labor, etc. Quizá esa diferencia no sea mucha, pero si para la gente serrana lo es, también debe serlo para el viajero que ande por ella.
Â?Somos estudiantes y estamos conociendo la sierra porque estamos de vacaciones.
Por otro lado, siempre he experimentado una especie de frustración al querer explicar a la gente de la sierra lo que vamos a hacer allá: ¿Explorar? Claro, pero ¿qué es eso? ¿Explorar minas? ¿Buscábamos oro? No: sólo explorábamos. Y los muchos intentos de explicar dejaban siempre inquietas a las personas. Al final adopté por la más sencilla: éramos estudiantes y estábamos ahí porque queríamos conocer el lugar. �ramos turistas y ya. La gente se quedaba menos intranquila que con las demás explicaciones.
Así que tras explicar que queríamos platicar con la gente y conocer un poco sus costumbres por medio de entrevistas, el gobernador nos ofreció una casa para quedarnos. "Mañana", añadió, "tengo que irme a hacer una labor y regreso en tres días pero si se les ofrece algo, está el juez" [El juez es la segunda autoridad del pueblo].
Llovió toda la noche y cuando, al otro día, quisimos platicar con la gente, no hallamos a nadie. Nadie. Las casas vacías. ¿Migración? No. Algo más sencillo: todo mundo había ido a trabajar la tierra desde antes del amanecer. Así, nos encontramos en un pueblo desierto, con la enfermera de la clínica (con quien hicimos buena amistad), unos cuantos perros, caballos y mulas, cerdos y... todo el pueblo para nosotros solos. Eso creímos.
Desde algunas casas nos veían. Siempre hay alguien que ve. La vista de los pobladores siempre es aguda y se fija en detalles insignificantes. Y nosotros no éramos tan insignificantes, sobre todo porque éramos tres hombres y una mujer. Ya Berna había sufrido el desprecio de un pueblo entero: los muchachos, las muchachas, las señoras, los niños y casi todos los hombres evitaban hablar con ella. Una vez, estando junto a una cancha de basquet, el muchacho que jugaba solo perdió la pelota que fue a caer a los pies de Berna. Ella, que escribía su bitácora, abandonó lo que hacía, tomó la pelota y se la ofreció. El muchacho se dio media vuelta y dejó la pelota ahí, como si hubiera sido una piedra aventada al río, como si Berna �la gran Berna� no existiera. Vi sus ojos a punto de llorar pero se contuvo. Por eso éramos tan visibles.
A la tarde, la gente comenzó a regresar a sus casas. Cansados de todo un día de trabajo, sólo les movía acercarse a nosotros el saber qué era lo que pretendíamos. Pero no había ningún anciano venerable o nadie parecido a quién preguntar por la historia del pueblo, ninguna mujer que quisiera darnos la más leve información. Nada. Sólo plática sencilla, como de sobremesa.
"Si mañana sigue esto igual, seguimos al sureste". Y los muchachos ya sabían entonces que caminar hacia el sureste significaba meterse a una de esas tierras que producen curiosidad irresistible y miedo. Pero ¿quién no tiene miedo de adentrarse en lo desconocido? Estábamos ahí para hacerlo como lo habíamos hecho en otros lados, en otras sierras, en otros estados, con otras personas.

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