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Montañismo y Exploración
ESTE LADO DE LA SIERRA
15 septiembre 2001

El camino real se pierde bajo el agua cuando pasa por las cañadas. Los árboles que nos rodean son azotados por ramalazos de viento cargado por gotas cada vez mayores. Entonces comienzan a caer los mangos, los limones, los aguacates…







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RUMBO A BATOPILAS

El cielo destila colores. Son las 8:30 de la noche y está atardeciendo. Como chispas de fuego, como una fogata gigantesca que ardiera sobre toda la tierra, un amarillo casi blanco aparece rodeado de toda la gama de rojos hasta desaparecer en lo más oscuro del azul: azul color de noche.

Luego de Huérachi, nos dirigimos a la barranca de Batopilas. Recorrimos la sierra por todo lo alto, por en medio de los bosques, hasta llegar a Yoquivo, el aserradero más importante de esa zona. Después, Buenavista y Aboreachi; pero de aquí en adelante, no veríamos a nadie más. Pasamos todo un día confundidos en medio del bosque y no llegábamos a La Cumbre de los Frailes, nuestra meta más inmediata; cuando la hallamos (macizo rocoso desde el que se está por encima de las aves y a cientos de metros por encima del río que forma la barranca pero en nada parecido a lo que conocemos por la palabra "cumbre") era claro que todo lo que faltaba era bajar por otro camino real, aunque un tanto abandonado porque La Bufa, la mina que antes hacía hervir de gente el fondo de la barranca y las entrañas de la tierra, ya no producía el metal ansiado. A partir de entonces, varios caminos se vieron abandonados porque ya no tenían objeto de ser.

El camino que seguimos estaba muy definido desde el principio porque se deslizaba por una pequeña cañada. Dábamos vueltas y más vueltas, pero tras cada una había una nueva sorpresa y la mayor de todas fue una cascada de treinta a cuarenta metros que no descubrimos sino hasta que estuvimos a su pie. De la vegetación de pinos pasamos a la tropical lentamente mientras nuestros cuerpos se iban llenando de sudor y rodeando de mosquitos y jejenes. Algunos ranchos fueron puestos bajo los riscos de la Cumbre por la protección que les brinda y porque esa situación les brinda agua durante todo el año y una temperatura que no les trae la nieve del invierno ni los calores del verano tan agudos. Pero sobre todo, y a veces se nos ocurría que ésa fuera el único motivo, porque no tenían a los mosquitos, jejenes, baigurines ni demás artrópodos que gustan de aplicar sus aguijones en las partes más irrigadas de venas.

Uno de esos ranchos era Carbonera. Construido en 1942, se ha ampliado hasta ser una casa grande y bonita llena de árboles frutales (limones, duraznos, manzanas, granadas...). Teníamos varias alternativas para llegar a Batopilas desde ahí y escogimos la más espectacular, la más escénica. Teníamos una idea de lo que ese camino no marcado en los mapas nos podría dar, pero era tan sólo eso: una ligera idea.


LUCES NOCTURNAS

El camino que seguimos se cubría de telas de araña, ramas espinosas muy crecidas y restos de tunas picadas por los pájaros. Pero de agua... nada, ni una gota utilizable. La vereda se deslizaba lentamente bajo nuestros pies; caminábamos hacia arriba, hacia abajo, de lado, brincando rocas o esquivando ramas. En una palabra, adonde el camino nos llevara. No se trataba de seguir la línea recta para llegar más rápido. Las veredas en la sierra son como los ríos en la tierra: aunque den más vueltas, aunque se topen con muchos obstáculos, la dirección que siguen es la más rápida, la más fácil.

Entre subidas, bajadas y vueltas continuas, nos llegó el crepúsculo. Nos invadió el cielo, los cuerpos oscurecidos y bañó nuestras pupilas ansiosas de luz para distinguir el camino. Fue una penumbra de casi media hora en la que el sol, las nubes y el cielo transparente se peleaban como dioses legendarios para obtener la primacía. Pero finalmente, ganó la noche y apareció su séquito de estrellas. Al amanecer se libraría un nuevo combate...

Mientras más abajo estábamos, más oscuridad nos envolvía: el denso trópico de la barranca hacía la oscuridad más palpable y ocultaba la vereda. Tropiezos, caídas, resbalones... hasta que decidimos encender las linternas para desgarrar las mantas oscuras de la noche con haces luminosos casi profanos. Allá abajo, a lo lejos, se veían las luces encendidas de Batopilas, pero parecía que no avanzábamos por más pasos y pendientes que dejáramos detrás. Y la sed, la intensa sed que desde hacía horas, cuando nos comimos un par de tunas cada uno, nos había cerrado la boca a cualquier comentario. Un paso... otro... curva tras curva del camino se esconde una fuente de agua... ruido de agua que corre... vasos llenos que se vacían en las gargantas una y otra vez, continuamente... más de cinco litros de agua tomados entre los tres en menos de diez minutos... y reaparecen los comentarios, la plática, que se había agazapado tras la sed.

A las 22:30 entrábamos a Batopilas por su única calle mientras la gente se asombraba de vernos llegar por donde lo habíamos hecho, pues nuestras linternas nos habían delatado. Fueron doce horas de caminar y 33 kilómetros recorridos. Batopilas al fin...

Pero todavía faltaba Urique, el río formador de la famosa Barranca del Cobre. Todavía faltaba.


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