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Montañismo y Exploración
LOS HOMBRES DE LA SIERRA
1 diciembre 2001

Tratando de seguir la pista de Carl Lumholtz para recorrer toda la Sierra Madre Occidental, cuatro exploradores se encuentran, en su camino de Durango hacia Nayarit, serios problemas, de los más difíciles: los planteados por la gente del lugar.







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Al día siguiente, mientras los muchachos levantaban el campamento, fui con mi mochila a buscar el vado. Bajé al río. Ahí estaba el lugar donde habían pasado los hombres la noche anterior y más abajo, al lugar que yo creía mejor. Y sí: también estaba el rápido veinte, quince, diez metros más abajo. Mientras más se fijaba uno en el rápido, parecía más cercano. Desnudo nuevamente, traté de pasar varias veces pero, tal como habían dicho los hombres, el río estaba crecido. Intenté una y otra vez por diferentes lugares y no podía pasar. "¿Qué pasa?" Descubrí que me estaba cuidando mucho a mí mismo, casi con miedo. "Así no se tienen que hacer las cosas".
Regresé a la orilla, me senté, fijé los ojos en el rápido y recordé los ríos de Veracruz: los rápidos de allá eran mucho más fuertes que este. ¿Me iba a detener? Cerré los ojos y escuché el ruido del agua enlodada. Sobre mi cuerpo semidesnudo los fuertes rayos del sol se sentían fuertes, pesados como silencio. Pensé: "Carlos, estás haciendo mal las cosas. Sabes hacerlas y sabes que lo estás haciendo mal. Si realmente quieres que todo funcione, ¡hazlo bien!"
Abrí los ojos y vi el río. Ambos estábamos tranquilos. Tomé una larga vara (que habían usado la noche anterior los dos hombres en su primer y único intento de cruzar de pie el río) y me dije: "Ahora sí". Río abajo, a unos 20 metros, estaba un rápido y luego otro y otro... Tomé la larga vara y la utilicé a manera de pala de kayak hasta que comencé a sentir el agua por encima de medio muslo. Entonces la sumí y me recargué en ella como si fuera un tercer pie. Su longitud me permitía llevar los dos brazos fuera y eso era muy cómodo. Además, me servía para tantear la profundidad. Un paso, otro, la vara que cambiaba de lugar, rastreando el sitio donde se pondrían los pies en el siguiente paso. De repente, sin notarlo, estaba del otro lado. Había sido fácil. El agua me había llegado casi hasta la cintura así que sólo debía ajustar la mochila para que no se mojara. Regresé y volví a cruzar con mi mochila. Luego fui por los muchachos, que apenas terminaban. Les ayudé a cruzar uno a uno con el método de parejas: uno abrazado al otro por los hombros, formaban un solo cuerpo con cuatro puntos de apoyo, así que podíamos avanzar sin tropiezos. A Berna le cargué su mochila porque, debido a su estatura, el agua le llegaría muy por encima de la cintura.
Del otro lado del río comenzamos el ascenso. La pendiente y el calor eran fuertes y eso que comenzamos a subir a las 10 de la hora oficial, es decir: a las 8, hora solar. Yo he estado muchas veces en este tipo de terreno y los veía sufrir por el peso, por la pendiente, por el calor y porque yo me adelantaba continuamente. No es que camine recio. Es que la Sierra Madre me ha enseñado a andar en ella. Le he aprendido algo a los tarahumares.
En la cresta todo fue más sencillo porque el camino está más marcado. Más arriba hay una gran roca y en ella uno de los miles de resguardos que existen en la sierra. Se llaman resguardos porque no llegan a ser cuevas. En ellos, los grupos étnicos que poblaban la sierra hace siglos (y eran más de cien en número, lo que los españoles llamaron acertadamente "naciones", por ser completamente diferentes entre sí) hicieron habitaciones donde vivían de una manera asombrosa. Ya en otras expediciones a Chihuahua y, sobre todo, a Durango, habíamos encontrado estas casitas. La gente piensa que son casas de enanitos por el tamaño diminuto de la vivienda y, sobre todo, de la entrada; pero su tamaño se debe a que así se aísla el interior del frío del invierno, algo muy importante para aquellos habitantes de las barrancas que entonces no contaban con más ropa que algo de "ropa de pita" (ropa bastante sencilla y rasposa).
¿Habría casitas aquí? Subí unos metros y no vi más huellas que el techo ahumado cerca de algo que parecía un horno. Hay un par de colmenas, olotes y hojas de maíz, nada de cerámica pero sí una piedra que tiene claras señas de haber sido usada para moler maíz, es decir: un brazo de metate. Por desgracia no hallé el metate. Quizá lo tiraron. La orientación de la cueva es aproximadamente norte. Se nota que ha sido usada varias veces como resguardo temporal, seguramente por hombres como los que la noche anterior habían pasado por aquí.
Muy arriba, perdimos el camino una vez pero nos dimos cuenta inmediatamente y pudimos corregir el rumbo. Hay, aproximadamente a la mitad del camino, un aguaje hecho por el hombre y aunque seguramente beben en él bestias de todos tipos y tamaños, fue una delicia probar esa agua.
Para entonces ya había notado que Fernando iba muy despacio. Su andar era bastante lento y se iba haciendo torpe, pero lo que más me preocupaba era que sudaba mucho. Por supuesto, bebía agua como si en ello le fuera la vida. De hecho, en ello le iba la vida. Pero lo más sorprendente era que a cada alto exprimiera el paliacate que le prestara David y que llevaba en la frente. En la marcha siempre seguíamos un patrón de orden que se daba naturalmente dada la condición física: yo primero, luego Berna, después David y al final Fernando. Así que cuando me detenía y los buscaba con la vista, sabía en qué orden encontrarlos y aproximadamente la distancia que había entre uno y otro en ese camino de hojarasca de roble donde un acarólogo podría hallar varias especies nuevas con facilidad.
Y ya que hablamos de animales: hallamos un alacrán no muy grande, pero alacrán; David vio dos o tres iguanas y yo varias aves. Esa era la ventaja de ir por delante: todo estaba silencioso y uno sorprendía a las aves reunidas en un pequeño agujero a tres o cuatro metros. Entonces volaban. El día anterior, en el cañón del Arroyo La Bolsa, por donde bajamos al río Baluarte, vimos cinco papagayos de gran tamaño. Multicolores. Politonales y tan gritones que no podía uno ignorarlos. De todos modos, no podíamos decir que fuera una gran cosecha zoológica, aunque fuera de vista.
En el primer puerto (collado) que está antes de La Formación, me detuve. Me quité las botas y disfruté la sombra que me protegía del intenso sol. El viento corría fresco y secaba mi playera empapada en sudor. Berna llegó 10 minutos después, así que disfruté esos minutos de tranquilidad y silencio. Descansamos un rato porque ya estábamos por llegar a la población. El día ya estaba avanzado también.
El descanso fue bueno y cuando nos disponíamos a partir apareció en el camino un niño de once años (su edad se la pregunté luego, por supuesto). Se llamaba Leonardo y después de saludarlo le pedí en son de juego un raite (como le llaman en la sierra al "aventón", al "raid"). Sonrió y dijo muy claramente: "Echen la carga (las mochilas) en el burro (que él montaba)".
No me sorprendí. Habíamos llegado al lugar adonde pocos llegan: donde se encuentra la hospitalidad de la gente de la sierra. No me sorprendí pero me llenó de placer escuchar el ofrecimiento. Tomé mi mochila y le dije que mejor caminábamos juntos. Fui bromeando con él bastante rato, sobre todo cuando no había subidas. Leonardo venía de la "labor" de su papá y nos esperaba con su diminuta plática cuando nos retrasábamos y reía de mis ocurrencias: andanada de incoherencias para jugar con alguien que apenas se conoce.
Antes de llegar al pueblo hallamos un árbol a mitad del camino. Lo habían tirado y ahora sacaban de él tablones para construcción a base de motosierra. ¡De motosierra, sin ninguna guía que los llevara derechos! ¡Eso es tener buen pulso, caramba, aunque nos pese el hecho de ver un árbol más caído en esta amplia sierra donde todavía los hay, pero que quién sabe cuánto durarán! Ya para entonces el semblante de Fernando apuntaba síntomas de deshidratación. Caminaba lento, tenía la piel fría, sudaba menos y tenía la lengua entorpecida. Necesitaba agua en cantidades enormes. Pronto podría beber sin límite pero mientras tanto, lo acompañé el camino y cargué con su mochila y así me vieron llegar al pueblo, más cargado que el burro que nos había precedido, lo que les causó gracia.
A la entrada del pueblo, Leonardo nos invitó a su casa. Si hubiera estado en la ciudad no sabría qué decir. Pero no lo estaba y acepté. Sabía lo que continuaba: saludos, bienvenidas, un banquito o sillas para sentarnos a descansar a la sombra, preguntas que no tienen un fondo de curiosidad sino de conocimiento mutuo (¿De dónde son? ¿Adónde van? ¿De dónde salieron hoy? ¿A pie?) y una pronta invitación a comer.
La casa es grande, con muros de adobe y techo de lámina (¿cuándo dejaron de hacer las tejas tan hermosas?). Tiene un pirú a la entrada y un marranito de 10 días de edad atado a una de sus raíces (apenas hace dos días lo destetaron y tiene hambre todo el tiempo), un pequeño establo adonde Leonardo llevó a la mula junto a dos caballos, y muchas macetas. Ahí había, cuando llegamos, tres hombres (seguramente hermanos o cuñados), dos o tres niños además de Leonardo, un bebé y tres mujeres. Y faltaba por llegar el padre de toda la familia.
Sucedió lo que yo esperaba: nos dieron de comer y realmente no creo que haya empresa capaz de hacer sobrecitos con frijoles tan deliciosos como los que engullimos con tortillas. Y papas, huevo, café. El padre llegó mientras comíamos. No se sorprendió. Así es la gente de aquí. Buena y sencilla.
El señor Fidel Guerrero Cabrera tendrá unos 50 a 60 años. Como hombre de la sierra, se ve muy fuerte y es serio; con bigote y sombrero nos hacía preguntas con su "sí, señor" tan formal. Venía de su labor por el mismo camino que habíamos andado. Había fumigado y al mismo tiempo sembrado. Esto me sorprendió porque yo sabía que se fumiga cuando la planta está un poco crecida. Quizá aquí se usa de esta manera: todo mundo estaba fumigando, cada cual su trozo de tierra.
En la casa vi dos tipos de machetes. El primero es largo, y ancho en la parte delantera. Lo compran en El Salto o en Pueblo Nuevo. Le llaman "Caguayana". El otro machete lo hacen a partir de las hojas de muelle de los carros. Lo hacen de manera casera, en un yunque y un horno pequeño. La forma final es la de una hoja redondeada, más precisamente con la punta en forma de gancho.
La Formación. Al otro día saldríamos para... ¡no importaba para dónde! Lo importante era vivir sólo un día o perderíamos la esencia de cada sitio. Lo importante era saborear ese café en la penumbra y deleitarse con el aroma de la plática con gente que acabábamos de conocer.

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