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Montañismo y Exploración
LOS HOMBRES DE LA SIERRA
1 diciembre 2001

Tratando de seguir la pista de Carl Lumholtz para recorrer toda la Sierra Madre Occidental, cuatro exploradores se encuentran, en su camino de Durango hacia Nayarit, serios problemas, de los más difíciles: los planteados por la gente del lugar.







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La lluvia. Tormenta que se dejaba venir desde... ¿dónde? En la profundidad de la barranca no podíamos ver de dónde venían las nubes. Lo que sí sabíamos era que nos sorprendería un viento fuerte antes de la tormenta. Porque lo que se avecinaba era una gran tormenta. Las nubes por encima de nosotros lo decían a truenos. Y se soltó: el viento comenzó. Hizo temblar la tienda. Entonces dije: "Tenemos que estar dentro de ella para resolver los problemas de la lluvia desde ahí". "¿Desde dentro?" Sí: desde dentro. El arroyo que se formó en cosa de minutos pasaba justo por debajo de nosotros. Podíamos tocar el piso de la tienda y debajo pasaba el agua. "Un colchón de agua, al fin no pasa". Pero yo no estaba tan seguro.
"Se está metiendo por acá". En la parte baja, se acumulaba un pequeño charco. Busqué mi toalla de natación. "Debo haberla dejado fuera." Me desnudé y salí al agua, a la tormenta. Sentí los goterones en mi cuerpo desnudo y me sentí libre. Sin mosquitos y bajo la cascada que me empapó en segundos, me sentía libre. Sentí entonces la gran limitante de dormir en una tienda: nos perdíamos de todo esto, del viento, de las nubes electrizadas, de las gotas de agua casi a chorros. "Tu toalla está acá". Me dijeron. Y por supuesto, comenzaron a reír. Me convertí en la burla por el momento pero nadie me podía quitar el gozo de la lluvia sobre la piel desnuda.
Desnudo. Miraba nuevamente maravillado el lugar en donde estábamos: allá arriba, a más de un kilómetro de altura, estaba el borde de esta pequeña barranca adonde habíamos bajado. Un camino complicado de encontrar hasta estar prácticamente dentro de la sierra, casi como si fuera una caverna, con paredes verticales o laderas empinadas, llenas de rocas, por donde habíamos bajado. El año pasado había bajado yo solo por aquí sin tener ni idea del sitio al que iba, pero terminé tomando el camino correcto. Entonces, como ahora, me preguntaba continuamente por dónde habría cruzado Carl Lumholtz en su peregrinaje por la Sierra Madre Occidental a fines del siglo XIX. Entonces no lo supe y aunque ahora tenía una noción más firme, no atinaba a saber el lugar por el que un hombre noruego que no conocía la región había pasado con sus mulas en la temporada en que los ríos estaban más crecidos. Nosotros estábamos ahí, en verano, pero justo al comienzo, cuando el calor se hace más soportable por las lluvias pero no llegan a causar un problema de avance.
La gente me recordaba de aquella vez, hacía un año. Aquí no venía gente que caminara por la sierra por el puro placer de hacerlo y verme ahí, solo, con una mochila a la espalda y preguntando por el camino correcto. ¿Adónde iba? Al mismo lugar que ahora: hacia el sur, todo lo que pudiéramos avanzar hasta llegar a tierra de coras y huicholes. Entonces, había avanzado por varios días hasta que decidí regresar a la ciudad: las lluvias eran muy fuertes y los ríos estaban muy crecidos como para poder sortearlos. Además, justo es decirlo, no estaba preparado psicológicamente para seguir solo. No esa vez. Por eso es que estamos aquí, en este agujero tan profundo, porque parece un agujero este fondo de barranca donde el agua cae desde el cielo y desde todos lados de la tierra: sólo el curso del río lleva hacia abajo.
Con la toalla secábamos el charco dentro de la tienda y la exprimíamos fuera. Así se resolvió todo. Una hora después, de la lluvia sólo quedaba el fresco de la tarde. Después de escribir y leer algo, la luz era tan débil que nadie podíamos seguir leyendo y platicamos de la barranca, de lo escandalizado que estaba David de que yo me hubiera desnudado para salir porque estaba Berna, de la risa que le había causado a ella esa reacción tan puritana, de lo callado que siempre es Fernando y de lo que íbamos a hacer al otro día.
Estábamos en eso precisamente cuando fuera se escuchó un "buenas noches". Me vestí rápidamente (estaba en ropa interior) y salí a saludar. Eran dos hombres que iban a La Formación, la siguiente población. Eran las 21: 30 horas y la luz agonizaba. Nos saludamos y la plática fluyó como la lluvia que había caído: recia. El hombre platicaba conmigo mientras el muchacho tomaba una cuerda de la casa para ayudarse a cruzar el río.
(Debo hacer la aclaración de la hora. El doble cambio de horario [el oficial y el solar] me pone en graves aprietos durante las expediciones y tengo que usar los dos al mismo tiempo. El horario solar en el sitio donde estábamos tenía casi dos horas de diferencia con el oficial. Así que si digo que a las 21:30 horas todavía teníamos luz, en realidad estoy hablando de las 19:30 horas en el lugar. En el centro de México, es la hora promedio del anochecer para verano. ¿Por qué me pone en aprietos? Porque podría usar el reloj solar y todo iría bien: viviríamos de acuerdo al sol, como hombres de la sierra. Pero el horario oficial hace que esos hombres se levanten, se acuesten y coman en otro horario, hasta ahora, aunque no parece que dure mucho. No es conveniente llegar a un sitio poblado de noche, mucho menos cuando uno es el desconocido. Así que siempre tengo que hacer cálculos de la hora en la que vivo. Y resulta que vivo dos veces la misma hora.)
"Vamos a pasar. Tenemos que llegar hoy a La Formación". ¿Pasar? ¿De noche? ¿Caminar a oscuras lo que nosotros íbamos a hacer durante el día? "Es que de día hace mucho sol y es más pesado". Tenían razón. Además, ellos conocían el camino. Nosotros, no. Se fueron y yo me quedé ahí, parado en la casi noche. Dos hombres iban a intentar cruzar el río porque en el sitio en el que estábamos no podrían dormir a causa de los mosquitos. Tenían razón otra vez. Pero no podía dejarlos solos. Pedí una linterna a Berna (los tres todavía estaban dentro de la tienda) y fui tras ellos. El hombre buscaba el paso más seguro para cruzar el río. Ojos penetrantes, escudriñaban la forma de las rocas. O la sombra. Yo no podía ver más allá. Les ofrecí nuestra tienda y algo de comida por si no cruzaban. Pero lo iban a intentar de todos modos. Hombres de la sierra.
Unieron dos cuerdas, una que ellos traían y la que habían tomado de la casita que estaba junto a nuestra tienda. Son cuerdas de plástico, como las que se usan en todos los ranchos. Amarillas casi negras por el uso. El muchacho, callado, hacía "ñudos" (así le nombran a los nudos). El hombre se despojó de su ropa, se ató la cuerda al cuerpo e intentó cruzar. Pronto, es decir: a los pocos pasos, el agua le llegó al pecho. Era más que seguro que ése no era el vado. Por la tarde había visto que río abajo, parecía haber un paso no tan profundo. Pero estaba cerca de un rápido y era claro que en la noche el agua turbulenta producía temor a cualquiera, así que prefirieron nadar a arriesgarse allí.
Un clavado, una cabeza que salía a flote inmediatamente, manotadas que levantaban agua, como si se tratara de un ahogado. Mis ojos se esforzaban por ver y dejar de adivinar. Porque adivinaba la mayoría de lo que pasaba. Había dejado apagada la linterna para no deslumbrar a quien, nadando, no tenía otra forma de iluminación que la que quedaba del cielo. Finalmente, el hombre llegó. Dio instrucciones al muchacho y yo le ayudé a guardar en bolsas de plástico su ropa y otras pertenencias que llevaban, pero no hubo manera de convencerlo de usar un método sencillo y, rudo por su vida cotidiana, apretó las bolsas con la fuerza con que se ata el aparejo de una mula. Resultado: las bolsas de plástico se rasgaron. Ya se mojarían.
El hombre recuperó las bolsas con la cuerda que llevaba y volvió a arrojarla a nuestra orilla. Entonces el muchacho se desnudó, se ató al pecho la cuerda, como su compañero. Luego se puso la pequeña mochila a la espalda y se lanzó al agua. Pude ver cuando llegaba a la orilla y trataba de treparse a una roca mojada. Resbalaba y su compañero tuvo que ayudarlo. (Para entonces, los ojos se habían vuelto penetrantes en la oscuridad, como siempre me sucede en la sierra). Me dieron las gracias y nos despedimos. La noche estaba tapizada de luciérnagas y chirriar de chicharras. Arriba, las nubes se hacían de lado y se veían ya algunas estrellas.
Regresé adonde los muchachos pensando en algo que el hombre me habían dicho: "A la mañana la corriente está más juerte y el río está crecido". Ellos pasaron para evitar esa crecida. Nosotros no teníamos más alternativa que esperar.

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