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Montañismo y Exploración
LOS HOMBRES DE LA SIERRA
1 diciembre 2001

Tratando de seguir la pista de Carl Lumholtz para recorrer toda la Sierra Madre Occidental, cuatro exploradores se encuentran, en su camino de Durango hacia Nayarit, serios problemas, de los más difíciles: los planteados por la gente del lugar.







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ENTRE LA SIERRA Y EL ORO


Habíamos salido del río Baluarte y su barranca con facilidad. En La Formación �nombre curioso para una población inserta en lo alto de un cerro en medio de la Sierra adonde nadie llegaba si no era a mula o a pie� la gente nos orientó hacia un pueblo que era prácticamente el centro comercial de la región, con sus grandes camiones llenos de madera que salían y las camionetas con cacharros que entraban y salían con sus tripulantes sin tanto aparejo pero con más deudores: el comercio en la sierra es moroso porque quien vende no espera nunca que se le pague de contado. Aquí el dinero casi no se conoce y si alguien quiere convertirse en vendedor la mejor táctica es vender a crédito con más facilidades. Los fayuqueros, que así se les llama, tienen en sus libretas su mayor tesoro y en su memoria la agilidad sorprendente para saber qué vendieron a cada persona y la fecha en que lo hicieron. Eso los lleva a cuánto se les debe todavía por una cama de hojalata que en ninguna otra parte se usa pero que aquí se vende como lo mejor. Para la gente, no había otro camino que pasar por ese pueblo. Era lógico que nos enviaran por ahí. Y ahí estábamos.
La llegada a esa población no nos hizo ninguna gracia: nos habíamos desviado dos días de camino, pero eso no lo supimos sino hasta el otro día, que vimos las cimas de la sierra limpias de nubes, verdes todas ellas. Nuestra incomodidad era el haber llegado a un pueblo que se convertía en la contraparte de lo que es realmente la gente de la sierra: aquí, el dinero era más importante que la gente. Desde ahí hasta el rico legado de oro de don Juan Manuel, habíamos caminado algunos días por una carretera de terracería sin pena ni gloria. Una vez tomamos un autobús porque nos dijeron que era más seguro: la judicial estaba cerca buscando narcotraficantes, labor cotidiana. El autobús fue detenido y nos bajaron a todos los hombres sin nada más que lo que traíamos puesto. A los muchachos de 12 años para arriba, también. Fuimos revisados y preguntados. Quien no traía identificación era culpable inmediatamente, como el muchacho de 15 años que no tenía credencial de elector por no tener la edad para ello y que fue interrogado ampliamente por carecer de esa identificación. Otro hombre, mucho mayor, simplemente la había olvidado en su casa. Ambos se quedaron cuando el autobús partió de nuevo, hora y media después.
Así que no hay nada que contar, salvo nuestro desagrado. Muy otra había sido mi experiencia en solitario el año anterior. Después de La Formación, había bajado hacia otra barranca, sola, desierta toda ella, y llegado a un pueblo pequeño casi de noche. Me adoptaron inmediatamente y acepté todo lo que ello implica: recibir comida y dar a cambio una conversación de gente que no es común que se halle en la sierra. Es el intercambio más módico que podría uno esperar. Al final salí con una familia más que me estimaba, me invitaba a regresar en algún tiempo y que se apretaba su angustia de dejarme ir solo a un lugar que yo no conocía, aunque me hubieran dado señas, casi siempre tan abundantes que terminaba por olvidar mucho de ello.
Para entonces ya me había luxado el tobillo izquierdo. La sensación de estar solo en la sierra con un tobillo así no era nueva: en 1987, nueve años atrás, había tardado día y medio en recorrer un tramo que normalmente se hacía en una hora. Entonces tenía dos compañeros que podría ayudarme y sabía que nos acercábamos a poblaciones grandes. Esta vez, mientras más caminara, las poblaciones iban a ser más escasas y mucho más pequeñas y no tenía compañero alguno. Caminé al día siguiente y bañé en un arroyo todo mi cansancio. Comencé a valorar lo que quería hacer y lo que podría pasar. Ciertamente, había mucha contradicción en todo lo que estaba pasando. No era como la melodía que uno espera escuchar cuando dice: "voy a escuchar una sonata". Había acordes que no estaban en su lugar, el compás no era el adecuado. Mi estancia en la Sierra, de ser plenamente satisfactoria por su carácter solitario y por desconocer el terreno, se estaba convirtiendo en un problema.
Y no es que la estancia fuera el problema, por supuesto. El problema estaba en mí. Una torcedura de tobillo no me había detenido antes, ¿por qué ahora sí? En vez de restar, sumaba: la temporada de lluvias estaba avanzada, si seguía caminando, me lastimaría tanto que quizá no podría ni caminar cuando lo necesitara, estaba a punto de entrar a un territorio que poca gente conocía y eso muy superficialmente: la tierra de los tepehuanes, adonde ni carretera había. Los tepehuanes. Me era tan fácil asociarlos en la historia y en los acontecimientos de su época, pero me resultaba muy difícil pensar en encontrarme con gente que no hablaba mi idioma sin hablar yo el de ellos. Eso, por supuesto, tampoco me había detenido antes, pero seguía sumando y no restando.
Cuando llegué a la siguiente población, mi ánimo estaba decidido a seguir, pero fue justamente ahí donde apareció la aguja que terminó de pinchar mi ánimo: de ahí salía un autobús hacia La Ciudad, ese pueblo del que había partido inicialmente. Ahí conocí al médico, que estaba por irse del pueblo: llevaba ya dos años y medio, uno de ellos fue su servicio social y el resto del tiempo había sido porque lo quiso. Pero estaba harto, pese a gustarle la sierra y la gente. No encontraba lo que quería. Se iría la semana próxima. Eso fue lo que terminó por decidirme a regresar. Realmente no era el momento de seguir solo.
Hubo otra causa que me hizo regresar: la gente de la sierra, ladinos [mestizos] hasta ahora, hablaban de la severidad de los indios: se castigaban fuertemente cualquier tipo de anomalías. Todos iban al cepo y tenían formas adicionales de castigo. Los indios, según ellos, eran de temer más que las fieras. Siempre ha sido así: en todos lados, son los indios los que tienen el privilegio de ser nombrados así, pero lo cierto (eso ya lo había leído muchas veces) es que los tepehuanes, los coras y los huicholes no se habían hecho a la forma de los conquistadores y tenían sus propias normas de conducta social, normas que muchas veces trasgredían la integridad temporal o material de los "civilizados", desde quitar objetos (sobre todo cámaras fotográficas) hasta encerrarlos por tiempo indefinido. Me imaginé a mí encerrado sin que nadie supiera de mí. ¿Cuánto tiempo iba a pasar hasta que me soltaran?
Debería regresar, lo sabía, pero no solo, con la temporada de lluvias menos adelantadas porque en una cosa coincidían todos aquellos con los que hablaba: cruzar el río San Diego siempre era un problema y a como estaban las lluvias, nadie sabía. Los mejores jinetes y nadadores de la sierra se habían ahogado alguna vez ahí. Claro que yo sabía que prácticamente todos desconocían el río como experiencia personal, pero todos sabían de él, a varias jornadas de su pueblo.
Así que, entonces, me volví. Y ahí estábamos ahora: metidos nuevamente en la sierra, sin haber cruzado por el pueblecito donde habían acogido a un caminante solitario en busca de la tierra de los indios. Hacia allá íbamos: a la tierra de los tepehuanes del sur.

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